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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Capítulo XV


Esa noche fue intensa para todos los muchachos, porque el conde gozó a sus tres esclavos como si no los viese ni tocase en varios meses de estricta abstinencia y los imesebelen también le dieron lo suyo a los otros dos chavales y a los eunucos.

Pero lo que llamó la atención de todos, fue ver la sonrisa de oreja a oreja y las patas escarranchadas de Rui, que daba la impresión que montase a caballo un mes entero sin descabalgar ni para mear. A simple vista se notaba que había pasado una noche tormentosa debajo de Ramiro o montado en la verga de ese chico, pues la dificultad con que andaba el chaval sólo podía deberse a tener el culo como el brocal de un pozo del que no paran de bombear agua.

Y, por su parte, la cara de Ramiro seguía tan radiante como si hubiese dormido plácidamente hasta que el sol en lo alto del cielo lo despertó dándole con la fuerza de sus rayos en sus ojos oscuros y luminosos como una noche profunda y estrellada.
Nadie diría que había roto un plato en su vida y, sin embargo, a tenor del aspecto y la alegría del otro chaval, le había reventado el ojo del culo de tanto follarlo esa noche.
Y en general, quizás a excepción del conde, más que nada porque de repente vio ante sus narices un serio competidor para romper anos, los presentes admitieron para sus adentros que Ramiro era todo un garañón que podría cubrir varias potras sin perder el resuello.
Y a más de uno empezó a caerle la baba por el pito y la boca, limpiando esta con disimulo para no quedar en evidencia el puto vicio que le corroía al muy jodido.

Y, a parte de Rui, la segregaban los dos napolitanos y el mismo Iñigo,que a pesar de estar saciado por su amo y por Sergo, todavía le quedaba lugar en su vientre para más leche.
Y es que cuando a un muchacho le aprieta los cojones el vicio, no hay quien pueda contener el derroche inconsciente de semen saliendo de sus pelotas ni el picor del ojete al presentir un cipote potente cerca de su culo.
Y ahora Nuño ya tenía claro que le gustaba a uno y a otro.
El nieto del marqués era un puto cabrón follador de otros machos y Rui una zorra tan promiscua y cachonda como cualquier puta de un burdel, que se salía de madre en cuanto tenía una verga apuntándole al ojo del culo. Y el problema se planteaba cuando se fuesen de Zamora y no estuviese Ramiro para llenarle la tripa de leche al joven Rui.
No habría otro remedio que ordenarle a los imesebelen que se lo pasasen por turnos para tranquilizar el apetito sexual del muchacho.
Pero eso ya se resolvería llegado el momento.

Lo que primaba, nada más desayunar, era partir de nuevo con rumbo a Salamanca para descansar dos días en el palacio episcopal.
Luego, según los planes del conde, irían a Avila, quedándose en esa ciudad un día más que en la anterior y en el palacio del conde Alerio, familia suya por parte de madre.
Y el siguiente salto sería hasta Toledo para albergarse en el mismo alcázar del rey, un antiguo palacio romano del siglo tercero, cuya restauración la iniciara su antepasado Don Alfonso el sexto y continuaba con ella el soberano para utilizarlo como palacio real para albergar su corte.
Aunque de todos modos, Nuño todavía no tenía claro si quedarse en este palacio o alojarse en el viejo castillo de San Servando a la otra orilla del Tajo y fuera de los muros de la ciudad.
Pero todavía quedaba mucho tiempo para decidir sobre tales detalles y ahora su preocupación se inclinaba más hacia cuestiones más privadas e importantes como era la tranquilidad y la paz sexual entre sus hombres, sin celos ni luchas por conseguir un polvo más o menos en detrimento de la ración que correspondiese a los otros chavales necesitados de rabo para sentirlo moverse en sus traseros.

Y nuevamente el marqués intervino en el último momento y esta vez sus palabras causaron una sensación muy distinta a las de la pasada noche.
Don Genaro le pidió al conde que dejase que el nieto suyo le acompañase hasta Toledo, puesto que el chico debía aprender más sobre el uso de las armas con el fin de llegar a ser uno de los caballeros más afamados del reino.
No se atrevía a abusar de la confianza de Nuño para rogarle que lo tomase a su servicio, aunque fuese solamente como escudero, pero que al menos pudiese viajar más seguro yendo en su comitiva, dado que el chico llevaba una carta dirigida al alcaide del castillo de San Servando, un buen amigo del padre del muchacho y yerno del marqués y un gran soldado y caballero, para que completase su educación y mejorase su destreza con la espada, la maza y la lanza.
Y quizás en eso necesitase lecciones, pero en cuanto a mover el estilete corto que le colgaba entre las piernas, aunque de un tamaño y un calibre considerable para tal instrumento y los fines que le eran propios, sobre todo al crecer y engordar endureciéndose convenientemente para penetrar cualquier orificio adecuado en otro cuerpo, femenino o mejor masculino, y dado lo visto, el chaval ya sabía utilizarlo bastante bien y hasta con maestría, sin necesidad que otro macho le mostrase como hacerlo mejor.

Entonces el conde convino en llevar consigo al nieto del marqués y el mozo apareció bien pertrechado para la marcha llevando de las riendas un bonito ejemplar de raza caballar, tan blanco y brioso que se confundía al moverse con la bruma de la mañana.
Ramiro montó y como por descuido se acercó al negro corcel del mancebo, que recibió esa aproximación con un relincho y un manoteo nervioso sobre las piedras del patio.
Acaso Siroco presentía algo que los humanos no llegaban a alcanzar con sus sentidos todavía?
Fuese lo que fuese el motivo que inquietó al caballo de Guzmán, éste lo tranquilizó palmoteando su cuello y diciéndole a la oreja que estuviese tranquilo que nadie ni nada incomodaría a ninguno de los dos.
Pero en eso se equivocaba el mancebo, pues el otro muchacho fijó su mirada en él, desnudándolo, y pareció prendarse de su rostro enigmático y algo misterioso.

Fue como si los ojos negros de Ramiro chocasen con fuerza contra la oscura noche encerrada en los de Guzmán y el resplandor de la luna cegase el fulgor de los astros que tintineaban en las pupilas de aquel viril mozo de cuerpo pletórico.
Al nieto del marqués le encandilaron las pestañas del príncipe esclavo y la calidez de su piel, tan suave como la del melocotón, que encerraba una carne que presintió tan jugosa como una ciruela invitándole a morderla.
Y tenía buen ojo el muchacho para catar a otros mozos, porque en su diagnóstico no erraba demasiado al referirse a las virtudes físicas del mancebo.
Pero también le sedujo su forma de mirar y esa chispa de inteligencia y sutileza que emanaba de Guzmán aunque no dijese nada y se limitase solamente en mirar y callar lo que estaba pensando sobre cuanto lo rodeaba.
Y por el momento el conde no advirtió ese peligro ni sospechó que Ramiro se quedase obnubilado al ver más de cerca a su amado.
Pero sí notó algo raro Sergo y se apresuró a meter su caballo por medio de los de ambos chavales, poniendo una barrera humana entre el mancebo y su nuevo admirador.

Y, lógicamente, Ramiro puso mala cara ante la impertinente osadía del intruso, que además ni le resultó simpático ni el otro hizo nada por parecérselo.
Más al contrario, Sergo lo miró de abajo arriba con suficiencia de gallito retador, como anunciándole que lucharía por conservar y defender su cuota de gozo y amor con su bello y amado compañero de esclavitud.
Y por si eran pocos, también se unió a trío el mosqueado Rui, que se olió que perdía al fogoso machacante que la suerte había metido un su cama esa noche.


 Qué cinco polvos en todas las posturas le había metido el muy cabrón hasta reventarle el ojo del culo.
Con qué gusto se la mamó a ese cabrito antes y después de cada follada y cómo respondía a tales estímulos el trozo de carne dura y gorda que palpitaba erguida antes sus ojos.
Tanto el jardinero de las monjas como el capataz de Epifanio, bastante más mayores que Ramiro, eran dos putos y burdos aprendices comparados con este joven atleta del sexo que tuvo el placer que lo jodiese casi toda la noche.
Y si de algo estaba seguro Rui, es de que si era necesario mataría por conservar esa fuente inagotable de leche para su estómago y su tripa y volver a sentir el roce brusco y constante de aquella verga en su ojo del culo.
No podía olvidar las fuertes embestidas ni las clavadas que le metiera Ramiro, ni mucho menos la cantidad de semen con que estallara esa polla al tener el orgasmo.
No paró de babear por el pito y, a pesar de ello, se corrió como un cerdo varias veces.
Ramiro supo calarlo y tratarlo como se merecía.
Como una despreciable puta perra hambrienta de macho.
Pues sí que se estaban complicando las cosas en la cuadrilla del conde feroz. Las dos nuevas adquisiciones no le iban a traer más que problemas y rompederos de cabeza que en esos momentos no necesitaba para nada.
Y menos de índole amorosa y sexual entre sus muchachos.
Qué tenían contra él los hados que no le dejaban en paz ni un momento, ni respetaban el amor singular que alimentaba en su corazón.
En realidad el conde sólo quería vivir feliz y disfrutar de los tres muchachos que tenía por esclavos, sin olvidar que su único amor verdadero era su precioso mancebo, al que amaba más que a su vida.
Y, sin embargo, la fuerza del destino se empeñaba en poner en su camino otros jóvenes hermosos que llamaban su atención y reclamaban su parte en el festín de sexo que el cuerpo de Nuño siempre estaba dispuesto a dar generosamente, sin regatearle nada a ninguno de esos fogosos muchachos que le ofrecían sus cuerpos para su gozo y disfrute.

Menos mal que todavía era muy joven y sus fuerzas, lejos de estar mermadas, se acrecentaban día a día con cada ración de sexo que les daba a esos magníficos chicos.

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