Iban encapuchados y con sendas capas largas que les cubrían sus ropas de guerra blasonadas con las armas del conde.
Porque hasta los eunucos llevaban cotas de malla para proteger sus pechos y espaldas y, sobre ellas, lucían un peto hasta la rodilla de color rojo con el escudo de armas del señor.
Lo que ellos no llevaban eran cascos, a diferencia de los otros muchachos que protegían también sus cabezas y caras con yelmos de hierro, que, además les ocultaban el rostro de tal modo que no podían ser reconocidos por quienes los viesen pasar.
Era un pequeño tributo que debían pagar para preservar la identidad del mancebo, a parte de servirles como defensa en caso de ataque, pero los chicos hubieran preferido ir destocados y dejar que el viento revolviese sus cabellos a su antojo.
Iñigo y Sergo iban delante jugueteando entre ellos con sus caballos y el conde, al lado del mancebo, los miraba tan alegres que se acercó a su esclavo y le dijo:”Guzmán, no son mucho más jóvenes que tú y, sin embargo, todavía parecen un par de críos... En Iñigo se comprende porque la vida le fue fácil desde que nació, pero Sergo debió pasarlo mal y con muchas penurias y en cambio al verlo se diría que siempre fue más feliz que ningún otro”.
El mancebo arrimó más su caballo al del conde y respondió: “Mi amo, es que lo fue. Sergo no necesita nada para ser feliz. Bueno, necesita sólo una cosa. Sentirse libre como un animal del bosque y hacer lo que él desea. Y si además sabe que alguien lo ama, entonces ya es plenamente dichoso. Y ahora tiene ambas cosas, porque se siente querido por nosotros y si está aquí es porque él quiere y desea pertenecer a tu familia. Date cuenta que es la primera vez que es parte de algo y que tiene a su lado otros seres a los que ama y considera en cierto modo como suyos”.
“Pero yo lo tengo por mi esclavo”, objetó el conde.
Y el mancebo replicó: “El te tiene por su amo para estar conmigo. Pero de todas maneras le gusta ser uno de tus siervos y le agradas tanto como él a ti. Y ya ves que Iñigo tampoco lo deja indiferente. No olvides que sangre corre por la venas de ese chico, pues tú mismo me has dicho que los vikingos son guerreros que no se rinden ni se pliegan a otra voluntad que no sea la suya. Y Sergo es un buen espécimen de esa raza de hombres luchadores. Y por eso nunca pudo vencerlo la adversidad ni nadie doblegará su cabeza si no es segando su vida”.
“Sabes qué... Me gusta ese puto cabrón y voy a convertirlo en un gran soldado.... Se le ve tan macho que atrae a cualquiera”, dijo el conde para rematar la conversación.
La joven condesa y su amiga les desearon
suerte en su empresa, pero también recomendaron a Nuño que tuviese prudencia y
cuidase de los chicos.
Guzmán besó con amor a Sol e Iñigo se despidió de su hermana
Blanca, prometiéndole que no haría locuras y pondría los cinco sentidos en todo lo que
hiciese.
Y las dos jóvenes vieron por primera vez a Sergo y a las dos les pareció un
verdadero macho guapísimo y muy apetecible.
El chico se puso colorado ante tanto
piropo, pero el mancebo le arreó una palmada en el culo diciéndole que la condesa ya
sabía cuales eran sus puntos débiles.
Sergo, todavía más sonrojado le preguntó: “Es que
le has contado algo a ella?”
“Sí, Naturalmente. Ella lo sabe todo sobre nosotros y tenía
muchas ganas de conocer al tío que me hacía perder el sueño por las noches en
ausencia del amo. Ahora ya te conoce y no sólo le gustas un montón sino que entiende
por que nos gustas tanto a nosotros... Hasta debajo de la capa se notan tus atributos de
macho bravío”, contestó Guzmán riendo.
Y los dos chavales no tuvieron reparo en darse
un morreo delante de las dos muchachas.
El conde montó de nuevo y dio la orden para partir.
Y salieron a galope tendido sin mirar
atrás ni dar tiempo a la nostalgia que se apoderase de sus corazones por alejarse del
bosque donde vivían la tranquila felicidad que su misteriosa fama les proporcionaba.
Ante
ellos se abría un futuro incierto pero apasionante, pues cualquier atisbo de aventura hacía
vibrar sus jóvenes almas y la ilusión de lo nuevo daba alas a su fantasía y avivaba aún
más sus deseos de placer, desbordando sus pasiones.
Nadie los perseguía, pero
azuzaban los caballos como si les siguiera un ejército de demonios.
Y al caer la noche
avistaron una ermita sobre una loma y allí decidió el conde pernoctar y dar descanso a las
bestias y a sus hombres.
Tras la pequeña capilla había una casucha miserable y en ella habitaba un hombre ya
anciano que dijo ser el cuidador del humilde templo.
El conde le pidió albergue por esa
noche y el solitario eremita se complació en tener por huésped al caballero y su
menguada grey.
No se extrañó ni de la juventud de todos ellos ni tampoco de la belleza de
esos jóvenes guerreros, más al contrario alabó sus físicos y ensalzó la grandeza del ser
hacedor de tales criaturas que alegran el espíritu con sólo verlas.
El anciano les cedió su
casa y él se acomodó en la ermita para no molestar ni reducir el escaso espacio de que
disponía la choza.
Todos estaban cansados de la cabalgada y Nuño les ordenó dormir sin
juegos sexuales ni toqueteos previos para coger mejor el sueño.
El conde quiso respetar
esa sencilla vivienda porque consideró que dejar en ella el olor del sexo de sus cuerpos
viriles en plena efervescencia, perturbaría la paz del buen hombre que los acogió y
compartiera con ellos lo poco que poseía para su sustento.
No cabía pagarle con oro su
favor, pues para él eso no valía nada, así que a cambio de su amabilidad no dejaría en la
cabaña el aroma de la vital juventud que aquel hombre ya apenas recordaba.
Pero en la primera parada para estirar las piernas y beber del agua fresca de un
manantial, nada más reanudar la marcha con el amanecer, Nuño desmontó con prisa y le
dijo al mancebo que lo acompañase tras unos arbustos.
El resto de los jóvenes
descansaban, pero el amo se benefició a su amado esclavo porque le dolían los cojones
de tenerlo pegado al cuerpo toda la noche y no darle por culo como le exigía su excitada
verga.
Y por eso le rajó las calzas por detrás y se la calcó entera por el ojete sin
desnudarlo ni molestarse en bajarle nada.
Ya le coserían el roto los eunucos cuando
volviesen a detenerse para dormir, puesto que montado a caballo el chaval no cogería frío
por el culo.
Pero al reunirse con los otros, enseguida sospecharon lo que habían estado
haciendo con sólo ver la sonrisa y la cara de placidez del mancebo.
Al muy puto se le
notaba mucho cuando le daban una alegría de ese tipo y a los demás se le empalmó el
instrumento de inmediato.
Aquella jornada se les hizo muy larga a los muchachos, que entre la malla de hierro y el
golpear los testículos sobre la silla de cuero, terminaron con los huevos escalfados y
doloridos por la presión del semen acumulado a lo largo del día sin poder vaciarlos.
Pero
esa noche tendrían que darse un respiro y el amo seguramente dejaría que follasen para
relajar la tensión a punto de dispararse en todos ellos.
El problema estaba en dar con un
lugar más apropiado que el de la noche anterior y tener más espacio y tranquilidad para
dar rienda suelta a sus pasiones o simplemente dormir al relente y al fresco de tintinear de
las estrellas.
Y sin que el amo se lo dijese, nada más comenzar a declinar el sol, todos
iban oteando el horizonte para descubrir algún cenobio o castillo donde cobijarse hasta el
día siguiente.
Pero no lo encontraron y ya oscurecido el cielo una luz llamó la atención del
mancebo.
Alertó al conde y se dirigieron hasta ella con precaución y sigilo.
“Pardiez!”, exclamó el conde al darse cuenta que el resplandor salía de una gruta.
Y a
simple vista tenía toda la pinta de ser una guarida de ladrones o gentes de mal vivir.
No le
parecía seguro acercarse más a esa cueva, pero del interior salió un grito desgarrador.
Y
Nuño ni lo pensó dos veces.
Quien quiera que fuera el ser que lanzó ese quejido de
angustia y dolor necesitaba auxilio inmediato y él no iba a negárselo, aún a riego de su
vida, puesto que no en vano era caballero.
Y en voz baja previno a sus hombres y todos
descabalgaron dirigiéndose a la gruta con las armas en la mano y sin hacer el menor
ruido.
Seguramente antes de poder dormir, iban a estirar los músculos ejercitándolos un
buen rato y posiblemente mancharían de sangre sus armas.
Y eso no excluía a ninguno,
pues todos iban bien armados y hasta los eunucos estaban pertrechados con las afiladas
garras que el mancebo había mandado hacer para ellos.
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