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Autor: Maestro Andreas

martes, 13 de noviembre de 2012

Capítulo XII



Nuño reclamó silencio al acercase más a la entrada de la cueva y hasta ellos llegaban con mayor claridad los gritos y lamentos que se mezclaban con exabruptos groseros y feroces voces de hombres borrachos.
Curiosamente el grito que oyeran antes jurarían que era de un hombre ya hecho y, sin embargo, ahora además de tíos vociferando también escuchaban con fuerza una voz femenina, pero autoritaria.
Aquello intrigó al conde y se adelantó a los otros para ver que coño pasaba dentro de la puta cueva.
Se ocultó tras un resalido de la piedra y vio perfectamente la escena, que más que sorprenderle le pareció cómica sino fuera por la tragedia que implicaba lo que sin lugar a dudas era el secuestro de unas monjas a cargo de unos desalmados con la clara intención de violarlas más que de robar lo que pudieran llevar encima y que probablemente no valiese ni el peso de una moneda de cobre.
Los cabrones malnacidos eran los que proferían vituperios contra una de las monjas, que los increpaba con voz severa, y el que gritara como una bestia herida debía ser otro de ellos que, tirado en el suelo, sangraba por la boca como un cerdo en día de matanza.

Con tanto ruido ni se entendían ellos ni hubiesen oído entrar al conde y los suyos aunque redoblasen tambores para anunciarse.
Y Nuño dio la orden de ataque y como seis trombas hicieron su aparición en escena los imesebelen, cimitarra en mano y sajando carne como matarifes, seguidos del conde y los valientes muchachos que formaban su particular tropa.
Se desencadenó una lucha sin cuartel y aquellos forajidos medio borrachos y encolerizados con una de las monjas, que muy altiva se limpiaba con la manga los restos de sangre que aún tenía en su boca, no fueron enemigos destacados como para narrar una gesta, puesto que no resistieron el primer asalto, cayendo muertos tanto por las heridas como por el miedo que le produjo ver a tan fieros guerreros como salidos de la tierra.


La escaramuza terminó pronto ante la falta de resistencia y el conde quiso saber que diablos había pasado en esa gruta y cual era el motivo de los insultos y gritos que habían oído al acercarse.
Y la cosa era bien sencilla.
El jefe de aquellos estúpidos ladrones de tres al cuarto quiso ventilarse a la monja más joven, que además era la priora de las otras cuatro que estaban con ella.
Y en cuanto el puto idiota intentó besarla en la boca, ella le metió un muerdo que le arrancó medio labio.
Y por eso chillaba como un cochino moribundo aquel cabrito y sus secuaces ponían de vuelta y media a la sor llamándole de todo menos bonita.
Y la verdad es que era guapa la reverenda y por sus gestos y ademanes se notaba que procedía de familia noble y rica.
Las otras cuatro ya estaban metidas en años y en carnes, sobre todo, pero seguramente también hubieran corrido idéntica suerte que la más joven, de no ser ésta tan farruca y agresiva a la hora de defender su integridad sexual.
La madre Asunción, que así se llamaba la monja, le contó al conde cuanto les había pasado y como esos rufianes, que ya eran cosa del pasado y estarían en el infierno, según ella, las habían asaltado y llevado a la cueva en principio con la intención de pedir rescate por ellas, pero el más gallito de todos, que eran trece, muy mal número para una banda de delincuentes, quiso catarla al verla joven y todavía hermosa y ella le mordió en la boca al pretender besársela.
Y el resto ya lo conocía su salvador.

Nuño investigó más sobre ellas y supo que se dirigían a un convento de su orden en la ciudad de Zamora, con el fin de llevar al convento unos valiosos cálices de oro y plata y también una custodia para la catedral de esa ciudad.
En realidad los hijos de puta que intentaron secuestrarlas no llegaron a descubrir el cargamento tan valioso que portaban las indefensas monjas.
 Estaba oculto en el interior de los fardos que colgaban del par de mulas que llevaban y los muy cretinos debieron pensar que sólo se trataba de algo comestible o cualquier otra cosa de poco valor para molestarse en rajarlos y comprobar su contenido, ya que la avispada madre les dijo que sólo llevaban en ellos algunas ropas y algo de harina y manojos de hierbas medicinales para curar a los enfermos que iban al convento en busca de remedios para sus dolencias.
Y ellos se lo creyeron y al jefe le cegó la lujuria y quiso pasarse de rosca con la enérgica monjita que le dejó sin medio labio.

El conde se ofreció a escoltarlas hasta su destino, que era el convento de Santa María la Real de las Dueñas de la Orden de Predicadores, ya que pertenecían a la regla de las Dominicas Dueñas, y ya se disponían a reanudar la marcha cuando se percataron que la oscuridad de la noche dificultaba totalmente el viaje.
No les quedaba más remedio que pasar la noche en la gruta en compañía de las monjas y eso sí que imposibilitaba cualquier intento de regodeo sexual o meros toqueteos y besos entre los hombres que las había liberado de sus captores.
Y lo primero que se imponía era limpiar aquello de restos humanos para evitar olores desagradables a sangre seca y carne muerta.
Pero cuando el conde y sus chicos ya se veían privados de otros placeres que no fuese dormir sin rozarse entre ellos, la reverenda madre dijo que no era necesario pasar la noche en un lugar tan lúgubre y desabrido, ni merecía la pena darle sepultura a tales despojos, que no eran más que carroña para alimento de alimañas, ya que a poco trecho de allí estaba la casa de un rico campesino, conocido de la monja, que no dudaría en darles cobijo a todos para descansar con más comodidad y amanecer sin dolores de huesos ni ateridos de frío.
El conde emitió un suspiro de alivio y enseguida se aprestaron a acompañar a las monjas hacia la casa de ese hombre acomodado que sería su anfitrión por una noche al menos.

Durante el camino, Nuño marchó junto a Sor Asunción y charlaron de muchas cosas en ese tiempo.
Pero lo que más sorprendió al caballero fue el desparpajo de la monja para tratar asuntos mundanos e incluso en temas no imaginables en boca de una religiosa.
Y hasta consiguió dejarlo con la boca abierta al decirle que si le arreó el brutal mordisco al rufián que quería violarla, no fue tanto por virtud como por el simple hecho de que aquel individuo no le gustaba nada y olía peor que un cerdo.
Era un hombre desdentado y arrugado como un odre seco y ni amenazada de muerte hubiese transigido con un tipo así.
Y lo que ya lo dejó de una pieza, fue que la buena mujer añadiese que de tratarse de un mozo como él o cualquiera de los guapos guerreros que lo acompañaban, otro gallo hubiese cantado en la cueva y posiblemente no le hubiera costado sacrificarse por la seguridad de las hermanas que tenía a su cargo.
Como dijo la joven monja, a ella nadie le obligaba a hacer lo que no quisiese de buena gana.
“Vaya con la Sor!” pensó el conde.
Y creía que sus chicos sólo estaban en peligro entre monjes.
Pues a la madre Asunción seguramente la metieron a monja por conveniencia de familia sin reparar en que a la chica no le molaba en absoluto eso de pasar el resto de su vida sin darle una alegría al cuerpo.
Y Nuño casi estuvo a punto de decirle a la monja que si quería sacrificarse todavía por sus hermanas en religión, no tendría problema en dejar que lo hiciese con uno de los negrazos de su escolta, que eran moros y eso le daría un toque casi de martirio al acto.
Pero no lo hizo pensando en los eunucos y los dos napolitanos que buena cuenta darían de las reservas testiculares de los bravos soldados africanos.

Y con la entretenida charla a Nuño se le hizo muy corto el camino hasta la casa del hacendado que conocía la religiosa.
Y el dueño de la casa, Epifanio de nombre, y su mujer Rogelia, se desvivieron por acomodar en su casa a todos los inesperados huéspedes que entraron por su puerta esa noche sin previo aviso ni sin que esperasen una vista tan numerosa.
Pero la hacienda era grande y tenía habitaciones espaciosas para habilitar sitio donde acostarse en colchones de paja, además de utilizar las camas disponibles en los dormitorios, que sólo se usaban cuando venían sus hijos ya casados u otros familiares que solían visitarlos.
Lógicamente las monjas se arreglaron en una estancia amplia, en la que pusieron jergones en el suelo, por eso de la penitencia, y al conde le dejaron el mejor dormitorio por tratarse de un noble caballero, cuya alcurnia y nombre eran conocidos en todo el reino.
Pero él no quiso abusar de tanta generosidad y ordenó que tres de sus guerreros compartiesen con él la misma habitación y no eran necesarias más camas para que se acomodasen todos en la misma.
Aunque de todos modos y por si no entraban los cuatro en una sola, la dueña de la casa hizo poner un amplio colchón al lado del lecho para que no durmiesen tan apretados aquellos jóvenes soldados.


Mal sabía ella que cuanto más juntos, más contentos pasaban la noche esos chicos.
Y si estaban acoplados unos en otros todavía mejor.
Y esa noche también cenaron a costa de los amables anfitriones y no sólo los chavales comieron con ganas, ya que las monjas no se privaron de nada y se zamparon cuanto les pusieron delante en la mesa, sin darle mucho descanso tampoco al buen vino de la región.
El conde no supo como digirieron ellas la copiosa cena, pero él si la quemó al igual que sus chicos follando a calzón quitado antes de caer rendidos de sueño.
 Y los negros y sus putitos viciosos también.

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