Autor

Autor: Maestro Andreas

lunes, 11 de noviembre de 2013

Capítulo C

Volvió la cotidianidad a la vida del conde y los suyos y todo transcurría como de costumbre en el castillo y también en la torre del bosque negro.
Pero en lugar de un amado que esperase al amante, había dos, pues con el mancebo estaba alojado Ubay en esa torre.


Los dos pasaban el tiempo juntos mientras sus amantes no volvían a ese hogar que era el verdadero para los chicos y los viriles machos que los montaban; aunque en el castillo estuviesen las esposas de ambos y los hijos del conde, ya que Sergo y Blanca ocupaban unos aposentos que Nuño y Sol mandaron preparar para ellos, puesto que ni ella ni el conde querían privarse de la compañía de Blanca y el valeroso Sergo.

Además, no habían pasado cuatro meses desde el enlace y la joven desposada ya mostraba síntomas de embarazo.
Y eso regocijó a todos los del castillo y también a los habitantes de la torre.
Y la alegría no se debía sólo a ese deseado acontecimiento, ya que la condesa también estaba en cinta de un tercer hijo.
Las atenciones de los maridos con sus mujeres daban sus frutos y ellas estaban felices por ser madres y traer al mundo nuevos vástagos de tan ilustres familias.
Y con ello se aseguraba la sucesión, que era la mayor preocupación para un hombre de noble estirpe y alto abolengo.

Y viendo que los asuntos domésticos iban por buen camino y todo seguía el curso deseada por el conde, éste quiso cenar en la torre con su amado mancebo y, además de contar con Sergo y Ubay, también invitó a esa cena a Iñigo, que vino desde sus tierras con Falé, y mandó una misiva a Ramiro para que viniese con Ariel a compartir con ellos el convite.


Y teniéndolos a todos reunidos, los miró uno a uno y les dijo: “Sois mis caballeros y aún os considero mis amados muchachos. Y a todos os quiero y sigo pensando que me pertenecéis de algún modo. Y por eso deseo compartir con vosotros algo que desde hace tiempo tengo la intención de hacer... Vamos a ir todos juntos hasta el fin de la tierra... A ese punto de la costa gallega que así denominaron los antiguos al considerar que tras el mar tenebroso no había más que un tremendo y oscuro abismo.


Dicen que quienes osen internarse en ese océano perecerán sin remedio, mas no pretendo hacerme a la mar con vosotros, sino llegar a ese límite del mundo y ver como el sol se hunde en las aguas y muere... Y con el amanecer renace y vivifica a todos los seres que saluden el nuevo día y vean como asciende a los cielos el astro que nos ilumina y nos da el calor necesario para poder vivir sobre la tierra... Quiero que nos sumerjamos con el sol y nazcamos otra vez cuando salga de nuevo. Y juntos hagamos esa peregrinación al Cabo de Finisterre, como desde tiempos inmemoriales lo hicieron también las gentes de los pueblos que poblaron estas tierras antes que nosotros... Saldremos sin grandes equipajes y con un reducido séquito de servidores. En realidad solamente nos acompañaran los eunucos y los imesebelen por si necesitamos refuerzos ante alguna contingencia desagradable. Y esa será la comitiva para llevar a cabo ese ritual que precisamos para renovarnos y adquirir la energía solar, que nos hará fuertes para continuar caminando por la vida y poder cumplir con los altos cometidos que sin dude nos esperan para mayor gloria de nuestro señor el rey y de aquellos que lleguen a sucederle en sus coronas. Partiremos al tercer amanecer a partir del que veremos al despertarnos por la mañana... Y ahora retiraos a vuestros aposentos y gozar el amor que os tenéis, tal y como yo disfrutaré de mi amado príncipe; y que aquí, ante vosotros, proclamó que es y será por siempre el amor de mi vida y la criatura por la que respiro y agradezco a cielo la gracia de haberme dado tal tesoro”.

Esa noche cada pareja se empapó del sudor y la saliva del hermoso joven que amaba; y no escatimaron semen para sellar una y mil veces la entrega entre ellos y la pasión que los consumía tan sólo con abrazarse y sentir la ardiente sangre que fluía bajo la piel del otro.
Se oyeron gemidos y jadeos y se escucharon susurros que traían paz y tranquilidad a unos muchachos que se entregaban al amor con la misma intensidad y decisión que a la más encarnizada lucha.


Todos ellos rozaron el paraíso con los dedos al notar el delirio de su compañero.
Y nada más amanecer el conde besó al mancebo y lo penetró por el culo como si hiciese meses que no cataba más carne ardiente que la propia.
Lo preñó dos veces sin sacarle la verga del ano y no dejó de besarle la boca para absorber también sus gemidos de gozo y la lujuria que se escapaba por sus labios.

Llegado el día de la partida, se aprestaron al viaje y salieron raudos como si tuviesen prisa por llegar al punto de encuentro con el sol y acompañar su caída en el mar.
Marcharon por calzadas y caminos, atravesando montes y valles hasta alcanzar su meta.

Ya estaban en Finisterre y quedaron extasiados al ver la grandeza de un océano que no tenía fin.
La luz del sol estaba en su punto más álgido y ninguno tenía palabras para describir ese magnífico espectáculo que tenía delante de sus ojos.
Y a sus pies, bajo imponentes farallones de roca golpeados por las fuertes olas de un mar medio embravecido, la inmensidad del Atlántico se abría hacia el horizonte infinito.


Aguardaron el ocaso y esperándolo repitieron besos, caricias; y follaron cuanto quisieron los unos al lado de los otros.
Y al declinar el sol se sentaron al borde del abismo sobre unas piedras milenarias quemadas por la sal y los vientos marinos y el fuego solar.

Y llegó la hora esperada y el sol adquirió la forma y aspecto de un disco de oro y comenzó a descender en el horizonte tornándose rojo como una bola incandescente rodeada de una aureola de luz cegadora.

Todos callaron imbuidos de un respeto religioso y permanecieron sin quitar la vista del astro que declinaba hundiéndose en el mar.
Y las aguas se volvieron rojas y luminosas también, vistiéndose con galas doradas para presenciar y acompañar al gran dios rey en esa ceremonia diaria del ocaso.
Y pronto todo se oscureció y al irse el sol apareció la luna, que quiso que la viesen llena de gloria y cubierta de plata, arrastrando su manto de luz sobre la superficie del agua.
E incitó a los amantes a volver a unirse y juntar su carne en el estrecho abrazo de interminables coitos.


Mas poco durmieron porque la luz naciente les dio en los párpados y les obligó a abrirlos, puesto que ya renacieran ellos también y un nuevo día y una vida entera de emociones, aventuras y placeres les aguardaba a esos esforzados y bellos caballeros, que amaban con el mismo ímpetu y furor como peleaban para defender sus vidas y el honor de sus blasones y del reino.

Y el mancebo le dijo a su amante: “Mi destino es el tuyo y nadie podrá decir jamás que hubo un mancebo que fue príncipe de dos mundos sino recuerdan que amó y vivió para servir al conde feroz, su único amante y su amo y señor”.

Y el conde feroz levantó al chico cogiéndolo en sus brazos y lo elevó al cielo como ofreciendo su mejor sacrificio al dios del sol.

Pero en realidad lo que le pedía al astro es que bendijese al muchacho y lo protegiese para no privarle de su preciada compañía mientras les quedase un soplo de vida a los dos.

Y vendrían otras hazañas y más peligros tendrían que arrostrar los guerreros a lo largo del tiempo. Y en la memoria de las gentes seguiría viva la leyenda del bosque negro y de un bravo conde llamado el feroz y aquel mancebo hermosísimo que lo amo; y amarlo fue su razón para existir.


miércoles, 6 de noviembre de 2013

Capítulo XCIX

Lágrimas le costó a Ubay asumir la noticia y mucho más la boda de Sergo.
No era lógica su angustia si se tenía en cuenta que su primer amante tenía cuatro esposas y veinte concubinas y varias esclavas a las que usaba cuando le apetecía acariciar y poseer el cuerpo de una mujer.


Eso era lo propio entre los nobles señores de la corte de Fez o de Marrakech , puesto que su posición y riquezas les permitían adquirir doncellas y mantener harenes bien nutridos de bellas mujeres.
Y ello no quitaba que luego gozasen con jóvenes efebos y deseasen usarlos para sus más refinados placeres.

Su antiguo amante se follaba a Ubay con frecuencia, pero era mucho mayor el número de veces que lo penetraba Sergo; y no solo eso, sino que lo gozaba hasta con verlo y besar al muchacho mientras éste le contaba cosas de su tierra, o el noble guerrero le relataba aventuras de sus tiempos más mozos, o siendo ya caballero al servicio del conde.

Y ni cortejar a Blanca, ni cumplir con ella como un obsequioso marido impidieron que Sergo bajase las dosis de polla y leche al chico.
Y eso se lo hacía ver Guzmán a Ubay, cuando lo veía cabizbajo y lloroso, y le repetía sin parar que el matrimonio del conde no le privaría de su amor ni de gozar cada noche en la cama de su señor.
Solamente debía esperar preparado y ansioso a su amoroso dueño cada noche o recibirlo a cualquier hora del día si venía a buscarlo para disfrutar de su cuerpo y amarlo como antes de estar casado.

Pero siempre es más fácil decir las cosas que acomodarse a situaciones que crees que limitan la felicidad que ahora disfrutas.
Y por eso a Ubay le costaba entender la vida sin estar con Sergo ni un solo minuto, porque lo adoraba y lo amaba y deseaba más que al otro amante que había tenido.
Para él, Sergo lo era todo y nada valía si no venía de la mano de ese hombre que había sabido enamorar perdidamente a este muchacho.
Y ahora estaba la esposa.
Y Blanca conocía la relación de Sergo con el rapaz y la aceptaba porque su marido también supo darle la atención y el amor que ella necesitaba, sin regatearle ni besos, ni caricias, ni momentos de gozo y de ilusión.

Sergo era el mejor amante para Ubay y el marido más cariñoso y galante conque la joven mujer pudo soñar.
A ella la amaba derramándose en deliciosas atenciones y acogiendo el cuerpo de la joven entre sus brazos para arroparla y poseerla con una delicadeza inimaginable en un rudo y fornido soldado.
Para Blanca, Sergo era el macho perfecto y no le importaba en absoluto compartirlo con ese bello joven que sabía hacer tan feliz a su marido.


En el castillo del conde volvía a reinar la calma después de tanto ajetreo que supuso la ceremonia de los esponsales de Sergo y Blanca.
Fue un día grandioso en la vida de todo ellos, pues los padrinos fueran el conde y la condesa y, además de Iñigo, que era el cabeza de la familia de la novia, como invitados de honor acudieron a la boda el noble Ramiro con su amado Ariel, que asistió vestido como un príncipe sin que le faltasen las más exquisitas ropas y alhajas.

Ubay también se vistió de gala y tan ricamente como la propia desposada y estuvo al lado de Sergo durante toda la ceremonia en calidad de paje, aunque todos los asistentes sabían de sobra que él también era otro contrayente en ese enlace.
Sergo se unía a los dos sin anteponer a ella antes que al otro, ni a su amado por delante de su esposa.

El único que faltó oficialmente al casorio fue Guzmán, que solamente pudo ver el casamiento desde una celosía al lado del coro del oratorio del castillo.
Desde allí vio a Sergo contraer el compromiso más importante de su vida con la bella hermana de Iñigo, puesto que suponía el paso decisivo para asegurar la sucesión de dos casa nobles.
La suya y la de su cuñado el hermoso conde de Albar.
El dulce y hermoso muchacho que tuvo el honor de ser el primero en compartir la esclavitud con el mancebo para servir al conde feroz.

Mas Iñigo no viniera solo al castillo para asistir a la boda de su hermana.
Al divisar desde las almenas las enseñas del joven conde, también pudieron distinguir que a su lado cabalgaba erguido y orgulloso un apuesto guerrero de piel morena y cuerpo fornido.
Se cubría con un yelmo con adornos dorados y plumas de faisán como cimera.
Y su pecho lo cubría un peto brillante como un amanecer de verano y recamado en plata para hacerlo más elegante y vistoso.
La visera levantada deja ver el rostro del joven soldado y el conde y su alférez mayor pudieron comprobar que ese altivo jinete no era otro que Falé.

Hacía caracolear un hermoso pura sangre enjaezado con borlas rojas y doradas y por su aspecto y seguridad junto al noble y joven conde, su señor, se diría que ya era por lo menos su lugar teniente además de su amante.
Y quien así pensaba no se equivocaba en absoluto, porque Falé terminó rindiéndose al atractivo de Iñigo y se enamoró del muchacho con tanta fuerza o más que el otro se prendó de él, una vez que logró dominarlo y hacerle pasar por el aro de su poder.
Y más que su esclavo ahora era su dueño por el amor y la pasión que los unía a los dos.

Falé guardaba a Iñigo como el más celoso vigilante al que encomendasen la custodia de la favorita de un sultán.
El bello mozo de cabellos rubios se convirtiera en la razón de vivir del viril soldado berberisco y ya no concebía un solo día sin besar sus labios y tener entre sus brazos el precioso cuerpo de su amado señor, ni mucho menos no entrar en su cuerpo clavándole la verga hasta el fondo del alma.


Y muchas de las mujeres del castillo vieron a ese macho con ojos lascivos y el deseo carnal a flor de piel.
Pero la polla y los cojones de ese mozo ya estaban acaparados por otro agujero que no dejaría que nadie le quitase ni una sola gota de la leche de ese bello ejemplar.
Iñigo lo amaba y le había colocado en la más alta posición dentro de su corte de caballeros, pero no por ello dejaba de ser suyo y nadie más tenía derecho a usarlo ni a disfrutarlo como él lo hacía.
E Iñigo también aprovechaba la misma ceremonia nupcial de su hermana para contraer su propia boda con su valiente y adorado Falé.

Y así eran tres los matrimonios, pues para Sergo era doble al desposar a Blanca y a Ubay; y además Iñigo se unía a Falé para el resto de su vida.
Y todos echaban de menos al mancebo que miraba todo aquello con los ojos llorosos por la emoción.

Y Ramiro, al decir los votos los contrayentes, miró a su amado y éste no pudo contener la emoción y le saltaron las lágrimas, pues comprendió que con esa mirada tan tierna, su amante lo desposaba también; y serían cuatro las bodas.

Sergo supo como tranquilizar la zozobra de Ubay.
Y tras la noche de bodas con Blanca, fue en busca del chico y lo desnudó él mismo para acostarlo en la cama.
Se acomodó a su lado y comenzó a besarlo y tocarlo por todas partes, mientras le decía: “Quiero que sepas como amé a Blanca la pasada noche... La desnudé, como acabo de hacerlo contigo y la cogí en brazos, como a ti, para llevarla al lecho. Me recliné de lado también y la besé largo rato y acaricié su cuerpo, igual que estoy acariciando el tuyo. Ella suspiraba, como tú suspiras ahora. Y fui bajando con mi boca por su cuello hasta llegar a sus senos y chupé sus pezones, agudos como punta de flecha, y aprecié con mis manso su tersura y redondez, como palpo tu pecho y juego con tus pezones tan tiesos y duros al sentir el contacto de mi lengua o mis dedos... Y seguí mi camino hacia el vientre de mi esposa, como sigo hasta el tuyo y lo beso y lamo para ponerte muy caliente antes de llegar a tu sexo. Y si a ella se lo lamí, para hacer más suave la penetración, y se aferró a las sábanas con las uñas, como haces tú también, a ti te lo mamo para saborear tu jugo y ponerme cachondo como un burro para que mi verga se ponga muy grande y tiesa y se te clave por el culo como a ella se le metió por el coño, aunque con más fuerza y de un solo golpe para que notes bien adentro la punta de mi capullo... Porque tú eres un hombre y al follarte debes aguantar envites más potentes y rotundos que una mujer al cubrirla con el fin de satisfacernos ambos y procurar dejarla encinta. Pero antes de sodomizarte con toda mi energía y ansia de poseerte, he de llenarme más de tu olor y ser dueño de todos tus sentidos para dejarte a mi merced y notar que gozas tanto o más que cuando llegue a entrar por tu ano y roce tus entrañas con mi polla para preñarte como la preñé a ella también”.


Y fue el mejor polvo que le habían metido a Ubay hasta el momento.
Tanto que el chaval se corrió dos veces seguidas antes de que Sergo acabase dentro de sus tripas.
Y no le importó al chico andar con las patas abiertas al día siguiente soportando las bromas de Guzmán y las risitas nerviosas y mordaces de los eunucos.
Era dichoso en grado superlativo y ya tenía claro que el matrimonio de Sergo y Blanca no mermaría en nada la pasión de su amante, ni la frecuencia para montarlo como a una perra siempre hambrienta del sexo de su macho.

jueves, 31 de octubre de 2013

Capítulo XCVIII


 Una atmósfera densa cargada de aromas a incienso y perfumes orientales flotaba dentro de la sala secreta del panteón erigido al borde del bosque negro.
Guzmán había esperado a los condes tapado simplemente con la sutil tela de un blusón carmesí y, al verlo, la condesa no reprimió su ansia de besarlo y acariciar sus cabellos bajo la libidinosa mirada de su esposo, que deseaba vehementemente poseer a esos dos seres que tanto amaba.


Pronto los tres estaban desnudos y el conde mandaba y templaba la faena de manera magistral, dosificando las caricias sobre la piel de ambos jóvenes, o la sonoras palmadas en esas nalgas redondas que ambos ofrecían a su señor.
Nuño y sus dos amores, se besaron por todas partes y lamieron todos los rincones de sus cuerpos, para llegar a un éxtasis sublime con cada iniciativa que el dueño de las dos bellas criaturas llevaba a efecto para lograr el mayor placer para ellos y para él mismo.

Sol se moría por el sabor del pene del mancebo y lo engullía glotona para extraerle el jugo cuando su dueño y esposo la follaba por detrás azotándole el culo y montándola como a una potra.
Ella le comía la polla al chico y suplicaba con gemidos que Nuño le diese más fuerte y se la clavase sin piedad, tragándose por la boca la vida del mancebo que no podía aguantar más tiempo sin dejar que su semen alimentase a la dulce dama que estaba a cuatro patas ante él.

El conde ya le diera por el culo al muchacho después de que Sol le lamiese el ojete para lubricárselo, pero parecía que a ninguno le era suficiente y los poseídos maullaban como gatas en celo para que el macho las saciase; y el potente semental exigía la entrega y sumisión de la hembra y el otro macho usado como mujer para entrar con su verga dentro de sus cuerpos y moverla unas veces lentamente y con suavidad y otras forzándoles a abrirse más de patas para llegar hasta el fondo de sus almas con intención de preñarlas.


Sol se llenaba los sentidos de aquellos olores que adoraba al recorrer el cuerpo de ese joven muchacho al que amaba sin pudor. Miraba sus ojos y se extasiaba cegada por el brillo de sus pupilas. Y al rozar los labios de Guzmán, a Sol se le abrían las puertas del cielo como preludio a un beso que le sabía a ambrosía y a gloria. El chico no rechazaba a la mujer y la quería y también deseaba tocarla y besar sus pechos acariciándole las caderas, pero temblaba y se estremecía de forma especial al sentir en su piel las manos o la boca de Nuño; y su carne se moría por ser sobada por esas fuertes y poderosas manos de su amante.

Nuño estrechaba al mancebo y a Sol y le decía lo mucho que los amaba y necesitaba para poder seguir llevando sobre los hombros la pesada carga que le imponía su posición y linaje.
Y Sol y Guzmán demostraban a su amo que la vida para ellos era servirle y adorarlo sin pensar en nada más que darle cuanto él quisiese obtener de sus cuerpos y espíritus.
Sólo eran prolongaciones del gozo de su señor y con su orgasmos llegaban los dos esclavos al límite del delirio para acompañarlo si a él le complacía verlos gozar también.
Permanecieron en ese pabellón de amor y lujuria hasta el anochecer y se amaron hasta el agotamiento para llenarse con la esencia que brotaba de ellos mismos.

El conde acompañó de nuevo a su esposa al castillo y el mancebo se fue a la torre donde le aguardaban los dos eunucos para atender su cuerpo y dejarlo listo para volver a ser disfrutado por su amo si antes de dormir quería saborear las mieles de ese cuerpo hermoso siempre dispuesto a saciar el apetito de su señor.

Ubay se apresuró a ir a los aposentos de Guzmán y preguntarle por Sergo, pero el mancebo sólo pudo decirle que no desesperase y tuviese presente en todo momento que su amante era un noble señor con ocupaciones y asuntos importantes que atender; y a ellos, como obedientes amados que eran de sus machos, tan sólo debían esperar a que éstos los tomasen y aliviasen sus cargados cojones dándoles por el culo y palpándoles el cuerpo por donde les diese la gana a sus amos.

Verdad era que Ubay no era esclavo de Sergo, porque el noble caballero prefería amarlo siendo iguales, pero en su relación no cabía duda que el fuerte era quien adoptaba el papel de macho y poseía al otro como a una dócil hembra.
Y al mancebo le preocupaba como se tomase Ubay el posible matrimonio de su amante.
Ya le hablara el conde y Sol de esa posibilidad uniendo a la familia de Iñigo con Sergo por medio del matrimonio de éste con Blanca.
Y si bien a Guzmán le pareció buena esa idea, no sólo por crear lazos de unión más firmes entre sus dos compañeros, sino también porque enseguida se imaginó la posible llegada al mundo de unos preciosos niños que se pareciesen al padre o a la madre; y por extensión, pudiera ser que algún machito fuese tan hermoso como el tío, sin dejar de ser tan fuerte y aguerrido como ese rubicundo mozo que los engendraría en el vientre de la hermana de Iñigo.

Podrían ser tan bellas esa criaturas, pensó Guzmán.
Pero seguramente Ubay se vería postergado al cederle un sitio a Blanca en el corazón de Sergo y sentiría que a él se le destrozaba temiendo perder el amor y el deseo de su amante.
Para el mancebo no era un problema ni sentía celos por el hecho de que Nuño amase a Sol y le gustase follarla; aunque todavía recordaba lo que sufriera cuando el conde le dijo que debía de contraer matrimonio con ella.
En un principio y hasta que no conoció a Sol, se le cayó el mundo encima y le parecía que su amo lo dejaría de lado prefiriendo estar con su esposa.
Mas no fuera así y al contrario de lo que temía, Nuño lo deseó con más fuerza y le hizo sentir con más ímpetu tanto su polla dentro del culo como ese amor enorme que les abrasaba el corazón a los dos.
Y estaba seguro que con Sergo sería igual y a Ubay no le faltaría ni sexo ni el calor del amor de Sergo.
Pero tendría que ser el noble mozo de fornidos brazos quien le hablase a su amado y le convenciese con besos y polvos que nadie ni nada lograría desplazarlo ni un ápice tanto de su lecho como de su alma.

Y por otro lado estaba Blanca.
Y ella tendría también que comprender la situación que creaba ese matrimonio en la vida de Sergo y adaptarse a ella como hiciera la condesa en su momento.
Es cierto que Sol se enamoró perdidamente del mancebo y aprendió a querer y sobre todo desear a su esposo, pero con Blanca no podía saberse a priori como respondería ante una realidad que le impondría compartir al marido con otra persona y concretamente con un hombre joven y muy hermoso.
Y, lo que sería todavía más problemático, que ella aceptase de buen grado entregarse al marido al mismo tiempo que lo hiciese Ubay.
Es decir, que Sergo quisiese follar con los dos juntos y montarlos alternativamente como a dos yeguas maduras para criar.
Aunque sólo de una obtenga la deseada prole que garantice la perpetuación de la casa y estirpe con la sangre mezclada de los dos caballeros que tanto placer supieron darle al conde feroz mientras fueron sus esclavos junto al mancebo.

El devenir de los acontecimientos dirían que pasaría si llegase a celebrarse esa boda y de que manera reaccionarían tanto la bella dama como el joven Ubay ante el doble vínculo que se crearía entre ellos y Sergo.


Guzmán también creía sinceramente que Sergo era capaz de amarlos a los dos y tenerlos contentos en todos los sentidos, pues su capacidad de amar, física y espiritual, era inmensa y tan fuerte como sus músculos.
Sergo era todo un hombre; y considerando el asunto fríamente, también sería una lástima no aprovechar la leche de ese semental para algo más que alimentar el vientre de su amado.
El mancebo daba por hecho que de Blanca y ese macho saldrían unos preciosos cachorros, dignos sucesores de una baronía y un marquesado.
Sin olvidar que resultaba más difícil e improbable que Iñigo tuviese descendencia directa, casándose con una mujer, pues su inclinación sexual no sólo estaba definida enteramente hacia otro hombre, sino que, además, se decantada en él una atracción mucho más fuerte por un macho viril que lo poseyese.
Y el condado que ostentaba el hermoso y rubio muchacho necesitaba también un heredero que mantuviese el linaje de su noble familia.

sábado, 26 de octubre de 2013

Capítulo XCVII

 A Guzmán se le hizo corto el resto del viaje hasta el estrecho y la travesía a la otra rivera para arribar a las costas de Algeciras, puesto que teniendo en exclusiva las atenciones de su amo, al chico le parecía tocar el cielo con las manos sin necesidad de otras alas que la verga de su amante en el culo.


 Y Nuño estaba satisfecho de follar solamente a su mancebo y su buen humor era prueba palpable del estado de ánimo alegre con que el donde se despertaba cada mañana y volvía a recuperar plenamente esa alegría a media tarde cuando paraban para hacer un alto en el camino y recomponer los miembros doloridos por las fatigas del viaje, pues siempre hacía un hueco para volver a clavársela en el ojete a su amado esclavo, dándole la misma oportunidad a Sergo para gozar del culo de Ubay.

Y yendo hacia Sevilla les salió al paso un jinete que portaba una carta del rey, que se la entregó al conde tras varias reverencias y muestras del más servil respeto hacia su persona.
Nuño leyó la misiva de inmediato y solamente le dijo a Guzmán: “Tu tío nos espera en Saracatín”.
Y el esclavo preguntó: “Y dónde queda eso?”
“En el bajo Guadalquivir. Es una aldea en la que hay un pequeño castillo, conquistado por tu abuelo Don Fernando, que tus antepasados árabes llamaron Al-mudeyns”, contestó el conde.
“En esa lengua quiere decir pequeña aldea”, añadió el mancebo.
Y el conde le aclaró: “En realidad es un pueblo de paso para los viajeros camino de Sevilla. Supongo que el rey estará allí con Doña María y prefiere vernos sin protocolo y esas zarandajas a que obliga la corte”.


Nuño volvió grupa hacia atrás y gritó: “Sergo, apretaremos el paso para llegar cuanto antes junto al rey. Nos encontraremos con su majestad antes de llegar a Sevilla”.

Sin pompas, sin ceremonias y como recibiría un padre a su amado hijo, Don Alfonso se mostró emocionado al ver a Guzmán y abrazarlo besándole en las mejillas y diciéndole lo mucho que se alegraba de verlo de nuevo, porque cada vez echaba más de menos a ese mozo que tanto le recordaba a su hermano más querido, el difunto infante Don Fernando.
A Doña María le complació enormemente besar al sobrino de su amante, al que encontró mucho más atractivo que antes, y ser otra vez la anfitriona para agasajar al conde y a sus acompañantes, Sergo y Ubay.

El rey confirmó al valiente amigo vikingo de Guzmán en los títulos otorgados por el conde y añadió, como recompensa de sus servicios en tierras africanas, el de marqués de Sarto, concediéndole tierras en el antiguo reino de Galicia, de donde era oriundo el muchacho.
Pero Sergo, que no tenía la menor intención de abandonar al conde y a Guzmán para atender personalmente tales propiedades, agradeció encarecidamente al soberano sus dádivas y quiso renunciar a esas prebendas reales.
Mas Don Alfonso no aceptó su renuncia y le anticipó que las regalías que le daba le proporcionarían medios sobrados para su subsistencia, cobrando las correspondientes rentas y otras gabelas a los colonos y siervos de la gleba que cultivaban esos campos y apacentaban en ellos el ganado.
Sin ir nada más que a recaudar sus tributos, sería un noble rico y podría llevar una vida acorde con su estatus social.
Y el conde le animó diciendo que todo eso no implicaba que dejase de estar a su lado, pues también tenía que cumplir con sus cargos de lugarteniente de sus tropas y alcaide de la torre del bosque negro, en donde viviría junto a su amado Ubay, compartiendo esa dorada jaula en la que eran completamente libres de todo tipo de ataduras, sin más sujeción que sus propias cadenas impuestas por el amor y la dedicación entre amantes.

Pasaron varias jornadas hasta que alcanzaron con la vista la fortaleza del conde, en cuya torre del homenaje ondeaban sus pendones, y al sonido del cuerno respondieron desde las almenas haciendo sonar las trompetas que anunciaban la llegada del señor.

Doña Sol no podía contener la emoción y sus lágrimas corrían por sus mejillas, casi sin poder creer que por fin estaría otra vez con los dos hombres que amaba.
Blanca la agarró de la mano para ayudarla a bajar la escalinata principal, pero al ver a su marido sin el bello mancebo, que tanto deseaba, la condesa no pudo evitar sentirse desfallecer y detener su carrera sin darse cuenta que la ausencia de Guzmán era obligada mientras tuviese que mantener oculta su identidad.


Nuño fue a su encuentro, juntándose en un apretado beso cargado de nostalgia y deseos de amor.
Y Blanca ordenó al haya que acercase a los niños para que besasen a su padre y a Nuño se le humedecieron los ojos al verlos tan bonitos y más crecidos de lo que había imaginado.
Se sintió orgulloso de su prole y alzó en brazos a la niña, que se reía como unas castañuelas al estar con su padre.

Luego puso las manos sobre los hombros del niño, su primogénito y heredero, y le preguntó: “Todo en orden en nuestras posesiones, hijo mío?  Veo que has suplido mi ausencia con tanto celo que se diría que el señor nunca estuvo fuera de sus tierras. Estoy orgulloso de ti, por que sé que tengo un firme apoyo en tu brazo”.
Y besó la mejilla del hijo, que no cabía en la camisola henchido como un pavo por las palabras de su padre.

Guzmán, con Ubay y un reducido grupo de jinetes compuesto por los dos eunucos y los imesebelen que todavía permanecían a su servicio, iba camino del bosque negro para encerrarse en la torre y esperar más tarde el encuentro con Sol y su amante en el panteón erigido en su memoria.
Y su deseo más ferviente hubiera sido besar a su querida Sol y después esperar que tanto el niño como la hermana se lanzasen a sus brazos para estrujarlos a besos y carantoñas como si él fuese tan pequeño como ellos.
Sin embargo, su secreto le imponía esas restricciones y tendría que aguardar el momento propicio para estar con ellos y mostrarles el inmenso cariño que les tenía.

Pero hubo unas miradas no previstas de antemano en el encuentro del conde con su esposa e hijos, que se produjeron al ser presentado el bravo barón de Lanzón y marqués de Sarto a Blanca, la hermosa hermana de Iñigo.
Los dos jóvenes se fijaron uno en otro y sin palabras se dijeron algo más que las consabidas frases de salutación entre dos personas que acaban de conocerse.
Dio la impresión que una chispa saltaba al roce de sus dedos al besarle la mano el joven a la bella muchacha.
Quizás la chica le recordó demasiado al hermoso muchacho de cabello dorado, pues ella también los tenía de ese color, además de tener los ojos tan azules como su hermano.

El detalle no pasó inadvertido para la condesa y al quedarse a solas con su marido le hizo notar que le había parecido que entre Blanca y Sergo podía surgir un sentimiento más profundo que la mera amistad entre dos jóvenes de distinto sexo.
A Nuño le resultó increíble que ese mozo pusiese la mirada en una mujer con alguna intención amorosa y menos sexual, pero él mismo se había casado y sin dejar de amar y desear a su amado, también amaba y le atraía la mujer que era su esposa.
Y le satisfacía follar con ella, aunque prefiriese sin duda hacerlo con el mancebo.
Y pudiera darse el caso de que Sergo también metiese en su cama a una mujer y al joven que ahora amaba, para fornicar con ambos al mismo tiempo, como hacía él con Sol y Guzmán, o por separado dándoles verga por turno, y hacer felices a esos dos seres sin dejar de amar ni desear a ambos.


Si el conde lo hacía sintiendo un placer diferente y tan intenso como estando con el mancebo, Sergo tenía que conseguir igual gozo con Blanca y Ubay para disfrutarlos como mejor le pareciese.
Y así todo quedaría en familia y los lazos entre la casa del conde y las de Iñigo y Sergo se reforzarían y estrecharían para siempre.
Y Nuño entreveía ya una solución perfecta en esa unión entre Blanca y Sergo.
Ella era muy bella y dulce y él muy varonil y de un atractivo poco común y tan deseable para una mujer como lo era para cualquier hombre que supiese apreciar la hermosura de un buen macho.

Sería una cuestión que habría de madurarla y consultarla con Guzmán, además de contar con la opinión de Iñigo, que, como cabeza de familia, debería autorizar la boda de su única hermana.

Sergo, con sus títulos de nobleza y posesiones, era un excelente partido para la chica, además de que ella contase probablemente con una considerable dote a cargo de su hermano y también del conde, pues le prometiera a la condesa que cuando Blanca se casase la dotaría como si se tratase de su propia hermana.
Mas lo primero que urgía al conde y a la condesa era ir al panteón a ver al mancebo y disfrutar los tres de una larga velada de amor y sexo.
Y dejaron solos al valiente guerrero y a la joven dama, que sentados en un bancal de uno de los patios del castillo, a la sombra de un fresno, daban pábulo para suponer a quien los veían que entre ambos estaba a punto de surgir un tierno idilio.


Y posiblemente Sergo se sentía atraído por la frágil figura de la chica y ese par de senos redondos como manzanas que apuntaban en su pecho y lo seducían los jugosos labios de la muchacha, que además de hablarle con dulzura, no dejaban de sonreírle de una forma encantadora.

Acaso al mozo se le olvidaba que en la torre del bosque negro lo esperaba su amado Ubay con el culo hirviendo para que se lo aliviase con una tremenda follada, prefiriendo quedarse al lado de esa joven de lindos cabellos y mirada expresiva y cautivadora?
Si fuera así y Sergo se encandilaba perdidamente con la moza como para dejar de lado al otro chaval que lo adoraba, sería un duro palo para éste en medio de las costillas, ya que para el muchacho Sergo lo era todo y aguardaba impaciente que fuese a su lado para verse entre sus brazos y sentir el calor de sus besos.

martes, 22 de octubre de 2013

Capítulo XCVI


Miraba el rutilante tintineo de las estrellas, sentado sobre la arena fría de la madrugada, y hacía balance de los últimos días pasados con su amo en Marrakech y las pasadas jornadas de marcha de vuelta al estrecho, después de separarse del príncipe Nauzet, que siguiera el camino hacia Fez para entregar a Yuba a su padre.
El conde decidió redactarle una misiva al padre del chico, devolviéndoselo sin más condición ni compromiso por parte del noble berberisco, que hacer cuanto en su mano estuviera para evitar que las tropas del sultán Abu Yahya ben Abd al-Haqq, señor de Fez, cruzasen el estrecho para hostigar al reino de Castilla y asolar sus tierras quemando cosechas y matando indiscriminadamente a sus habitantes, sin diferenciar a los hombres de las mujeres, ni los niños o los ancianos.


Esas razias de castigo entre reinos siempre eran terriblemente crueles con los más débiles y desprotegidos, causando más destrozos y miseria que beneficio y provecho para el atacante; pero el ansia de botín entre los guerreros y el sueño de poder de sus señores, unas veces, y otras la de la simple venganza o el odio entre pueblos, les llevaba a sacrificar vidas sin pararse a pensar las consecuencias casi siempre terribles que conllevarían tales acciones.

Y el mancebo pensaba y también rememoraba el intenso amor y la fuerte pasión conque su amo lo había poseído unas horas antes hasta hacerle sangrar por el ojete y notarlo tan ardido y dolorido que le costaba trabajo estar sentado; y agradecía al frío suelo que le aliviase las venturosas molestias que sentía en el culo.

El conde dormía a pierna suelta, tras vaciar sus cojones dentro del esclavo, follándole tanto la boca como el precioso trasero que el chaval le ofrecía para su disfrute, y ahora sólo miraba al cielo estrellado y soñaba y deseaba que el resto de su vida siguiese siendo tan feliz como hasta ese momento.

Ninguna pena padecida podía empañar el brillo de las alegrías vividas al lado de su señor y amante. Ni nada lograría acabar con esa dicha que diariamente le daba su dueño al tocarlo y besarlo con la mayor de las ternuras, así como usarlo con fuerza y sin miedo a lastimarlo para gozar más y mejor de su cuerpo y su alma.
Echaba de menos a esos compañeros que sirvieran al conde igual que él y que ya no estaban con ellos; pero entendía que también merecían la dicha de sentirse amados y saber que eran únicos para otros muchachos que los deseaban y querían con toda la fuerza de su corazón.
Y al que más extrañaba era a Iñigo, ya que estuvieran más tiempo juntos, y dado que a Sergo lo tenía todavía cerca y tan sólo con verlo y hablarle le bastaba para notar el calor de su afecto y saber que siempre sería suyo y lo llevaría clavado en lo más profundo de su alma.

Sergo dormía con su amado en otra jaima y por los suspiros y gemidos del otro chaval se podía asegurar que habían tenido una noche muy movida y plena de satisfacciones mutuas.
Seguramente el agujero del culo de Ubay estaba tan esforzado e irritado como el de Guzmán, pero el chico debía dormir muy pegado a su amante y en sueños ya estaría ansiando que Sergo lo apretase de nuevo contra su vientre y se la metiese por detrás para volver a preñarlo antes de que el día amaneciese por completo y tuviesen que levantar el campamento para continuar el viaje al estrecho.

Pero Guzmán se preguntaba cómo le iría a Nauzet y a Yuba, pues estaba convencido que entre los dos surgiera también un amor tan grande como para impedir que esos jóvenes, deseosos de ser felices, quisiesen separarse y proseguir caminos distintos.
Para el mancebo estaba claro que Nauzet se había dado cuenta que Yuba le gustaba y le atraía como nadie lo había hecho antes; y a Yuba le sorprendió ese refinado atractivo del príncipe que en lugar de aminorar su virilidad, le daba un extraño poder para dominar y subyugar la voluntad del joven y sentir que sus fuerzas le flaqueaban y su pensamiento se enajenaba al verlo y sentir la proximidad de su cuerpo y su sexo.

Y en realidad a Yuba y Nauzet le iba tal y como el mancebo deseaba que les fuese.
Al quedarse solos, sin la compañía del conde y su amado y joven príncipe Yusuf, los dos se miraron directamente a los ojos y juntando sus bocas se besaron y rodaron por la alfombra de la tienda revolcándose y arrancándose las vestiduras que tan sólo ocultaban sus carnes a medias.
Y se tocaron y se acariciaron y se desearon con demasiada intensidad como para no darse cuenta que lo que surgía entre ellos era el amor.


Y se amaron y Nauzet buscó con sus dedos el ano de Yuba y lo rozó suavemente y se los introdujo despacio para dilatarle el agujero que en pocos minutos se lo iba a taladrar con su verga, clavándosela entera de un golpe que hizo gemir al chico, pero que le puso la polla tan crecida y dura como nunca antes la había tenido.
Nauzet no fue tan dulce al follarlo como fuera antes de hacerlo, pero a Yuba esa violencia y el ardor que le producía el cipote del príncipe dentro de sus tripas lo volvieron loco y su lujuria se disparó suplicándole a Nauzet que le reventase el culo y lo azotase hasta partírselo en dos, si eso le complacía.


Y el amante montó al amado con la furia de un lobo al doblegar a otro joven macho que pretendiese quitarle el puesto de líder en la manada.
Y Yuba se plegó y sometió ante la enérgica potencia de su dominador, abriéndose de patas para facilitarle más el acceso a sus entrañas, hasta que notó como lo preñaba como a una loba encelada por olor de su macho. De pronto Guzmán presintió que su amo lo llamaba y requería que volviese a su lecho y se levantó como un pájaro que levanta el vuelo alarmado por algo que puede suponer un riesgo.
Entró en la tienda y se acostó junto a Nuño otra vez.
Y el amo le preguntó: “Dónde has ido?”
 “Estuve fuera viendo las estrellas y pensando en lo feliz que es mi vida contigo, mi amo”, respondió el esclavo.
Y el señor le dijo: “No me gusta que abandones mi lecho mientras yo permanezca acostado. Debería azotarte por ello y duramente además... Pero no tengo ganas de levantarme ni de hacer más esfuerzo que no sea para sobarte y besar tus labios. Ahora sólo quiero tenerte a mi lado y ver tus ojos... Que son tan bellos y me miran con la misma inocencia que cuando te encontré en mis bosques... Nunca agradeceré lo suficiente al destino que te pusiese ese día en mi camino. Contigo renació mi alma y mi corazón volvió a amar y a desear ser amado por otro ser.... Y desde entonces has sido toda mi vida y mi deseo. Y no se puede amar con más fuerza de lo que yo te amo”.

Guzmán se abrazó a Nuño y con esa mirada punzante como afilados puñales que atraviesan un corazón para dejarlo herido de amor, le dijo a su amante: “Ni yo podré dar más gracias al cielo por haberme cazado en ese bosque el hombre que sería para siempre mi amo y señor... Y mi amante y mi vida y mi sueño y mi delirio... Que sería para el resto de vida el aire y la luz y la ilusión de mis días. El placer y el dolor por el simple hecho de darle más gozo a mi amor... Eso y mucho más era tú par mi, mi amado dueño y señor de mi existencia”.

Y los amantes tuvieron que amarse físicamente para dejar salir de sus almas el fuego en que se abrasaban.
Y el culo del mancebo sufrió un duro castigo que lo llevó en volandas a un orgasmo bestial juntamente con su amo.


La aventura en Africa se terminaba con un balance no totalmente positivo a tenor de las expectativas deseadas de antemano por el rey Don Alfonso, pero suficiente como para poder decir el conde y su mancebo que llevaran a buen término el asunto fundamental que se les había encomendado.
Y para eso resultaba inestimable el acuerdo entre ellos y el príncipe Nauzet, para que éste mantuviese viva entre los otros príncipes y nobles la idea de resistir ante el empuje del sultán de Fez, hasta que en uno de los dos reinos hubiese un hombre capacitado con suficiente fuerza y criterio para ser el único sultán.
Para convertirse en el señor de todos esos pueblos, unificando el reino en un único territorio para devolverle la gloria del antiguo califato.

Pero tanto Nuño como Guzmán y Nauzet, tenían claro que sería imprescindible la colaboración de otros nobles de la corte de Fez, pues si dejaban que un afán desmedido de conquista les empujara a cruzar el estrecho para reconquistar viejas glorias y tierras que ya pertenecían a otros dueños y señores, esa quimera pudiera suponer el principio del fin del sultanato berberisco, porque si llegaban a sufrir otra derrota ante los ejércitos unidos de los reinos cristianos, tan contundente y desastrosa como la que vieron las huestes del gran califa y abuelo del mancebo en las Navas, ya no sería posible recomponer sus tropas como para intentarlo de nuevo, ni el ánimo de sus guerreros estaría en las necesarias condiciones de enfrentarse a más batallas sabiendo de antemano que el éxito les sería esquivo.

Por el bien de almohades y benimerines no sólo era necesaria la paz entre ellos, sino también dejar de aspirar a lo que ya no les sería dado tan fácilmente como a los primeros invasores árabes que entraron en la península haciéndose dueños del reino de Hispania, casi sin resistencia de sus moradores, un tanto hartos de las disputas caseras de sus amos visigodos.
Y en ese punto entraba la colaboración de Yuba para lograr que su padre mantuviese con firmeza sus propias opiniones a cerca de no invadir los reinos al otro lado del estrecho y procurar convencer de ello al mayor número de nobles y príncipes del sultanato de Fez.


Y ese objetivo si lo habían conseguido el conde y su mancebo como broche a su viaje por la tierras de los pueblos del desierto.
Su señor el rey de León y Castilla podía estar contento y orgulloso de sus dos embajadores y satisfecho con los logros conseguidos por ellos en sus negociaciones con los reinos musulmanes del otro lado del mar.

martes, 15 de octubre de 2013

Capítulo XCV


Estaban el conde y Nauzet conversando en uno de los más bellos patios del palacio del sultán, tratando de asuntos de política y la estrategia a seguir para lograr que ese sultanato no sucumbiese al empuje incansable de los benimerines, que desde Fez hostigaban a ese reino con la intención de tomarlo y unificar bajo el mismo rey todos los pueblos y ciudades del antiguo califato, cuando vieron venir, como dos bellas apariciones de un paraíso más soñado que prometido, a dos jóvenes vestidos con livianas túnicas abiertas por delante, que mostraban a los ojos de quienes los viesen sus esbeltos cuerpos algo tostados como el azúcar sin refinar.

Eran Yusuf, el príncipe de los almohades, y el nuevo esclavo del conde, que se adornaba con idénticas ropas que el mancebo.
Los dos parecían igual de importantes y estaba tan hermoso uno como el otro.
Para quien no los conociese ni supiera la condición de ambos, le sería difícil distinguir al príncipe del esclavo, ni por el físico ni por la elegancia y apostura al moverse y andar despacio hacia los dos señores, que sentados en sendos escabeles los miraban extasiados por la atractiva visión de esos cuerpos vigorosos y tan preciosamente formados.

Nauzet suspiró, reprimiendo quizás sus sentimientos o posiblemente una inclinación mal disimulada, que hasta el momento no dejaba salir de su pecho para hacerla patente a los ojos de su interlocutor, ni tampoco de los dos chavales que ya estaban a su lado.
Y el conde le instigó a pronunciarse y le preguntó maliciosamente con cual de los dos muchachos se quedaría si estuviese en su mano elegir a uno para su placer.

El noble príncipe Nauzet no pudo impedir que un rubor colorease sus mejillas, ni tampoco que bajo su túnica se insinuase una incipiente erección.
Y ante la insistencia del conde, tuvo que escudriñar en su mente unas razones que le dejasen en buen lugar, sin necesidad de mentir demasiado, ni quedar como un tonto que pretende ocultar lo que ya era evidentemente por la posición de su pene que levantaba como una descarada jaima la seda de sus ropas.

Y salió como mejor pudo el príncipe, diciéndole al conde: “Señor, cualquiera de esos dos jóvenes sería el mejor regalo para mis sentidos y mi corazón llegaría a amarlos como nunca quiso a otro ser hasta este día, que luce más que cualquier otro anterior al complacerse en ver dos criaturas que podrían mover el mundo y a cualquier hombre que lo gobierne si ellos se lo propusiesen... Sé, sin embargo, que este hermosísimo príncipe que os ama, no ambiciona más que estar con vos y daros toda la felicidad que pueda alcanzarse en esta vida; por lo que pretender su favor, cuando no su amor que sería imposible, constituiría una quimera por mi parte o la de otro hombre que lo pensase. Este muchacho, casi irreal de puro divino, es vuestro, mi estimado conde, y nada ni nadie lo apartaría de vos a no ser quitándole antes la vida. Y eso sería la mayor pérdida que sufriría mi corazón”

Nauzet hizo una pausa, posiblemente ordenando sus pensamientos y sentimientos y deseos también, y prosiguió: “Y, en cuanto al otro, a este efebo de mi raza que no había reparado en él antes de este momento, sólo os diré, amigo mío, que de haberlo visto con los mismos ojos cuando lo capturé en el desierto, no os lo hubiese regalado y ahora sería de mi propiedad para gozarlo como vos seguramente lo hacéis... Es muy bello este joven y dudo que antes de ser esclavo sólo fuese un humilde soldado más de las huestes del sultán de Fez. Más parece otro príncipe por su apostura y altivez al mirar; y ese refinamiento en sus gestos y posturas delatan en él un origen tan noble y principal que me intriga y debo confesaros, conde, que estoy muy interesado en conocer la condición y procedencia de esta criatura. E incluso me arriesgaría a decir que su padre debe estar situado muy cerca del trono del propio sultán. Y también os aseguro que podría amarlo y desearlo con tal fuerza que mi vida quedaría condicionada a la suya. Su misma existencia es un regalo para quien pueda disfrutar tan sólo con mirarlo y sentirlo cerca, aunque no llegue a rozar ni uno solo de sus cabellos”.


Yuba se puso colorado como un tomate al oír los piropos que Nauzet le dedicaba y miró al suelo con un gesto de recato que podía ser más propio de una doncella que de un valiente guerrero que ya pusiera en riesgo su vida en batalla y su virilidad en manos del amo que lo poseía.
Quizá se pensara que el dejar de ser un macho virgen ablandara su ánimo, pero no era eso la causa de su comportamiento, sino que el sonrojo tenía más relación con lo que sentía el chico por el efecto de la encendida mirada de ese otro hombre que le demostraba un deseo irreprimible de hacerlo suyo.

Yuba notó un calor en su espina dorsal que le subía desde el culo hasta el cerebro y su pene no fue insensible a la proximidad del que le decía tales palabras halagadoras.
El chico se calentó como una perra a pesar de aparentar la timidez de una gacela al olerla el macho.
Y ese aroma del sexo del joven llegó sin duda al olfato del príncipe Nauzet, porque su frente se perló de gotas de sudor y los labios le temblaban queriendo besar los del joven esclavo del conde.

Nuño, sonrió complacido al ver a Nauzet tan encoñado con el esclavo que le había regalado no hacía demasiado tiempo aún, pues vio en ese celo del noble por el chaval una posible arma para sus fines y lograr con una mayor seguridad el propósito que le llevara a Marrakech.
Y le aclaró a ese príncipe cual era la condición real del chico y quien era su padre.
Nauzet se sorprendió, no por que Yuba fuese un noble de igual condición que él, lo que ya sospechaba, sino por ser hijo de un gran señor que conocía bien y admiraba por su nobleza y honradez, con quien tuviera más de un encuentro para negociar treguas y pactos entre los dos sultanatos, que nunca duraban lo suficiente por la ambición y soberbia de sus dos señores, los sultanes.
Si de ellos dependiese, no habría guerra entre los dos reinos y hasta fuera posible llegar a un entendimiento para que tan sólo fuese uno y no dos lo señores que reinasen en todo el territorio.
Pero lo que le pareció más importante al conde y a Yusuf, al profundizar en ese asunto con Nauzet y el propio Yuba, era que el padre del chico se oponía a cruzar el estrecho y plantar batalla contra el reino de Castilla para reconquistar los territorios del antiguo califato de al- Andalus.
Y eso sí era un puntal muy importante para defender los intereses del rey Don Alfonso.

Y el mancebo vio como en una fugaz secuencia lo que pasaba en ese instante por la mente de su amo y amante; y supo que su nuevo compañero no seguiría prestando servicios a su señor.
Ese bello muchacho pasaría más pronto que tarde a manos del príncipe Nauzet.
Y a Guzmán le preocupó los sentimientos del chaval al verse tratado como una moneda de cambio, pero si algo tenía de malo la condición de esclavo, era que no les correspondía a ellos decidir a quien preferían servir ni por que macho deseaban ser montados.

Como esclavos sólo eran carne para el placer de sus dueños y su voluntad no existía ni contaba ante el deseo o capricho del señor.
Le había cogido afecto a ese mozo e iba a sentir separarse de él.
Pero ni era la primera vez que ocurría algo parecido ni seguramente sería el último compañero con el que compartiría los favores sexuales de su amo.

Un criado vino a decirle a Nauzet que requerían su presencia en la cámara del sultán.
Y Nuño, anticipando ya los acontecimientos que vendría a cambiar en breve la vida de su recién estrenado esclavo, les ordenó que lo siguiesen a su aposento.
Y nada más entrar, mandó a los otros sirvientes que los dejasen solos y los abrazó a los dos al mismo tiempo, para arrancarles después las vestiduras, haciéndolas jirones con sus manos.

Y una vez que los tuvo en cueros vivos a los dos muchachos, les besó otra vez en la boca y les agarró el culo pronosticándoles con fuertes apretones que iban a ser perforados en un instante.
Pero antes los arrodilló a sus plantas y le folló la boca por turno.


Y cuando ya su leche clamaba por salir, le pidió al mancebo que le acercase un jarro con agua fría y metió la verga dentro para enfriar su calentura y poder disfrutar más tiempo del cuerpo de sus dos esclavos.

Y primero le dio por el culo a Yuba, calcando muy fuerte para que siempre recordara como lo follaba el hombre que lo desvirgó.
Y después, al recuperarse del primer polvo con ese esclavo, penetró al otro, a su amado, y le taladró con toda su alma el agujero del culo para poner cachondo al otro joven, al que ya le babeaba el pito, y dejarlo en ascuas esperando la siguiente follada que le iba a meter otra vez.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Capítulo XCIV


Si bien los asuntos del conde se resolvían en Marrakech a su gusto; y mucho más gusto le daba Yuba cada vez que el amo le ordenaba que le mamase el cipote o pusiese el culo en pompa para penetrárselo a conciencia, para Iñigo, sin embargo, sin poder decir que las cosas le fuesen mal del todo, pues ya estaba en la corte del rey Don Alfonso con Ramiro y los había investido el monarca como conde y marqués de pleno derecho y señores de todas las posesiones, honores y privilegios que les otorgaban sendos títulos nobiliarios, el muchacho no estaba satisfecho todavía con el provecho obtenido de su fuerte y esclavo Falé.


Ramiro le aconsejaba paciencia y algo de cariño, pero él seguía los consejos que le diera el conde feroz y prefería dominar y someter al esclavo a su voluntad y hacer de él un mero instrumento para su placer.
Y por eso en cuanto le picaba el ano o su cuerpo le pedía el refresco de la leche del esclavo para apaciguar su calentura, Iñigo ordenaba que sujetasen bien a Falé con fuertes cadenas y lo excitaba hasta ponerlo cachondo, como un perro salido, y se montaba en su verga metiéndosela él mismo por el culo y follándose él solo sin que el esclavo tuviese otra intervención que mantener la polla dura y tiesa.

Y luego, una vez que satisfacía su insaciable gula de sexo, el joven noble azotaba al esclavo con una fusta que encargara hacer con ese único propósito.
Falé se sentía muy humillado al ser usado de ese modo y tratado después como un pobre animal apaleado por un amo cruel y desconsiderado.
Pero cuanto más duros eran los golpes que Iñigo le daba, antes se le volvía a empalmar la polla y el amo se encendía de nuevo al ver la excitación de su esclavo; y sin desatarlo del poste donde lo flagelaba se restregaba contra su cuerpo lastimado, loco de deseo y herido por una fascinación absoluta por ese macho que se resistía a su reconocida belleza y atractivo.
Y mandaba sujetarlo al madero de frente y con las manos a la espalda y apretaba sus nalgas contra el cipote de Falé para terminar clavándoselo en el ano otra vez.

Y el esclavo notaba que cada vez le resultaba más placentero sentir en su verga un calor y un roce brusco que le obligaban a empujar con fuerza y meterla entera dentro del cuerpo de su joven amo.
Y por mucho que lo intentase, el esclavo no conseguía impedir que sus cojones soltasen todo el semen acumulados en ellos para preñar el vientre de su señor.

Pero a pesar de esos momentos de sumo deleite en que era poseído por Falé, a Iñigo le faltaba algo más para ser feliz.
Necesitaba también sentirse amado y deseado por su macho y eso no llegaba a verlo en la mirada de su hermoso semental.
Y un día, estando a media tarde charlando con Ramiro en uno de los patios del palacio del rey, el joven marqués le dijo al bello conde que le gustaría sentir en sus tripas el grueso capullo de la verga de Falé.

Echaba de menos que otro macho le diese por el culo, porque desde que se separaran del conde Nuño, su ano no había tenido ningún visitante que le recordase el gusto de notarlo abierto e irritado y experimentar la sensación de sentirse como una verdadera puta usado por otro macho que no reparaba en contemplación alguna para conseguir su propio gozo.
De entrada Iñigo no quiso tomar en consideración la insinuación clarísima de su compañero, pero una vez que cada uno se retiró a sus aposentos e Iñigo usó a su esclavo como tenía ya por costumbre, se presentó Ramiro en sus habitaciones y al verlo desnudo y con un hilo de semen que todavía salía del culo de Iñigo, le preguntó donde estaba el esclavo y el otro señor, ya saciado y con los huevos vacíos, le indicó que estaba atado sobre el lecho, pero que ya no le quedaba leche en los huevos para poder dársela a otra zorra que tuviese hambre de macho.

Mas Ramiro ni se dio por aludido en lo de zorra, ni se detuvo en su empeño y entró en el otro aposento mirando el cuerpo desnudo de Falé, que reposaba cansado y mirando al techo, encadenado de pies y manos a la cama de su amo.
Se acercó a él y con un dedo acarició la verga todavía dura del esclavo y recogió los restos de esperma fresco que relucía sobre el glande de Falé.

Olió esa semilla y se chupó el dedo. Y dijo: “Esta tranca, que aun medio desinflada se asemeja a una maza, sólo puede apreciarse en lo que vale si se prueba y se disfruta con ella dentro del culo”.
Y sin más se puso a masturbar al esclavo con intención de ponerle el cipote erecto y servirse él mismo tal y como hacía Iñigo, según le contara anteriormente.
Iñigo vio la escena que su noble compañero estaba preparando para solazarse con el macho encadenado y también se puso cachondo como una burra al olor agrio a sexo viril a punto de empalmarse.

Ramiro empezó a despojarse de la ropa y la visión de su cuerpo logró que Iñigo se encelase apeteciendo dos rabos en lugar de uno solo.
Pero Ramiro quería sentir en su culo el cipote de Falé y en cuanto lo vio duro y más grande de lo que era unos segundos antes, se subió a la cama y se escarranchó sobre el miembro del esclavo para metérselo por el ano sin perder más tiempo.
Iñigo no perdió detalle viendo como la tranca de Falé se encarnaba hasta desaparecer del todo entre las cachas del otro muchacho y gimió ansioso por estar empalado en la polla de Ramiro mientras éste subía y bajaba ensartado por el culo en la del potente macho esclavizado.
Y tampoco esperó a que Ramiro le hiciese un gesto para clavarse en su polla y follarlo, porque Iñigo se colocó encima de su noble compañero y se sentó en su verga tragándosela por el culo.

Y la follada fue doble, pues el esclavo le daba por el culo a Ramiro y éste le estaba rompiendo el ano a Iñigo al tiempo que se impulsaba arriba y abajo para sentir más hondo la polla de Falé.
Los dos nobles quedaron preñados y tanto ellos como el esclavo secos de leche en sus cojones.
Y ya calmadas las calenturas de los dos nobles señores, Ramiro felicitó a Iñigo por ese animal sexual que le regalara el conde antes de emprender viaje de regreso a Castilla.
Y le aconsejó que cuidara bien del ejemplar y no cargase la mano al castigarlo por si agotaba sus fuerzas y debilitaba su potencia sexual.




Falé era un garañón que sería muy codiciado por cualquier tratante de esclavos para dedicarlo a la reproducción y obtener otros esclavos tan hermosos y fuertes como ese joven macho.
Y Ramiro estuvo a punto de sugerir a su amigo que podía obtener sustanciosos beneficios cediéndolo para cubrir hembras con bellos cuerpos que garantizasen especímenes sanos y por tanto valiosos para el comercio esclavista, sin necesidad de recurrir siempre a jóvenes capturados en las razias y demás acciones de guerra en tierras de moros.

Pero para Iñigo ese esclavo era algo especial y muy suyo como para utilizarlo en tales menesteres que agotasen sus reservas de semen.
Toda la leche de Falé la quería para él y el uso de su propiedad que acababa de permitirle a Ramiro no pensaba repetirlo con nadie ni dejar que ocurriese otra vez.
Falé sólo sería para su amo y su polla estaría vedada a cualquier otro ser que no fuese Iñigo.
Y en cuanto llegase a su castillo, su intención era evitar que nada parecido volviera a suceder.
Y si fuese preciso, no dudaría en encerrarlo en una cámara contigua a la suya, a la que sólo él tuviese acceso, y nunca más dejaría que nadie lo viese para evitar que otros ojos codiciosos y cargados de vicio se encaprichasen con el precioso macho.



El lo lavaría y alimentaría y lo atendería cubriendo todas sus necesidades.
Mas el esclavo viviría encadenado y oculto entre cuatro paredes sin que la luz del día rozase su piel ni deslumbrase con su brillo los ojos de Falé.
La única imagen real para el esclavo habría de ser la de su dueño y señor hasta que lograse conquistar su corazón y ese macho testarudo se encelase con él, enamorándose para el resto de su vida.
Y al quedar solos amo y esclavo, éste volvió la cabeza hacia su señor y lo vio sin odio ni desprecio.
Iñigo no se dio cuenta de esa mirada mansa de su esclavo y se dispuso a acostarse a su lado para dormir pegado a ese cuerpo que lo ataba y retenía a su vera con más fuerza que las cadenas que sujetaban a Falé al lecho de su dueño.

Iñigo se acostó de lado mirando al esclavo y le besó la mejilla como si le pidiese perdón por dejar que Ramiro lo usara como a un garañón.
Y Falé torció el rostro al lado contrario para que su amo no viese que lloraba.
El bravo guerrero cautivo nunca se permitiría tal debilidad ante el hombre que lo tenía prisionero y convertía su vida en un continuo insulto arrastrando por el fango su dignidad y su honor de noble soldado.
Su virilidad ya le importaba menos y empezaba a entender que no era un menoscabo para su masculinidad querer y desear a otro hombre si su corazón sentía un afecto profundo y su sexo se encendía consumiendo en ese otro cuerpo la pasión que devoraba su interior al estar dentro de él.

E Iñigo le agarró con suavidad la cara a Falé y le obligó a mirarle la suya otra vez.
Y notó que el esclavo lloraba y se acercó más a él para besarle los ojos y beber dos lágrimas que todavía no se desprendieran de las pestañas del macho.
Y sin preguntarle nada al esclavo ni pronunciar palabra alguna, Iñigo se volcó sobre el cuerpo de Falé y le besó la boca con verdadera pasión por primera vez.
Y el esclavo no reaccionó contra su amo y primero se dejó besar separando los labios para que Iñigo le metiera la lengua dentro.
Y al separarse el amo y mirarlo fijamente más con adoración que con animo de dominarlo, Falé levantó la cabeza de la almohada y sus labios fueron al encuentro de los de Iñigo.

Y esta vez fue él quien besó al otro muchacho y lo hizo por algo más que pura obediencia o temiendo un castigo.
El beso fue caliente y húmedo al mismo tiempo.
Y duró una eternidad.

domingo, 6 de octubre de 2013

Capítulo XCIII




Y por fin el sultán dio por terminado aquel fastuoso banquete retirándose con su séquito de eunucos, efebos, concubinas y esclavos.
Y los asistentes levantaron sus reales y también hicieron mutis con sus respectivos acólitos que les acompañaran para hacerles la cena más llevadera y agradable.
Y Así lo hicieron el conde y el príncipe Nauzet, que deseó sueños dulces al bello príncipe Yusuf y también a sus acompañantes.


Nuño cogió del brazo al mancebo y al ver que Yuba quedaba algo descolgado y los seguía detrás cabizbajo, su amo se volvió hacia él y también lo cogió con su otro brazo, diciéndole: “Ven. No te quedes detrás, porque tú ya no eres un esclavo más, sino el otro capricho de tu señor. Esta noche comenzará para ti una nueva vida en la que nunca más habrá cadenas ni anillos que ahoguen tu cuello por mucho que estén fabricados de oro. Espera a que te quite este que llevas y no habrá otra cosa que lo sustituya para retenerte a mi lado a no ser mis propios brazos”.

Y el conde abrió el aro de oro que el esclavo llevaba al rededor de su cuello y lo tiró a un rincón del patio, despreciando ese objeto que sólo era un signo de opresión.
Y, de inmediato, unos criados del sultán se lanzaron a por el collar del esclavo, pensando que sin duda ese noble extranjero estaba loco al deshacerse de algo hecho con un metal tan valioso.
Los pobres desgraciados, en su situación, no podían entender que si algo le sobraba al conde era oro precisamente.
Y, sin embargo, un buen esclavo de la talla de Yuba no era nada fácil encontrarlo, ni pagado con todo el oro del mundo.
Y eso que ni Nuño ni Guzmán sospechaban aún que el chico no era un vulgar soldado apresado en combate, sino el hijo de uno de los más destacados consejeros del sultán de Fez.

Yuba era un joven noble berberisco, cuyo padre nadaba en la abundancia y ese vástago era la niña de sus ojos y la luz que debía alumbrar su vejez dando lustre a su estirpe.
La noticia de su captura o muerte en el combate sería un duro golpe para el padre; y desde que su hijo se fuera con las tropas del sultán, no vivía aguardando el momento de volver a ver vivo a su hijo o saber que le habría ocurrido al no regresar a su casa.


De haber sido cogido como rehén, estaba dispuesto a lo que fuese con tal de recuperar a ese muchacho que era todo lo que más amaba ese noble hombre; y no repararía en esfuerzos ni oro para pagar el rescate que con tal que le devolvieran a ese hijo tan amado.
Y si quien lo retenía en su poder era ese noble extranjero al que fueron a matar para capturar al llamado príncipe Yusuf, le ofrecería lo que más de lo que pensase en pedirle y más de lo que nunca soñase ese hombre, con tal de conseguir la libertad de su precioso hijo Yuba.

Lo que no sabía el padre del chico era que el problema estaba en que el conde nunca soltaría por dinero a ese esclavo tan hermoso y que ya empezaba a saber como darle placer a su dueño.
A Nuño le gustaba sobre manera ver al chico desnudo y apreciar sus formas y tocar su piel que parecía estar espolvoreada de canela.
El aroma del rapaz excitaba al conde como lo hacía también el olor de Guzmán. Y entre esos dos muchachos el conde pensaba repartir su favores esa noche gozándolos a partes iguales.
Eran tan bellos ambos rapaces y estaban tan dispuestos a entregarse a su amo, que tendría que estar loco el hombre que renunciase a cualquiera de los dos por más que le ofreciesen fortunas incalculables.

Nuño podía apartar de si a un joven que le alegraba el ojo y le hacía vibrar su sexo con sólo pensar en poseerlo y usarlo, cuando las circunstancias propiciaban que esa separación, fuese o no momentánea, supusiese algo bueno y venturoso para ese muchacho, como ya ocurriera con otros que le sirvieron antes.
Pero por una mera cuestión crematística, jamás.
Y por supuesto que al conde le dolía desprenderse de esos jóvenes a los que sin duda amaba.
Y todavía estaba muy fresca la herida de ver partir y alejarse de él a Ramiro e Iñigo, aunque la separación de éste último sólo fuese por un tiempo.

Pero esa noche en los aposentos del palacio del sultán, Nuño veía como los eunucos desnudaban a sus dos esclavos y los dejaban listos para servirse de ellos como le gustase.
El conde presenció todos los preparativos y cuidados a que los dos castrados sometieron a ambos jóvenes, incluso la limpieza de sus tripas para no molestar con heces y malos olores el olfato de su señor.


En eso estos dos siervos eran muy habilidosos y dejaban el cuerpo de los jóvenes tan limpio y aseado por fuera como por dentro.
Y Nuño apreció mejor a la luz de unos hachones las dos bonitas figuras de sus esclavos, excitándose completamente sin necesidad de tenerlos más cerca ni llegar a tocarlos.

Y los dos chicos también se empalmaron al ver el gran cipote de su dueño levantado en armas para rendirlos en una singular batalla a pollazos en la boca y en el culo de cada uno de ellos.

Y no dedicaría su tiempo primero a Guzmán y luego a Yuba, porque los quería juntos en su lecho y puestos de bruces ofreciéndole el culo.
Y se lo sobó a los dos al mismo tiempo y les metió un par de dedos por el ano a cada uno.
Y al unísono los chicos respiraron hondo y gimieron como cachorras a las que su amo les acaricia la panza o detrás de las orejas.


Estaban encendidos los dos esclavos deseando ser montados por el dueño, mas éste retrasaba el placer de darles por el culo porque deseaba disfrutar mucho más jugando con ellos y hartándose del aroma de sus cuerpos y el suave tacto de unas nalgas que ni recubiertas de seda serían más agradables a los sentidos.
Los dos muchachos se miraban a los ojos con las mejillas pegadas a las sábanas y de sus bocas salía un intento de beso que no se decidía a avanzar los escasos centímetros que las separaban.

Y el conde, al verlos, les ordenó que se besasen y no dejasen de hacerlo mientras él no ordenase lo contrario.
Y para Yuba supuso un indescriptible e inesperado gozo sentir en sus labios los de Yusuf.
Y se calentó tanto que parecía salirle humo por ojo del culo.

Y el conde aminoró ese fuego lamiendo el esfínter del chaval y dejando que su lengua le entrase para remojar más la boca del culo.
Y Nuño le ordenó a Guzmán que le mamase la verga y la dejase muy ensalivada para que resbalase más al entrar por el ojete de Yuba.
Pero sólo le dio por el culo durante un rato al nuevo esclavo, dejándolo con las ganas cuando estaba más cachondo y se abría de patas para tragarse al amo entero si fuese posible que le entrase por el culo todo su cuerpo.
Y nada más sacarla de Yuba, le mandó a éste que se la chupase y se la preparase para metérsela al mancebo.

Y le tocó el polvo a Yusuf otro rato no muy largo, porque el conde ya le dijera al otro mozo que se pusiera a cuatro patas para recibir su cipote de golpe por el ano.
Y luego le tocaría otra vez al mancebo y luego a Yuba; y así hasta que el conde no pudiese aguantar más y eligiese en cual de los dos culos iba a dejar su leche primero.

Apuró al máximo el placer y retardó cuanto pudo el orgasmo, pero al estar dentro de Yuba no pudo retenerlo más y dejó salir por su glande dos chorros de semen que lograron que el chico se corriera de gusto al sentirlos.

Y el mancebo le pidió al amo con los ojos que al menos le dejara lamer el agujero de su compañero y saborear esa leche conque tan generosamente lo preñara.


Y fue recompensado por el amo con ese premio y también le dejó que se corriese mientras le comía el culo al otro.
Sin embargo, quizás tanto el amo como ese par de esclavos gozasen mucho más al besarse los tres juntos una vez que sus huevos estaban vacíos tras el primer asalto de la noche.

Y al terminar el segundo tiempo, después de una acometida aún más brava y duradera que la anterior, en la que terminó siendo preñado el mancebo en lugar de Yuba, y mientras volvían a besarse sus tres bocas, Yuba le dijo al conde que le permitiese decirle algo que debía saber.
Y el chico le contó cual era su verdadera condición en el otro sultanato, o mejor dicho la de su padre.
 Y llorando como un niño sin consuelo le confesó que ahora ya no deseaba ser devuelto a su casa.
Y no le ocultó al conde sus recelos a que lo entregase a cambio de un cuantioso rescate pagado por su progenitor si llegaba a sus oídos que estaba vivo y cautivo.
Le contó a Nuño y a Yusuf lo mucho que quería a su padre y cuanto lo amaba éste a él.
Pero les dejó claro que no cambiaba su situación en poder del conde por tener otra vez la vida regalada y bastante aburrida que disfrutaba antes en la casa de su padre.
Les dijo que ahora sabía lo que era el amor y sobre todo el placer.
Y no podría vivir de nuevo una existencia sin ese tipo de sexo ni estar dominado por un macho de tal virilidad como lo era su nuevo señor.
“Al fin y al cabo (dijo el muchacho) antes también tenía un amo y me ordenaba luchar por su causa y entregarle mi vida para servirlo como mejor le pareciese. Pero sin darme por el culo, pues imagino que eso sólo lo hará con los hermosos y jovencísimos adolescentes que siempre lo rodean, además de follar con sus mujeres y concubinas. Aunque parezca lo contrario, la vida en esa corte no es igual de animada para todos los jóvenes de noble estirpe... Desde la pubertad nos vigilan y nos mantienen vírgenes hasta que nuestros padres conciertan un casamiento ventajoso para los intereses de ambas familias. Es luego, al estar emancipado de tu padre, cuando en tu propia casa puedes usar y abusar de jóvenes esclavos y eunucos, o mujeres según tus apetencias. Pero lo de poner el culo al ser ya mayor de veinte años no está bien visto. Antes, siendo más joven, puede ser aceptado y siempre que seas de clase humilde. Pero un noble no debe dejar que otro macho lo use como a una hembra. Y eso a mí ya me gusta demasiado para prescindir de esa sensación que noto cuando mi amo me penetra el culo. Por eso no me gustaría dejar de servirte, mi señor”.

Esa confesión le llegó a lo más hondo del alma al conde y el mismo mancebo se adelantó a darle un fuerte beso a ese nuevo compañero que con tanta sinceridad se doblegaba a los pies de su amo y señor.
Y con lo guapo que era el chaval, cómo iba el conde a despreciar sus servicios?
 Lo sentía por el padre de Yuba, pero el chico se quedaría esclavizado a su lado, más por la fuerza de la verga que de las cadenas más gruesas que fuera posible fabricar.

La lujuria, cuando es fuerte, liga más a los seres que los lazos de sangre.
Y, entre los humanos, no hay mejor unión ni más duradera mientras no se enfríe el deseo, ni se esfumen las ganas de sexo entre ellos.