Autor

Autor: Maestro Andreas

martes, 15 de octubre de 2013

Capítulo XCV


Estaban el conde y Nauzet conversando en uno de los más bellos patios del palacio del sultán, tratando de asuntos de política y la estrategia a seguir para lograr que ese sultanato no sucumbiese al empuje incansable de los benimerines, que desde Fez hostigaban a ese reino con la intención de tomarlo y unificar bajo el mismo rey todos los pueblos y ciudades del antiguo califato, cuando vieron venir, como dos bellas apariciones de un paraíso más soñado que prometido, a dos jóvenes vestidos con livianas túnicas abiertas por delante, que mostraban a los ojos de quienes los viesen sus esbeltos cuerpos algo tostados como el azúcar sin refinar.

Eran Yusuf, el príncipe de los almohades, y el nuevo esclavo del conde, que se adornaba con idénticas ropas que el mancebo.
Los dos parecían igual de importantes y estaba tan hermoso uno como el otro.
Para quien no los conociese ni supiera la condición de ambos, le sería difícil distinguir al príncipe del esclavo, ni por el físico ni por la elegancia y apostura al moverse y andar despacio hacia los dos señores, que sentados en sendos escabeles los miraban extasiados por la atractiva visión de esos cuerpos vigorosos y tan preciosamente formados.

Nauzet suspiró, reprimiendo quizás sus sentimientos o posiblemente una inclinación mal disimulada, que hasta el momento no dejaba salir de su pecho para hacerla patente a los ojos de su interlocutor, ni tampoco de los dos chavales que ya estaban a su lado.
Y el conde le instigó a pronunciarse y le preguntó maliciosamente con cual de los dos muchachos se quedaría si estuviese en su mano elegir a uno para su placer.

El noble príncipe Nauzet no pudo impedir que un rubor colorease sus mejillas, ni tampoco que bajo su túnica se insinuase una incipiente erección.
Y ante la insistencia del conde, tuvo que escudriñar en su mente unas razones que le dejasen en buen lugar, sin necesidad de mentir demasiado, ni quedar como un tonto que pretende ocultar lo que ya era evidentemente por la posición de su pene que levantaba como una descarada jaima la seda de sus ropas.

Y salió como mejor pudo el príncipe, diciéndole al conde: “Señor, cualquiera de esos dos jóvenes sería el mejor regalo para mis sentidos y mi corazón llegaría a amarlos como nunca quiso a otro ser hasta este día, que luce más que cualquier otro anterior al complacerse en ver dos criaturas que podrían mover el mundo y a cualquier hombre que lo gobierne si ellos se lo propusiesen... Sé, sin embargo, que este hermosísimo príncipe que os ama, no ambiciona más que estar con vos y daros toda la felicidad que pueda alcanzarse en esta vida; por lo que pretender su favor, cuando no su amor que sería imposible, constituiría una quimera por mi parte o la de otro hombre que lo pensase. Este muchacho, casi irreal de puro divino, es vuestro, mi estimado conde, y nada ni nadie lo apartaría de vos a no ser quitándole antes la vida. Y eso sería la mayor pérdida que sufriría mi corazón”

Nauzet hizo una pausa, posiblemente ordenando sus pensamientos y sentimientos y deseos también, y prosiguió: “Y, en cuanto al otro, a este efebo de mi raza que no había reparado en él antes de este momento, sólo os diré, amigo mío, que de haberlo visto con los mismos ojos cuando lo capturé en el desierto, no os lo hubiese regalado y ahora sería de mi propiedad para gozarlo como vos seguramente lo hacéis... Es muy bello este joven y dudo que antes de ser esclavo sólo fuese un humilde soldado más de las huestes del sultán de Fez. Más parece otro príncipe por su apostura y altivez al mirar; y ese refinamiento en sus gestos y posturas delatan en él un origen tan noble y principal que me intriga y debo confesaros, conde, que estoy muy interesado en conocer la condición y procedencia de esta criatura. E incluso me arriesgaría a decir que su padre debe estar situado muy cerca del trono del propio sultán. Y también os aseguro que podría amarlo y desearlo con tal fuerza que mi vida quedaría condicionada a la suya. Su misma existencia es un regalo para quien pueda disfrutar tan sólo con mirarlo y sentirlo cerca, aunque no llegue a rozar ni uno solo de sus cabellos”.


Yuba se puso colorado como un tomate al oír los piropos que Nauzet le dedicaba y miró al suelo con un gesto de recato que podía ser más propio de una doncella que de un valiente guerrero que ya pusiera en riesgo su vida en batalla y su virilidad en manos del amo que lo poseía.
Quizá se pensara que el dejar de ser un macho virgen ablandara su ánimo, pero no era eso la causa de su comportamiento, sino que el sonrojo tenía más relación con lo que sentía el chico por el efecto de la encendida mirada de ese otro hombre que le demostraba un deseo irreprimible de hacerlo suyo.

Yuba notó un calor en su espina dorsal que le subía desde el culo hasta el cerebro y su pene no fue insensible a la proximidad del que le decía tales palabras halagadoras.
El chico se calentó como una perra a pesar de aparentar la timidez de una gacela al olerla el macho.
Y ese aroma del sexo del joven llegó sin duda al olfato del príncipe Nauzet, porque su frente se perló de gotas de sudor y los labios le temblaban queriendo besar los del joven esclavo del conde.

Nuño, sonrió complacido al ver a Nauzet tan encoñado con el esclavo que le había regalado no hacía demasiado tiempo aún, pues vio en ese celo del noble por el chaval una posible arma para sus fines y lograr con una mayor seguridad el propósito que le llevara a Marrakech.
Y le aclaró a ese príncipe cual era la condición real del chico y quien era su padre.
Nauzet se sorprendió, no por que Yuba fuese un noble de igual condición que él, lo que ya sospechaba, sino por ser hijo de un gran señor que conocía bien y admiraba por su nobleza y honradez, con quien tuviera más de un encuentro para negociar treguas y pactos entre los dos sultanatos, que nunca duraban lo suficiente por la ambición y soberbia de sus dos señores, los sultanes.
Si de ellos dependiese, no habría guerra entre los dos reinos y hasta fuera posible llegar a un entendimiento para que tan sólo fuese uno y no dos lo señores que reinasen en todo el territorio.
Pero lo que le pareció más importante al conde y a Yusuf, al profundizar en ese asunto con Nauzet y el propio Yuba, era que el padre del chico se oponía a cruzar el estrecho y plantar batalla contra el reino de Castilla para reconquistar los territorios del antiguo califato de al- Andalus.
Y eso sí era un puntal muy importante para defender los intereses del rey Don Alfonso.

Y el mancebo vio como en una fugaz secuencia lo que pasaba en ese instante por la mente de su amo y amante; y supo que su nuevo compañero no seguiría prestando servicios a su señor.
Ese bello muchacho pasaría más pronto que tarde a manos del príncipe Nauzet.
Y a Guzmán le preocupó los sentimientos del chaval al verse tratado como una moneda de cambio, pero si algo tenía de malo la condición de esclavo, era que no les correspondía a ellos decidir a quien preferían servir ni por que macho deseaban ser montados.

Como esclavos sólo eran carne para el placer de sus dueños y su voluntad no existía ni contaba ante el deseo o capricho del señor.
Le había cogido afecto a ese mozo e iba a sentir separarse de él.
Pero ni era la primera vez que ocurría algo parecido ni seguramente sería el último compañero con el que compartiría los favores sexuales de su amo.

Un criado vino a decirle a Nauzet que requerían su presencia en la cámara del sultán.
Y Nuño, anticipando ya los acontecimientos que vendría a cambiar en breve la vida de su recién estrenado esclavo, les ordenó que lo siguiesen a su aposento.
Y nada más entrar, mandó a los otros sirvientes que los dejasen solos y los abrazó a los dos al mismo tiempo, para arrancarles después las vestiduras, haciéndolas jirones con sus manos.

Y una vez que los tuvo en cueros vivos a los dos muchachos, les besó otra vez en la boca y les agarró el culo pronosticándoles con fuertes apretones que iban a ser perforados en un instante.
Pero antes los arrodilló a sus plantas y le folló la boca por turno.


Y cuando ya su leche clamaba por salir, le pidió al mancebo que le acercase un jarro con agua fría y metió la verga dentro para enfriar su calentura y poder disfrutar más tiempo del cuerpo de sus dos esclavos.

Y primero le dio por el culo a Yuba, calcando muy fuerte para que siempre recordara como lo follaba el hombre que lo desvirgó.
Y después, al recuperarse del primer polvo con ese esclavo, penetró al otro, a su amado, y le taladró con toda su alma el agujero del culo para poner cachondo al otro joven, al que ya le babeaba el pito, y dejarlo en ascuas esperando la siguiente follada que le iba a meter otra vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario