Autor

Autor: Maestro Andreas

martes, 1 de octubre de 2013

Capítulo XCII

A Yuba se lo follaba el conde en cada parada que hacían en el camino y al llegar por fin a Marrakech el culo del esclavo ya estaba amoldado a la verga de su amo y en lugar de dolor o rabia, el chico ya sentía un gozo especial en su interior al sodomizarlo Don Nuño.
Se estaba acostumbrando a marchas forzadas a poner el culo y a mamar aquella verga gruesa y larga sin atragantarse ni rozarla con los dientes, pues ya se había ganado más hostias de las deseable en la cara por no abrir la boca lo suficiente para chupar sin lastimar el miembro sagrado de su dueño.


Y eso le sirvió para que en las últimas etapas del viaje, aunque siguiese anillado por el cuello, no fuese encadenado al arzón de Brisa, sino que viajase con los dos eunucos y mejor cuidado por ellos que el hijo de un emir.

Guzmán de buena gana lo hubiese montado a la grupa de Siroco para que sus pies no sufriesen más la ardiente fatiga del desierto, pero, en esa comitiva, no podía dejar a un lado su papel de príncipe y abandonar la apariencia que se espera de tan alta dignidad.
Y Nauzet no perdía ocasión de estar cerca del mancebo, al que veía como la esperanza de un reino que se hundía en la desidia de sus dirigentes y la molicie de una existencia falta de sueños y aspiraciones.
Y Yusuf, como descendiente del último gran califa, tenía que representar esa función, para él incómoda, pero necesaria para los intereses de su tío y rey, Don Alfonso.
Y el que peor llevaba ese interés del otro príncipe por su amado, era el conde.
Cuando apreciaba la intensidad de las miradas de Nauzet hacia Guzmán, a Nuño se le revolvía la bilis y la sangre se solidificaba en sus venas rechinando los dientes como un lobo a punto de atacar.
Y el mancebo le rogaba calma con la mirada y le compensaba con besos esos ataques de celos que sufría su amante.
Celos infundados, bien lo sabía el conde, pero difíciles de dominar cuando veía que otro macho osaba poner sus lascivos ojos sobre el ser que más amaba y sospechaba sin ninguna duda que lo deseaba y su sueño era hacerlo suyo tomando lo que sólo a él pertenecía.
Y al estar solos el conde y sus dos esclavos, olvidaba todos esos malos pensamientos, pues no podría calificarlos de temores, y veía con agrado que Yuba y Guzmán se compaginaban perfectamente para satisfacerle y servirle.

Los dos muchachos congeniaban bien y hasta empezaba a surgir entre ellos algo más que comprensión, pues Guzmán ya sentía cariño por ese muchacho y éste agradecía al joven príncipe que fuese tan considerado con él.
Guzmán le había ayudado a aprender las artes amatorias para complacer mejor al conde y se notaba que el alumno era listo y asimilaba con rapidez las enseñanzas del maestro.
Y no podía tener mejor profesor en eso que al mancebo.
Ahora ya sabía como presionar con el ano la polla del amo cuando notaba que toda ella estaba dentro de su cuerpo; y aflojaba y apretaba con mucho tino para que el orgasmo de su señor fuese más largo e intenso.


Nuño estaba muy contento con ese esclavo y ya empezaba a aminorar el rigor de su adiestramiento y demostrarle algo de afecto cuando yacía con él o mientras lo poseía por detrás, cogiéndolo al estar de pie haciendo sus tareas en la gran tienda del amo, o contra alguna palmera si se encontraban en un palmeral y al conde le apetecía clavársela de repente.

La corte del sultán Abu Hafs Umar al-Murtada se volcó para recibir con toda pompa y esplendor al nieto del gran califa, a pesar que para el monarca ese joven príncipe venido de otras tierras era más un incordio y una molestia que debía soportar que un verdadero placer como para estar encantado de tenerlo en sus dominios y mucho más en su palacio.
Pero su controvertida posición entre sus nobles y la continua presión de un rival poderoso como el otro sultán de Fez, le obligaban a poner buena cara ante el huésped y sonreír y abrazarlo como si realmente se alegrara de verlo considerándolo su pariente.

Mas el visir, con mejor criterio que el sultán, agasajó espléndidamente a Yusuf y al resto de sus comitiva y le ofreció las mejores dependencias del palacio destinadas a los visitantes más ilustres, encargando a su propio hijo la seguridad de todos ellos.

Y al llegar la hora de la gran recepción en el salón principal del hermoso palacio donde viviera sus años de gloria el abuelo de Yusuf, el joven y apuesto príncipe hizo su entrada al lado del conde y Nauzet, seguidos por Sergo y Ubay y el nuevo esclavo de Don Nuño, luciendo las más fabulosas galas que un príncipe podría vestir.

El turbante se adornaba con el broche de Abderramán III, el grande, como en otras ocasiones similares, y al cuello lucía una cadena de eslabones de oro de la que pendía sobre su pecho semidesnudo una perla rodeada de esmeraldas.
Su hermosura cautivaba a los asistentes al convite del sultán, que no sólo veían a un bellísimo efebo, sino la sangre viva de otros señores que forjaran el imperio que se estaba desmoronando por la apatía que les dominaba a todos ellos.

Nuño se fijó en los jovencísimos y hermosos esclavos que se sentaban o tumbaban a los pies de muchos nobles señores y sobre todo a los lados de la poltrona ocupada por el sultán.


Pero, después de pasarles revista a todos, llegó a la conclusión que no hacían palidecer la luz con que brillaban en aquel vergel su amado mancebo o su nuevo esclavo Yuba, así como el atractivo Sergo y su querido Ubay.

A Yuba, lo vistieron los eunucos con una vaporosa túnica de seda muy fina en color marfil ribeteada de oro, que resaltaba el color del pelo del chico y el precioso tono canela de su piel.
También dejaba ver el aro de oro alrededor de su cuello, en lugar del anterior de hierro, y el centro de su pecho sin vello alguno y terso como la misma seda de las ropas que le tapaban el resto del cuerpo hasta los tobillos.
Y eso, viéndolo tan bello y apetecible, incitaba al conde, su amo, a estrecharlo con fuerza y besarlo antes de darle la vuelta y penetrarlo sobre los cojines del diván que ocupaba al lado de Yusuf.

Y, aunque se contuvo, le ordenó a su esclavo que se sentase a sus pies; y mientras comía los exquisitos manjares que los esclavos del sultán servían, jugaban sus dedos con los cabellos del muchacho y antes de los postres le indicó que se acercase más y agarrándole la barbilla le besó en los labios, diciéndole: “Luego quiero amarte”.
Y era la primera vez que Yuba escuchaba una palabra relacionada con el amor en boca de un hombre y referida a él.
Y no le desagradó, porque de pronto se consideró algo más que un mero cacho de carne usada como remedio para la calentura de su amo.
Pero sí enrojeció como una inocente doncella vergonzosa por si alguien oyera esa comprometedora frase del conde.
Acaso pensaba el chico que los presentes no sabían cual era el uso que el amo hacía de su esclavo?
Allí, en aquel salón, grande y ricamente ornamentado y abierto a un gran patio de esbeltas columnas y palmeras, el que más y el que menos, se solazaba como mejor le apeteciera a costa de esclavas o esclavos.
Y no pocos preferían a más de un jovenzuelo de carnes prietas y cuerpo esbelto para dar rienda suelta a su lujuria en lugar de los pechos y caderas de las muchachas de sus harenes.

Durante la fiesta hubo toda clase de espectáculos, ya fuesen de bailes con huríes y bayaderas orientales, o luchadores fornidos y pringosos de aceite para dificultar que se amarrasen uno a otro y se sujetasen reteniéndose en el suelo, pues sus pieles resbaladizas se escurrían entre sus manos y solamente con los brazos y piernas les era posible mantener la presa.
También actuaron acróbatas y malabaristas y durante toda la velada no cesó la música ni un momento; y antes de terminar y retirarse el sultán, unos cantores y cantoras entonaron bellas melodías melancólicas que incitaban a amar.


El murmullo de las fuentes era un acorde acompañante de esas músicas y voces que hicieron las delicias de los comensales y avivaron los sueños en los oídos de los más jóvenes.
Guzmán, en un momento en que pareció quedar colgado en un cielo lejano y ausente de otras personas que no fuesen él mismo y el conde, se recostó de medio lado, mirando las estrellas que se asomaban entre las altas palmeras del patio, y luego cerró los ojos queriendo retener ese instante de paz en su memoria.
Tenía a su lado al hombre que amaba y nada le faltaba para ser feliz.
Y esa noche daba por seguro que su amante lo llevaría al edén prendido a su cuello y dejando en sus labios el sabor de esa boca que el mancebo amaba y deseaba con todo su ser.

Yuba por un momento miró a Guzmán y le apeteció ser ese otro joven.
Y no por ocupar un lugar entre la realeza, sino por poder sentirse tan dichoso como demostraba la expresión ausente del mancebo.
Y al notar que el conde lo miraba a él y clavaba sus ojos llenos de deseo en la piel de su pecho, Yuba se empalmó por primera vez por la simple mirada de otro hombre sin necesidad de que le tocasen ninguna parte de su cuerpo.
Y eso de entrada le desconcertó, pero al ver la reacción del amo, que con una sonrisa maliciosa le pasaba un dedo por la boca obligándole a chuparlo, sonrió a su dueño y apoyó sin reparo su cabeza en el regazo del amo.

Con ese gesto se entregaba sin más limites que los que pusiera su señor y su alma ya estaba preparada para ser dominada por el conde sin reserva alguna.
Yuba asumía conscientemente sin necesidad de cadenas ni castigos su condición de ser inferior y esclavo propiedad de su dueño y señor.
Ahora ya estaba domado como deseaba el conde y le pertenecía por derecho y por la entrega total y voluntaria del esclavo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario