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Autor: Maestro Andreas

sábado, 26 de octubre de 2013

Capítulo XCVII

 A Guzmán se le hizo corto el resto del viaje hasta el estrecho y la travesía a la otra rivera para arribar a las costas de Algeciras, puesto que teniendo en exclusiva las atenciones de su amo, al chico le parecía tocar el cielo con las manos sin necesidad de otras alas que la verga de su amante en el culo.


 Y Nuño estaba satisfecho de follar solamente a su mancebo y su buen humor era prueba palpable del estado de ánimo alegre con que el donde se despertaba cada mañana y volvía a recuperar plenamente esa alegría a media tarde cuando paraban para hacer un alto en el camino y recomponer los miembros doloridos por las fatigas del viaje, pues siempre hacía un hueco para volver a clavársela en el ojete a su amado esclavo, dándole la misma oportunidad a Sergo para gozar del culo de Ubay.

Y yendo hacia Sevilla les salió al paso un jinete que portaba una carta del rey, que se la entregó al conde tras varias reverencias y muestras del más servil respeto hacia su persona.
Nuño leyó la misiva de inmediato y solamente le dijo a Guzmán: “Tu tío nos espera en Saracatín”.
Y el esclavo preguntó: “Y dónde queda eso?”
“En el bajo Guadalquivir. Es una aldea en la que hay un pequeño castillo, conquistado por tu abuelo Don Fernando, que tus antepasados árabes llamaron Al-mudeyns”, contestó el conde.
“En esa lengua quiere decir pequeña aldea”, añadió el mancebo.
Y el conde le aclaró: “En realidad es un pueblo de paso para los viajeros camino de Sevilla. Supongo que el rey estará allí con Doña María y prefiere vernos sin protocolo y esas zarandajas a que obliga la corte”.


Nuño volvió grupa hacia atrás y gritó: “Sergo, apretaremos el paso para llegar cuanto antes junto al rey. Nos encontraremos con su majestad antes de llegar a Sevilla”.

Sin pompas, sin ceremonias y como recibiría un padre a su amado hijo, Don Alfonso se mostró emocionado al ver a Guzmán y abrazarlo besándole en las mejillas y diciéndole lo mucho que se alegraba de verlo de nuevo, porque cada vez echaba más de menos a ese mozo que tanto le recordaba a su hermano más querido, el difunto infante Don Fernando.
A Doña María le complació enormemente besar al sobrino de su amante, al que encontró mucho más atractivo que antes, y ser otra vez la anfitriona para agasajar al conde y a sus acompañantes, Sergo y Ubay.

El rey confirmó al valiente amigo vikingo de Guzmán en los títulos otorgados por el conde y añadió, como recompensa de sus servicios en tierras africanas, el de marqués de Sarto, concediéndole tierras en el antiguo reino de Galicia, de donde era oriundo el muchacho.
Pero Sergo, que no tenía la menor intención de abandonar al conde y a Guzmán para atender personalmente tales propiedades, agradeció encarecidamente al soberano sus dádivas y quiso renunciar a esas prebendas reales.
Mas Don Alfonso no aceptó su renuncia y le anticipó que las regalías que le daba le proporcionarían medios sobrados para su subsistencia, cobrando las correspondientes rentas y otras gabelas a los colonos y siervos de la gleba que cultivaban esos campos y apacentaban en ellos el ganado.
Sin ir nada más que a recaudar sus tributos, sería un noble rico y podría llevar una vida acorde con su estatus social.
Y el conde le animó diciendo que todo eso no implicaba que dejase de estar a su lado, pues también tenía que cumplir con sus cargos de lugarteniente de sus tropas y alcaide de la torre del bosque negro, en donde viviría junto a su amado Ubay, compartiendo esa dorada jaula en la que eran completamente libres de todo tipo de ataduras, sin más sujeción que sus propias cadenas impuestas por el amor y la dedicación entre amantes.

Pasaron varias jornadas hasta que alcanzaron con la vista la fortaleza del conde, en cuya torre del homenaje ondeaban sus pendones, y al sonido del cuerno respondieron desde las almenas haciendo sonar las trompetas que anunciaban la llegada del señor.

Doña Sol no podía contener la emoción y sus lágrimas corrían por sus mejillas, casi sin poder creer que por fin estaría otra vez con los dos hombres que amaba.
Blanca la agarró de la mano para ayudarla a bajar la escalinata principal, pero al ver a su marido sin el bello mancebo, que tanto deseaba, la condesa no pudo evitar sentirse desfallecer y detener su carrera sin darse cuenta que la ausencia de Guzmán era obligada mientras tuviese que mantener oculta su identidad.


Nuño fue a su encuentro, juntándose en un apretado beso cargado de nostalgia y deseos de amor.
Y Blanca ordenó al haya que acercase a los niños para que besasen a su padre y a Nuño se le humedecieron los ojos al verlos tan bonitos y más crecidos de lo que había imaginado.
Se sintió orgulloso de su prole y alzó en brazos a la niña, que se reía como unas castañuelas al estar con su padre.

Luego puso las manos sobre los hombros del niño, su primogénito y heredero, y le preguntó: “Todo en orden en nuestras posesiones, hijo mío?  Veo que has suplido mi ausencia con tanto celo que se diría que el señor nunca estuvo fuera de sus tierras. Estoy orgulloso de ti, por que sé que tengo un firme apoyo en tu brazo”.
Y besó la mejilla del hijo, que no cabía en la camisola henchido como un pavo por las palabras de su padre.

Guzmán, con Ubay y un reducido grupo de jinetes compuesto por los dos eunucos y los imesebelen que todavía permanecían a su servicio, iba camino del bosque negro para encerrarse en la torre y esperar más tarde el encuentro con Sol y su amante en el panteón erigido en su memoria.
Y su deseo más ferviente hubiera sido besar a su querida Sol y después esperar que tanto el niño como la hermana se lanzasen a sus brazos para estrujarlos a besos y carantoñas como si él fuese tan pequeño como ellos.
Sin embargo, su secreto le imponía esas restricciones y tendría que aguardar el momento propicio para estar con ellos y mostrarles el inmenso cariño que les tenía.

Pero hubo unas miradas no previstas de antemano en el encuentro del conde con su esposa e hijos, que se produjeron al ser presentado el bravo barón de Lanzón y marqués de Sarto a Blanca, la hermosa hermana de Iñigo.
Los dos jóvenes se fijaron uno en otro y sin palabras se dijeron algo más que las consabidas frases de salutación entre dos personas que acaban de conocerse.
Dio la impresión que una chispa saltaba al roce de sus dedos al besarle la mano el joven a la bella muchacha.
Quizás la chica le recordó demasiado al hermoso muchacho de cabello dorado, pues ella también los tenía de ese color, además de tener los ojos tan azules como su hermano.

El detalle no pasó inadvertido para la condesa y al quedarse a solas con su marido le hizo notar que le había parecido que entre Blanca y Sergo podía surgir un sentimiento más profundo que la mera amistad entre dos jóvenes de distinto sexo.
A Nuño le resultó increíble que ese mozo pusiese la mirada en una mujer con alguna intención amorosa y menos sexual, pero él mismo se había casado y sin dejar de amar y desear a su amado, también amaba y le atraía la mujer que era su esposa.
Y le satisfacía follar con ella, aunque prefiriese sin duda hacerlo con el mancebo.
Y pudiera darse el caso de que Sergo también metiese en su cama a una mujer y al joven que ahora amaba, para fornicar con ambos al mismo tiempo, como hacía él con Sol y Guzmán, o por separado dándoles verga por turno, y hacer felices a esos dos seres sin dejar de amar ni desear a ambos.


Si el conde lo hacía sintiendo un placer diferente y tan intenso como estando con el mancebo, Sergo tenía que conseguir igual gozo con Blanca y Ubay para disfrutarlos como mejor le pareciese.
Y así todo quedaría en familia y los lazos entre la casa del conde y las de Iñigo y Sergo se reforzarían y estrecharían para siempre.
Y Nuño entreveía ya una solución perfecta en esa unión entre Blanca y Sergo.
Ella era muy bella y dulce y él muy varonil y de un atractivo poco común y tan deseable para una mujer como lo era para cualquier hombre que supiese apreciar la hermosura de un buen macho.

Sería una cuestión que habría de madurarla y consultarla con Guzmán, además de contar con la opinión de Iñigo, que, como cabeza de familia, debería autorizar la boda de su única hermana.

Sergo, con sus títulos de nobleza y posesiones, era un excelente partido para la chica, además de que ella contase probablemente con una considerable dote a cargo de su hermano y también del conde, pues le prometiera a la condesa que cuando Blanca se casase la dotaría como si se tratase de su propia hermana.
Mas lo primero que urgía al conde y a la condesa era ir al panteón a ver al mancebo y disfrutar los tres de una larga velada de amor y sexo.
Y dejaron solos al valiente guerrero y a la joven dama, que sentados en un bancal de uno de los patios del castillo, a la sombra de un fresno, daban pábulo para suponer a quien los veían que entre ambos estaba a punto de surgir un tierno idilio.


Y posiblemente Sergo se sentía atraído por la frágil figura de la chica y ese par de senos redondos como manzanas que apuntaban en su pecho y lo seducían los jugosos labios de la muchacha, que además de hablarle con dulzura, no dejaban de sonreírle de una forma encantadora.

Acaso al mozo se le olvidaba que en la torre del bosque negro lo esperaba su amado Ubay con el culo hirviendo para que se lo aliviase con una tremenda follada, prefiriendo quedarse al lado de esa joven de lindos cabellos y mirada expresiva y cautivadora?
Si fuera así y Sergo se encandilaba perdidamente con la moza como para dejar de lado al otro chaval que lo adoraba, sería un duro palo para éste en medio de las costillas, ya que para el muchacho Sergo lo era todo y aguardaba impaciente que fuese a su lado para verse entre sus brazos y sentir el calor de sus besos.

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