En Zamora descansaron una jornada en el amplio palacio del marqués de Olmos, Don
Genaro, viejo amigo de la familia de Nuño, que solamente había tenido tres hijas de dos
matrimonios y todas ellas vivían lejos del padre al casarlas con nobles señores de otros
reinos.
La casona estaba cerca de la iglesia de Santa María de la Horta, casa matriz de los Caballeros Hospitalarios, cuya factura románica pasmó a los muchachos por su belleza.
El prior de dicha orden, fray Augusto, acompañado por dos caballeros jóvenes, pasó a saludar y rendir homenaje al noble conde e ilustre huésped del marqués y Nuño no quiso que estos viesen a ninguno de sus muchachos, por lo que les ordenó encerrarse en los aposentos que les habían preparado para ellos por mandato de Don Genaro.
Al parecer ese jefe de los Hospitalarios, que por otra parte eran bravos guerreros cuyas gestas en tierra santa eran cantadas por toda la cristiandad, gustaba bastante de sobar y calcársela bien a fondo en los culos de sus acólitos más jóvenes.
Y eso, aunque no fuese cierto, pues a Nuño ni le constaba tal hecho y sólo había escuchado rumores y habladurías, posiblemente de gentes mal intencionadas y enemigas de dicha orden, era sobrado motivo para prevenir antes que lamentar cualquier desliz del monje soldado.
Y la verdad era que los chicos que lo acompañaban estaban tan buenos y apetitosos como el pan tierno y recién hecho untado con miel.
Qué hombre mejor que el conde para comprender tales aficiones y debilidades carnales en un aguerrido soldado dispuesto siempre a jugarse el pellejo en bien de su soberano ya fuese un papa o un rey solamente.
Pero esa comprensión no era suficiente como para exponer a esos ojos lascivos y viciosos las notorias prendas de sus esclavos.
Estuvo a punto de mostrarle a Rui, pero si el chico se librara de monjas no era justo dejarlo ahora en las manos de unos monjes aunque fuesen también soldados.
Y seguramente ellos sabrían darle un buen uso a las naturales aptitudes del chico, pero al conde le dio pena deshacerse de él tan pronto y no llegar a comprobar hasta donde pudiera dar de sí ese muchacho.
Sabía que a Guzmán no le caía muy bien.
O mejor dicho, no le entraba por le ojo derecho dada la forma de ser que el mancebo se formara en su cabeza acerca del dichoso zagal.
Pero eso no bastaba para dar por buena la opinión de Guzmán, por muy sagaz y observador que fuese, y era menester darle un margen de confianza al chico para que mostrase su naturaleza desnuda.
Y a decir verdad, no escatimaba oportunidad de enseñar cuando menos el culo, pues ya se lo habían visto todos los hombres en alguna parada durante el camino hasta Zamora.
Y si el conde quería ser sincero consigo mismo, habría de admitir que lo tenía precioso y muy recio el puto Rui.
Los Caballeros Hospitalarios hicieron honor al nombre de su orden y estuvieron muy atentos y agradables con el conde, sobre todo el prior, que Nuño juraría que le intentó tirar los tejos, dado que al conde todavía le faltaban unos años para cumplir los treinta y podía considerarse un veinteañero de muy buen ver y demasiado atractivo para que otro hombre que gustase de solazarse con uno de su mismo género no reparase en él y se fijase en su bien plantada masculinidad.
Pero Nuño, si tuviese que elegir a alguno de aquellos tres monjes guerreros, no elegiría al jefe, que ya era un tío maduro de más de cuarenta y no era su tipo de hombre, sino a cualquiera de los dos jóvenes que lo acompañaban, que eran bastante guapitos y le daba la impresión que bajo el hábito guardaban detrás un par de culos muy hermosos.
Aunque también es verdad que lo último que deseaba el conde era complicarse con monjes, por muy estupendos que estuviesen de cuerpo o fuesen buenos soldados.
Y eso incluía a toda destreza, tanto con la armas de hierro como las carnales, más peligrosas y ardientes que las primeras.
Y después de la cena se le presentó a Nuño otro problema por resolver.
Con quién dormiría Rui esa noche y las venideras.
Con los eunucos imposible, puesto que sus amantes africanos se los cepillaban todas las noches y no era cuestión de meterles un mirón por medio.
O lo que sería peor, un joven salido que babease al ver como se follaban a los dos castrados.
Podría ser con los napolitanos, pero a Nuño le pegaba que sexualmente buscarían lo mismo los tres y, además, también estaban los otros imesebelen que se despachaban a gusto a esa pareja.
Desde luego Bruno y Casio también podían compartir a los cuatro machos negros con este otro chaval, pero el carácter impulsivo y extrovertido de los muchachos napolitanos no aconsejaba mezclar a Rui con ellos para disputarles unos polvos.
Era posible disponer de un cuarto para que el chico durmiese solo esa noche en el palacio del marqués, mas al conde esa solución le gustaba poco, ya que daba la impresión que lo apartaba del grupo dejándolo al margen de una convivencia en familia.
Pero meterlo en su cuarto con sus esclavos, tampoco le satisfacía por el momento.
Así que tenía que buscar un acompañante adecuado para ese chaval, que no le complicase en exceso las cosas.
Y lo único que se le ocurrió como menos malo fue que el mancebo durmiese con Rui.
Eso le suponía un sacrificio, puesto que le privaba de tener en la cama a su esclavo, pero estaba seguro que Guzmán sabría capear la cuestión si el otro se le ponía cariñoso en exceso y pretendía practicar sexo con él.
Al decírselo al mancebo, al chico le pareció otro castigo mucho peor que la más dura de las palizas con látigo o fusta claveteada de hierro para despellejarle mejor el culo, pero no dijo nada y hasta evitó que su cara reflejase su incomodo y la desesperación a la que lo sometía su amo, sin alcanzar a entender que motivos tenía para ser tan duro con él y privarlo de su verga esa noche.
Volvió a pensar que era a causa de su buena relación con Sergo, pero simplemente miró melancólico a su señor y respondió con un lacónico: “Sí, amo. Será como tú deseas... Y si me lo ordenas averiguaré cual es la tendencia sexual de ese muchacho”.
“Hazlo”, dijo el conde restándole importancia al sacrificio de su esclavo.
Y quizás eso es lo que quería Nuño, puesto que si lo averiguaba el mancebo no corría peligro de que el chaval le gustase tanto como para encelarse con él como le ocurriera con Sergo.
Y podía confiar en Guzmán, pues estaba seguro de su amor ciego y sin reservas ni riesgo de llegar a amar a otro de la misma manera e intensidad que a él.
Y ya iba el mancebo camino de otra alcoba con Rui, cuando el marqués apareció en escena acompañado de otro joven muy masculino y hermoso, que según dijo era su nieto mayor, Ramiro, que acababa de llegar a Zamora de improviso.
Tenía el cabello negro, lacio y brillante como la hulla, a juego con los ojos grandes y vivos, y sus hombros, nalgas y espalda eran tan fuertes como los lomos de una caballo de tiro.
Por las mangas de una túnica corta, se le veían los musculosos antebrazos velludos, al igual que las piernas y pantorrillas que lucía al aire desde las rodillas.
Rondaba los veinte como el mancebo, pero la sombra de la barba tupida y oscura le daba un aire de más edad.
Y Don Genaro sugería que ante la falta de alcobas para todos, su nieto la compartiese con esos dos muchachos, ya que entre jóvenes se entenderían bien para pasar una noche compartiendo la misma cama.
Y eso sí que no estaba previsto en los planes del conde.
Valía que fuese con Rui, que no tenía pinta de ser muy macho y seguramente le pusiese el culo para que lo jodiese el mancebo.
Pero con ese otro macharrán ni de coña!
El mancebo no se metería en la misma cama con Ramiro, porque Nuño no quería tener que capar al nieto del marqués para que no peligrase el culo de su amado al ser violado por la potente verga que quiso imaginar entre las piernas de un hombre tan viril y morboso como Ramiro.
Ya lo veía clavársela hasta los cojones aprovechando el sueño profundo del mancebo, fruto del cansancio de todo el día de ir y venir visitando templos y calles llenas de un animado bullicio de gentes de toda ralea.
Desde luego que no sabía si al chaval le iba morrearse y follar con otro tío, pero por si acaso era mejor no tentar tanto a la suerte.
Y el conde salió al paso de la propuesta del marqués diciendo, sin dar opción a controversias ni otros soluciones intermedias, que Rui pasase la noche con Ramiro y Guzmán se arreglaría en un rincón de su habitación y dormiría en el suelo con otro de sus pajes.
Y si fuese preciso, incluso estaría dispuesto a hacerle un sitio en la cama junto a Iñigo o Sergo antes que durmiera incómodo y apretado con los otros dos chavales.
Qué manera más descarada de disfrazar la realidad de sus temores y de disimular sus intenciones ante el marqués, ya que ninguno de los tres esclavos sufrirían la incomodidad de un suelo frío y duro, sino el confort de un lecho blando y el calor de unos cuerpos cálidos y llenos de ansiedad sexual.
Y si Ramiro se destapaba como un semental y le dejaba el ojete en carne viva a Rui, pues ya sabría el conde a que carta jugar con ese muchacho criado por las Dominicas Dueñas.
La casona estaba cerca de la iglesia de Santa María de la Horta, casa matriz de los Caballeros Hospitalarios, cuya factura románica pasmó a los muchachos por su belleza.
El prior de dicha orden, fray Augusto, acompañado por dos caballeros jóvenes, pasó a saludar y rendir homenaje al noble conde e ilustre huésped del marqués y Nuño no quiso que estos viesen a ninguno de sus muchachos, por lo que les ordenó encerrarse en los aposentos que les habían preparado para ellos por mandato de Don Genaro.
Al parecer ese jefe de los Hospitalarios, que por otra parte eran bravos guerreros cuyas gestas en tierra santa eran cantadas por toda la cristiandad, gustaba bastante de sobar y calcársela bien a fondo en los culos de sus acólitos más jóvenes.
Y eso, aunque no fuese cierto, pues a Nuño ni le constaba tal hecho y sólo había escuchado rumores y habladurías, posiblemente de gentes mal intencionadas y enemigas de dicha orden, era sobrado motivo para prevenir antes que lamentar cualquier desliz del monje soldado.
Y la verdad era que los chicos que lo acompañaban estaban tan buenos y apetitosos como el pan tierno y recién hecho untado con miel.
Qué hombre mejor que el conde para comprender tales aficiones y debilidades carnales en un aguerrido soldado dispuesto siempre a jugarse el pellejo en bien de su soberano ya fuese un papa o un rey solamente.
Pero esa comprensión no era suficiente como para exponer a esos ojos lascivos y viciosos las notorias prendas de sus esclavos.
Estuvo a punto de mostrarle a Rui, pero si el chico se librara de monjas no era justo dejarlo ahora en las manos de unos monjes aunque fuesen también soldados.
Y seguramente ellos sabrían darle un buen uso a las naturales aptitudes del chico, pero al conde le dio pena deshacerse de él tan pronto y no llegar a comprobar hasta donde pudiera dar de sí ese muchacho.
Sabía que a Guzmán no le caía muy bien.
O mejor dicho, no le entraba por le ojo derecho dada la forma de ser que el mancebo se formara en su cabeza acerca del dichoso zagal.
Pero eso no bastaba para dar por buena la opinión de Guzmán, por muy sagaz y observador que fuese, y era menester darle un margen de confianza al chico para que mostrase su naturaleza desnuda.
Y a decir verdad, no escatimaba oportunidad de enseñar cuando menos el culo, pues ya se lo habían visto todos los hombres en alguna parada durante el camino hasta Zamora.
Y si el conde quería ser sincero consigo mismo, habría de admitir que lo tenía precioso y muy recio el puto Rui.
Los Caballeros Hospitalarios hicieron honor al nombre de su orden y estuvieron muy atentos y agradables con el conde, sobre todo el prior, que Nuño juraría que le intentó tirar los tejos, dado que al conde todavía le faltaban unos años para cumplir los treinta y podía considerarse un veinteañero de muy buen ver y demasiado atractivo para que otro hombre que gustase de solazarse con uno de su mismo género no reparase en él y se fijase en su bien plantada masculinidad.
Pero Nuño, si tuviese que elegir a alguno de aquellos tres monjes guerreros, no elegiría al jefe, que ya era un tío maduro de más de cuarenta y no era su tipo de hombre, sino a cualquiera de los dos jóvenes que lo acompañaban, que eran bastante guapitos y le daba la impresión que bajo el hábito guardaban detrás un par de culos muy hermosos.
Aunque también es verdad que lo último que deseaba el conde era complicarse con monjes, por muy estupendos que estuviesen de cuerpo o fuesen buenos soldados.
Y eso incluía a toda destreza, tanto con la armas de hierro como las carnales, más peligrosas y ardientes que las primeras.
Y después de la cena se le presentó a Nuño otro problema por resolver.
Con quién dormiría Rui esa noche y las venideras.
Con los eunucos imposible, puesto que sus amantes africanos se los cepillaban todas las noches y no era cuestión de meterles un mirón por medio.
O lo que sería peor, un joven salido que babease al ver como se follaban a los dos castrados.
Podría ser con los napolitanos, pero a Nuño le pegaba que sexualmente buscarían lo mismo los tres y, además, también estaban los otros imesebelen que se despachaban a gusto a esa pareja.
Desde luego Bruno y Casio también podían compartir a los cuatro machos negros con este otro chaval, pero el carácter impulsivo y extrovertido de los muchachos napolitanos no aconsejaba mezclar a Rui con ellos para disputarles unos polvos.
Era posible disponer de un cuarto para que el chico durmiese solo esa noche en el palacio del marqués, mas al conde esa solución le gustaba poco, ya que daba la impresión que lo apartaba del grupo dejándolo al margen de una convivencia en familia.
Pero meterlo en su cuarto con sus esclavos, tampoco le satisfacía por el momento.
Así que tenía que buscar un acompañante adecuado para ese chaval, que no le complicase en exceso las cosas.
Y lo único que se le ocurrió como menos malo fue que el mancebo durmiese con Rui.
Eso le suponía un sacrificio, puesto que le privaba de tener en la cama a su esclavo, pero estaba seguro que Guzmán sabría capear la cuestión si el otro se le ponía cariñoso en exceso y pretendía practicar sexo con él.
Al decírselo al mancebo, al chico le pareció otro castigo mucho peor que la más dura de las palizas con látigo o fusta claveteada de hierro para despellejarle mejor el culo, pero no dijo nada y hasta evitó que su cara reflejase su incomodo y la desesperación a la que lo sometía su amo, sin alcanzar a entender que motivos tenía para ser tan duro con él y privarlo de su verga esa noche.
Volvió a pensar que era a causa de su buena relación con Sergo, pero simplemente miró melancólico a su señor y respondió con un lacónico: “Sí, amo. Será como tú deseas... Y si me lo ordenas averiguaré cual es la tendencia sexual de ese muchacho”.
“Hazlo”, dijo el conde restándole importancia al sacrificio de su esclavo.
Y quizás eso es lo que quería Nuño, puesto que si lo averiguaba el mancebo no corría peligro de que el chaval le gustase tanto como para encelarse con él como le ocurriera con Sergo.
Y podía confiar en Guzmán, pues estaba seguro de su amor ciego y sin reservas ni riesgo de llegar a amar a otro de la misma manera e intensidad que a él.
Y ya iba el mancebo camino de otra alcoba con Rui, cuando el marqués apareció en escena acompañado de otro joven muy masculino y hermoso, que según dijo era su nieto mayor, Ramiro, que acababa de llegar a Zamora de improviso.
Tenía el cabello negro, lacio y brillante como la hulla, a juego con los ojos grandes y vivos, y sus hombros, nalgas y espalda eran tan fuertes como los lomos de una caballo de tiro.
Por las mangas de una túnica corta, se le veían los musculosos antebrazos velludos, al igual que las piernas y pantorrillas que lucía al aire desde las rodillas.
Rondaba los veinte como el mancebo, pero la sombra de la barba tupida y oscura le daba un aire de más edad.
Y Don Genaro sugería que ante la falta de alcobas para todos, su nieto la compartiese con esos dos muchachos, ya que entre jóvenes se entenderían bien para pasar una noche compartiendo la misma cama.
Y eso sí que no estaba previsto en los planes del conde.
Valía que fuese con Rui, que no tenía pinta de ser muy macho y seguramente le pusiese el culo para que lo jodiese el mancebo.
Pero con ese otro macharrán ni de coña!
El mancebo no se metería en la misma cama con Ramiro, porque Nuño no quería tener que capar al nieto del marqués para que no peligrase el culo de su amado al ser violado por la potente verga que quiso imaginar entre las piernas de un hombre tan viril y morboso como Ramiro.
Ya lo veía clavársela hasta los cojones aprovechando el sueño profundo del mancebo, fruto del cansancio de todo el día de ir y venir visitando templos y calles llenas de un animado bullicio de gentes de toda ralea.
Desde luego que no sabía si al chaval le iba morrearse y follar con otro tío, pero por si acaso era mejor no tentar tanto a la suerte.
Y el conde salió al paso de la propuesta del marqués diciendo, sin dar opción a controversias ni otros soluciones intermedias, que Rui pasase la noche con Ramiro y Guzmán se arreglaría en un rincón de su habitación y dormiría en el suelo con otro de sus pajes.
Y si fuese preciso, incluso estaría dispuesto a hacerle un sitio en la cama junto a Iñigo o Sergo antes que durmiera incómodo y apretado con los otros dos chavales.
Qué manera más descarada de disfrazar la realidad de sus temores y de disimular sus intenciones ante el marqués, ya que ninguno de los tres esclavos sufrirían la incomodidad de un suelo frío y duro, sino el confort de un lecho blando y el calor de unos cuerpos cálidos y llenos de ansiedad sexual.
Y si Ramiro se destapaba como un semental y le dejaba el ojete en carne viva a Rui, pues ya sabría el conde a que carta jugar con ese muchacho criado por las Dominicas Dueñas.
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