El conde quería agasajar a Nauzet y también a sus nobles caballeros revestidos con sus
estrenados títulos y mandó organizar un banquete esa noche al que asistieron los
principales capitanes de su tropa y los lugartenientes y jefes de la hueste del príncipe
sujeto principal del homenaje.
Todos asistieron bien vestidos a la usanza árabe y luciendo
sus cuerpos adornados con exquisitas telas de seda y damasco de varios colores.
Relucía
el oro y diferente pedrería en los adornos que colgaban de sus cuellos y mostraban
orgullosos sobre los pechos semidesnudos, atrapando en ellos destellos de luz multicolor.
Pero si uno resaltaba entre todos era Guzmán, sin más joyas que su belleza natural
medio cubierta con seda blanca y sujeta con broches de plata.
El cabello suelto, sin
tocado alguno, y aquellos ojos negros y luminosos como la coche de luna llena cegaban a
Nuño y a cuantos pretendían mantener la mirada del mancebo.
Su aroma a nardos
silvestres y jazmines llenaba el aire y atraía el olfato de quienes estaban más cerca del
bello príncipe.
Mas el conde no dejaba ni un instante de ver a su amado y codiciar para sí
toda su atención y el brillo de sus ojos.
Pero Nauzet se lo ponía difícil porque se empeñaba en atraer al mancebo, sin disimular
que estaba rendido a su hermosura y a esas otras virtudes que atesoraba Guzmán, entre
las que destacaba la cultura y prudencia que demostraba al conversar.
El resto de los
comensales se volcaban en otros que despertaban su interés, así como Sergo y Ramiro,
elegantes como correspondía a sus dignidades, sobaban y besaban a sus amados sin
importarles cuanto sucediese a su lado.
Tanto Ubay como Ariel flotaban en una rayo de
luz mágica y se acomodaban entre los brazos de sus amantes buscando ese otro corazón
que les hacía latir el suyo a un ritmo desbocado.
Sólo Iñigo parecía descolgado de aquel
escenario y su mirada volaba ausente a otro lugar, posiblemente para posarse aún sin
criterio sobre otro cuerpo ausente que le dejara una honda huella en su deseo.
Y antes de
los postres, Nuño pretendió romper la dinámica que se había entablado en torno a
Guzmán, fundamentalmente a causa de la insistente atención de Nauzet, y mandó traer a
los veinte esclavos regalados por éste para contemplarlos aseados y con una apariencia
más vistosa que cuando los trajeran encadenados y cubiertos de polvo y miseria.
Todos callaron al ver entrar la hilera de cautivos, limpios y desnudos para observar mejor
sus cualidades y las virtudes físicas de aquellos jóvenes fuertes y bravos que ahora
solamente eran miserables cuerpos esclavizados para uso de quienes ya eran sus amos.
Y aunque todos pertenecieran al conde y su mancebo, éste último poco tenía que decir y
nada que disponer sobre el futuro y el uso les deparaba la suerte a esos desgraciados
muchachos, pues aún no estaba claro para nadie cual sería su destino y a que otras
manos irían sus carnes.
Eran demasiados para que el conde se quedase con todos, así
que algunos o la mayoría serían entregados a otros amos, ya fuese a cambio de precio o
como meros obsequios acordes con la generosidad del noble conde.
A la cabeza de los rehenes estaba el más joven de todos, que no alcanzaba todavía los
veinte años, muy bien formado y tan bien fibrado que parecía esculpido en madera por un
gran artista.
El cabello lo tenía castaño y formando grandes caracoles que le caían sobre
la frente.
Y los ojos miraban continuamente al suelo para ocultar la vergüenza de estar
desnudo e indefenso y maniatado ante otros hombres.
Todos ellos llevaban cadenas que
unían sus muñecas y los tobillos para impedirles intentar una descabellada fuga que sólo
les acarrearía una muerte instantánea.
Y por un lado daba gusto ver a esos muchachos
en la flor de la vida, pletóricos de salud aunque alguno todavía llevase alguna herida
como recuerdo de la lucha donde fueran vencidos por le príncipe Nauzet.
Pero también
acongojaba pensar en que suerte correrían a partir de entonces, pues tanto podrían
encontrar una dicha jamás soñada por ellos, o las más horribles vejaciones y malos tratos
no deseados ni para la más detestable de las bestias.
Nuño miró en particular al primero de la fila y le ordenó que girase sobre sí mismo para
comprobar toda la esplendidez de su físico.
Y el chico, reacio a exhibirse como un potro, o
mejor una yegua destinada a ser cubierta por un garañón, se hizo el remolón hasta que
un soldado le arreó un cachete en la mejilla y le obligó a obedecer a su señor.
El rapaz se
dejó ver por todos lados y tuvo que oír los comentarios de aprobación de algunos y hasta
frases más o menos jocosas relacionadas con sus atributos y la apariencia aterciopelada
de su piel morena.
El conde le preguntó su nombre y apenas pudo escuchar un leve
murmullo que quería decir Yuba.
Y Nuño se lo hizo repetir gritándole con voz potente y
agria.
Y el chico dijo en alto ese nombre que era el de una divinidad masculina: “Yuba me
llamo y soy un guerrero que prefiere mil veces la muerte a ser un pobre esclavo para ser
tratado como una mala bestia; o lo que es peor, como una puta para saciar el vicio de
otros hombres”.
El conde clavó en él sus ojos encendidos por la llama verde de su ira y gritó: “Que lleven
a este esclavo a mis aposentos y lo amarren a uno de los postes que sostiene el techo de
la tienda. Va a aprender rápido quién es su amo y como debe obedecer y complacerlo.
Aunque tenga que arrancarte la piel a jirones a fuerza de látigo voy a doblegarte y hacer
de ti un manso cordero metiéndote ese puto orgullo por el culo. Fuera de mi vista.
Soldado, llévatelo de aquí antes de que me arrepienta y lo atraviese con mi espada ante
mis invitados”.
Se hizo un silencio tenso y al rato Nuño volvió a decir: “Reconozco que son
valientes estos cabrones y eso me gusta. Y también me agrada su aire de machos
intentando defender su virilidad y su palmito. Pero precisamente ese tipo de retos son los
que me dan más morbo y me hacen vibrar a la hora de domarlos y someter su voluntad a
la mía... Dame la mano, Guzmán, que quiero sentir tu calor y tu energía para no saltar
con otra impertinencia parecida a la de este miserable. Ese joven pronto va a saber lo
que es bueno!”
“Sí, mi señor. Pero tened en cuenta que hasta ayer eran buenos soldados
y hombres con honor y dignidad. Y perder todo eso para servir a otro hombre y hacerlo
con agrado sólo es posible cuando se ama y sólo se concibe la vida por y para ese
hombre, tal y como me sucedió a mí contigo, amado mío”, dijo el mancebo recostando su
cabeza en el hombro de su amante.
Cuantos estaban presentes en la cena no perdieron detalle de lo ocurrido entre el conde y
el descarado esclavo, menos uno.
Y ese era Iñigo que estaba más pendiente de otro
preso mucho más hombre que ese joven y de una virilidad entre las piernas apabullante y
asombrosamente bonita y grande.
Algo menos oscura que los cojones que colgaban por
detrás, la verga de Falé se balanceaba al moverse el esclavo para dejarse ver y mostrar
en público sus facultades tanto para el trabajo como para la reproducción.
Era un buen
ejemplar que valdría su peso en oro para cubrir esclavas y engendrar más siervos para su
amo, o dedicado a cualquier trabajo donde fuese necesaria la fuerza bruta.
Sus músculos
garantizaban un resultado positivo, lo mismo que esos huevos oscuros y la polla gorda y
de un tamaño más que respetable podían aventurar la fuerza de su semen para preñar
hembras.
Pero a Iñigo no se le pasaba por la cabeza desperdiciar ese potencial masculino en tales
tareas.
Si de él dependiese y fuese suyo ese esclavo, lo admiraría a diario desnudo y lo
sobaría por todas parte para acariciarle después la entrepierna y comerle la polla y los
testículos antes de ordeñarlo y beber su leche.
El bello joven de cabellos dorados
pensaba con deleite en esa crema espesa y blanca que saldría por el capullo de ese
macho y le llenaría la boca dejándole el salado gusto de su esperma.
Y lo que ya no
quería ni imaginar era sentir la entrada de ese miembro potente en su ano y penetrar por
su recto para descargar dentro de su vientre la semilla que almacenaban tan magníficas
bolas.
Eso sería algo parecido a estar en el cielo con un ser de otro mundo jodiéndole el
culo hasta preñarle todo el cuerpo.
Lo malo era que el ejemplar era del conde y no suyo.
Y seguramente Nuño sabría como sacarle el mejor partido a este mozo cuya mirada
intimidaba a Iñigo y lo dejaba sin aliento.
Y ahí estaba casi al alcance de su mano pero no tenía derecho a tocarlo ni a pretender
notar con su tacto la textura de esa carne que le estaba haciendo perder el sentido.
Y
aspiró el aire al moverse Falé y hasta su nariz llegó el olor acre de su cuerpo y sus partes
que seguían balanceándose como incensarios que aromatizan el aire viciado por los fieles
al atiborrar la iglesia en los días de culto.
Para Iñigo ese aroma era más agradable que los
perfumes de oriente que despedían los nobles caballeros sentados a su lado y que el
suyo propio también.
Se quedaba sin duda con el aire sazonado al pasar entre los muslos
de Falé; y con ese perfume divino en sus fosas nasales querría dormir esa noche después
de saciarse con la esencia que atesoraban las gónadas negruzcas del esclavo.
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