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Autor: Maestro Andreas
sábado, 17 de agosto de 2013
Capítulo LXXXII
Cumpliendo las órdenes del conde, se estaban realizando a marchas forzadas los preparativos para defenderse del inminente ataque de los benimerines.
Unos cavaban grandes y profundas zanjas, capaces de tragarse varios caballos con sus respectivos jinetes, abiertas en las zonas más vulnerables por las que podían llegar los enemigos, que luego se disimulaban con arena una vez cubiertas con hojas de palmera para armar tales trampas.
Los imesebelen protegerían con sus vidas al príncipe Yusuf, que en todo momento estaría acompañado por Ariel y Ubay, con el fin de que ningún atacante distinguiese fácilmente cual de los tres era el objetivo de su misión asesina, dada la semejanza que había entre los tres muchachos por el color de su piel, color del pelo y un tipo bastante parecido como para confundirlos al no conocerlos en persona.
Y cerca de ellos estarían espada en mano Ramiro, que no deseaba perder de vista a su amado Ariel, y Sergo, el flamante alférez mayor del conde, que ahora tenía que luchar hasta la muerte no sólo para proteger la vida del mancebo sino también la de su amado Ubay, que temía por la vida de su nuevo amante y su corazón se encogía imaginando perder ahora ese amor que tan dichoso lo hacía son sus caricias, su comprensión y su tremenda verga dura y siempre en forma para perforarle el culo.
Nuño disponía la estrategia y ultimaba los detalles que habrían de observar y cumplir los jefes de sus huestes.
Y estando en estos afanes, yendo de un lado a otro sin descanso ni tomarse un respiro para recuperar el resuello, un centinela dio el grito de alerta porque se aproximaba al campamento un impreciso tropel de jinetes que se movían en una polvorienta nube que se alzaba en el aire difuminando sus siluetas y ocultando su número.
El conde llamó a sus capitanes y los reunió para tomar una rápida decisión y aprestarse a la lucha sin terminar aún del todo los defensas ni acabar de armar las trampas bajo la arena.
El nerviosismo flotaba en la atmósfera bajo el toldo de la gran tienda donde el conde estableciera su cuartel general y los jóvenes guerreros, empapados en sudor frío por la excitación de la cercana contienda, escuchaban a su caudillo con total admiración y respeto.
Podría ser el fin para todos, pero de lo que nadie dudaba es que venderían cara su sangre.
El mancebo protestaba porque todos los planes del conde tenían como objetivo proteger su persona aun a riesgo de la vida de todos los demás hombres y admitir eso sin rechistar ni exponer su punto de vista le costaba a Guzmán un tremendo esfuerzo imposible de soportar con resignación y sin dejar clara su intención de batirse como el mejor y más arriesgado de todos.
Pero Nuño no le daba vela en el asunto y los demás capitanes coincidían con el conde en que la misión principal consistía en guardar la vida de ese bello príncipe, pues él era quien tenía que llegar a Marrakech para cumplir lo que unos y otros esperaban de la arriesgada misión emprendida.
Incluso Nuño dio órdenes concisas a varios imesebelen para que si la situación se volvía muy comprometida partieran a galope tendido llevando con ellos a su amado Yusuf, aunque tuviesen que hacerlo a la fuerza y contra su voluntad.
Eso no lo sabía Guzmán, pues eran órdenes secretas del conde, y con su mancebo se llevarían también a los dos rapaces de piel tostada, para que en esa huida no fuese fácil distinguir cual de ellos era el verdadero príncipe, y a los fieles eunucos a fin de que no le faltasen las debidas atenciones a su alteza.
El único que conocía todos los planes del conde era su nuevo lugarteniente, al que le había hecho jurar que partiría también con ellos para hacerse cargo de la protección de esos chavales y de consolar a Guzmán si el conde perdía la vida por mantener a raya al enemigo.
Y si eso ocurría, Sergo, como buen macho, asumiría la obligación, el derecho y el inmenso placer de aliviar la pena y satisfacer las necesidades sexuales de los dos rapaces que Nuño le dejaba a su cargo, además de holgar y gozar a sus anchas con su estimado Ubay.
El joven barón pasaría a ser el gallito que cubriese a las tres gallinas que su señor el conde dejaba a su cuidado para tenerlas siempre cluecas y sin parar de fecundarlas para poner huevos dorados y de buen tamaño aun a costa de agotar los suyos con tanto darles semen.
Sergo no ocultó su asombro primero y luego su frustración al privarle de dar su vida como sus compañeros, mas sólo le preguntó al conde que sería de Ramiro e Iñigo.
Y Nuño casi sin voz y con la garganta atenazada por un fuerte nudo de pena y dolor, le respondió que ellos seguirían la misma suerte que él corriese, puesto que su puesto estaba al lado de su señor natural para morir junto a él.
La alta prosapia y alcurnia de ambos jóvenes ya pesaba en el ánimo del conde y no podía privarles del privilegio de dar la vida por mantener bien alto el pabellón de sus nobles casas y dinastías.
Ese era el tributo que correspondía pagar por el rancio abolengo de sus títulos y el rango de caballeros distinguidos del reino.
Sergo no pudo ocultar las lágrimas al oír al conde y le dijo que prefería mil veces quedarse él y Ubay y que esos dos hermosos mozos se fuesen con Guzmán y Ariel.
Sin embargo, Nuño lo tenía todo decidido y muy pensado y no cabía vuelta atrás en ninguno de sus planes ni proyectos.
Se haría como él decía y no había más que hablar del asunto.
Y, por supuesto, todo ello era alto secreto para el resto de los guerreros y del mismo mancebo y los chicos que se irían con él.
El recio alférez mayor inclinó la cabeza y salió de la tienda con los ojos arrasados en lágrimas.
Y el conde, al quedarse solo, no disimuló por más tiempo su amargura y también dejó caer gruesas lágrimas por sus rudas y curtidas mejillas.
Era muy duro tomar estas decisiones que por una parte implicaba romper la promesa hecha a Guzmán de morir juntos cuando el destino los pusiese ante ese trance, como ya estuviera a punto de suceder y era lo que ambos deseaban y se habían jurado mil veces, y por otra, suponía erigirse en un dios con poder sobre la vida y la muerte de unos jóvenes valientes que todavía estaban en la flor de la vida.
Pero la autoridad y el poder lleva consigo tales cargas y un buen jefe ha de asumir el dolor y la gloria con la misma entereza de espíritu.
Y eso lo sabía muy bien Nuño y jamás dejaría de cumplir con su destino como líder de aquel nutrido grupo de escogidos guerreros.
Fue Mustafá el que irrumpió precipitadamente en la jaima y se dirigió al conde atropellando casi las palabras y de inmediato apareció también Sadán que se limitó a permanecer callado mientras su amante daba el parte de como estaba la situación y el estado de los trabajos tendentes a darles una adecuada bienvenida a los asaltantes.
Faltaba bastante para realizar todo cuanto Nuño había dicho, pero la columna de polvo ya estaba demasiado cerca para continuar con esos planes, por lo que aconsejaba al jefe que era mejor plantearse la lucha de otro modo.
La confrontación directa sin conocer el número de soldados que se le venían encima no era lo más aconsejable, pero tampoco tendrían muchas oportunidades si no plantaban cara al enemigo.
Ya no quedaba tiempo de abandonar el oasis ni podían hacerlo con la suficiente rapidez como para evitar que les diesen alcance masacrándolos por retaguardia.
Y Nuño, reconcentrado en sus pensamientos y sin decir palabra, llegó a la conclusión que sólo quedaba resistir como mejor pudiesen y por tiempo suficiente para facilitar la huida a Guzmán y su reducido séquito a cuya cabeza marcharía Sergo.
Y esa solución la consideró como la más adecuada y trasmitió a Mustafá los órdenes oportunas para organizar la resistencia hasta la extenuación de sus fuerzas, sin mencionar el extremo de la inevitable escapada de su amado Yusuf para ponerlo a salvo y que los almohades no perdiesen las esperanzas puestas en su príncipe y él no sacrificase su corazón para seguir viviendo en su recuerdo.
Se dio cuenta que lo adoraba demasiado para permitir que muriese y era consciente que lo estaba obligando a vivir sin su compañía y su amor, aun sabiendo que a Guzmán eso lo mataría y se negaría a sobrevivir al hombre que significaba todo su universo.
Y por eso haría jurar a Sergo que impediría que el mancebo se quitase la vida, aun a riesgo de encadenarlo y encerrarlo en la torre del bosque negro hasta que no recobrase la cordura.
Otro dolor más y una insoportable carga que echaría sobre los hombres del noble y fiel mozo que tanto amaba a Guzmán y había encontrado consuelo a su ilusión imposible en otro corazón abierto a la esperanza de vivir una pasión renacida de las cenizas de un fuego apagado por la muerte.
El conde salió de la tienda con Mustafá y Sadán y se dirigió a ver el tropel de jinetes que ya tenían encima.
Se divisaban ya los estandartes que precedían a los guerreros y apreciaban claramente los destellos de lanzas y armaduras, así como las cimeras que adornaban rutilantes los yelmos de los soldados de aquel ejército fantasmal que surgía del desierto envuelto en una tremenda polvareda que ya empezaba a diluirse y dejar su huella aterradora en las retinas de quienes observaban tal aparición.
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