“Esperad, mi señor! No deis orden de atacar todavía!” exclamó Sadán sujetando el brazo derecho del conde.
Mustafá miró con más detenimiento hacia los jinetes que se aproximaban a buen trote y también se dio cuenta que no venían en formación de carga y las enseñas que los precedían no eran del califa de Fez ni de alguno de sus nobles, sino del de Marrakech y concretamente la que destacaba sobre todas era la del muy noble y valeroso príncipe Nauzet.
Nuño agudizó su mirada y percibió igualmente que aquel ejército no venía para atacarlos ni el sol destellaba en las hojas desenvainadas de alfanjes y cimitarras.
No eran enemigos sino las fuerzas que el sultán almohade enviaba en su auxilio.
Pero, en cualquier caso, ello no significaba que estuviesen a salvo, pues las noticias eran que un contingente bastante numeroso partiera de Fez en su busca para darles muerte tras una batalla sin cuartel.
O al menos esas eran las intenciones del sultán meriní, a tenor de lo que decían los informadores.
Guzmán se adelantó saliendo del cerco de sus guardianes y junto a su amante escudriñó el horizonte para divisar mejor el batallón de hombres de guerra que ya estaban casi a tiro de una de sus flechas.
Y distinguió una enseña verde con un alfanje apaisado de color dorado, que debería ser del príncipe que mandaba esas fuerzas, y las banderolas rojas del sultán, en cuyo centro destacaba un tablero ajedrezado en blanco y negro, similares a las que enarbolaban los ejércitos de su abuelo, según le contara Aldalahá, ese noble almohade sevillano al que tanto estimaba y que era en gran medida el artífice de la cultura que atesoraba el mancebo.
Nuño le ordenó de inmediato que volviese junto a los otros muchachos y se mantuviese al lado de Ariel y Ubay, sin separarse de ellos por ningún motivo.
Asimismo, le dijo a Sergo y a sus otros caballeros, todavía esclavos, que rodeasen a Guzmán y a los dos chavales y que los eunucos se pusiesen a ambos costados de los tres preciosos muchachos de piel canela.
Y detrás de todos ellos, acariciando el pomo de sus mortales aceros, mandó que estuviesen los fieles imesebelen que servían a su amado príncipe desde su primer viaje a Sevilla.
Quizá eran excesivas precauciones tratándose de la visita de aliados en lugar de gentes hostiles, pero Nuño no quería dejar nada sin atar suficientemente ni bajar la guardia para evitar desagradables complicaciones hasta no estar plenamente seguro de las pretensiones de un desconocido por muy príncipe almohade que fuese.
Tratándose de la vida de Guzmán desconfiaba hasta de su sombra si antes no hubiese comprobado que le era amiga.
El apuesto Nauzet, uno de los más destacados príncipes y guerreros de la corte de Marrakech y sobrino del sultán, desmontó de su corcel negro como el ébano, ricamente enjaezado con borlas de oro y arneses labrados, y se aproximó al conde con una amplia sonrisa sacudiéndose la arena que cubrían sus ropas.
Sus hombres aguardaron unos pasos por detrás de su señor y éste saludó ceremoniosamente a Nuño diciéndole: “Conde, soy el enviado de mi señor el sultán Abu Hafs Umar al-Murtada para proteger la estimada vida de su alteza el príncipe Muhammad Yusuf An-Mustansir, descendiente del gran califa Muhammad An-Nasir, su augusto abuelo y gran protector de los creyentes. Señor conde os saludo en nombre de mi soberano y os doy la bienvenida a su reino, a vos y al resto de los caballeros y guerreros que os acompañan”.
El príncipe Nauzet hizo de nuevo el cortés saludo al estilo árabe y se inclinó ligeramente ante el conde antes de dirigir su mirada y aproximarse al grupo donde estaba el mancebo con los otros muchachos.
Y sin titubeo alguno dobló su cintura ante Guzmán y le dijo: “Mi príncipe y señor lo que se cuenta de vos respecto a vuestra belleza y gentileza es tan sólo un pálido reflejo de la realidad. Pues aun viendo vuestra figura sin ropajes ostentosos como corresponde a vuestro rango, la apostura, dignidad y elegancia en el gesto que denota vuestra alteza son más significativos y evidentes para saber cual es vuestra condición que todo el oro y las sedas de Damasco con las que podáis cubrir vuestra preciosa figura. Mi señor, entre mil jóvenes que se parecieran a vos distinguiría sin dudarlo cual de ellos es el hermoso príncipe Yusuf. Vuestra alteza destaca sin pretenderlo entre cualquier otro hombre por muy bello y adornado que se presente ante el mundo. Y eso que estos dos muchachos que os acompañan son de una hermosura poco común y sería difícil igualar sus prendas”.
Guzmán sonrió entre complacido y azarado por las palabras dichas por Nauzet y el conde, nada contento por tanta lisonja hacia Guzmán y mucho menos porque su intento de confundir a los desconocidos respecto a la identidad del mancebo no le había dado ningún resultado con este príncipe, que además de guapo le estaba resultando zalamero en exceso, tomó de la mano al mancebo y como si no oyera lo que Nauzet dijera se lo presentó formalmente diciendo: “Alteza. Príncipe Nauzet, os presento a su alteza real el infante Don Guzmán de Castilla y Borgoña, conocido también por el nombre de Muhammad Yusuf An-Mustansir, príncipe de los almohades. Y con él os presento también a mis caballeros y nobles señores que nos acompañan en este viaje”.
Y haciendo un gesto a Sergo para que se adelantase, prosiguió: “Este es mi alférez mayor y lugarteniente, el barón de Lanzón. Sergo es uno de mis más queridos caballeros en el que tengo depositada toda mi confianza al igual que su alteza el príncipe Yusuf”.
El conde miró a Iñigo y a Ramiro y les dijo que se acercaran también y añadió: “Estos otros dos jóvenes pertenecen a unas de las familias más ilustres de los reinos de Castilla y León y son también dos caballeros tan queridos por su alteza y por mí que puede decirse que forman parte de nosotros mismos. Ahora no hay tiempo para anunciarles las noticias recibidas hace unas horas de mi señor el rey Don Alfonso, que les afectan a ambos, pero que dada la grave situación en la que nos encontramos ante el fuerte ataque que hemos de afrontar en breve, no es momento para trasmitírselas. Pero, aun así, quiero encomendar a su alteza don Guzmán para que sea el depositario de la misiva real de su egregio tío y señor. Guzmán guarda este pergamino en tu pecho para darlo a conocer si sobrevivimos a esta nueva prueba a que nos somete el destino. Yo he de luchar al frente de mis hombres y no puedo ocuparme de su custodia”.
Los muchachos, menos Guzmán, se miraron con sorpresa y un punto de intriga sobre lo que estaba escrito en ese documento que ahora pasaba a manos del mancebo.
Luego le tocó el turno a Mustafá y Sadán, pero tras estas presentaciones Nauzet preguntó al conde: “Y quienes son estos otros dos muchachos tan bellos que siguen al lado de su alteza?”
Nuño dudó antes de responder, pero no tardó en decir: “Uno se llama Ariel y es un esclavo de mi propiedad, el otro, Ubay, es un cautivo apresado en la reyerta que ya tuvimos con las fuerzas del sultán de Fez y fue el único superviviente entre las huestes de los benimerines. Ahora está al cuidado de Don Sergo”.
“Así que es un enemigo de mi señor! Pero es tan hermoso que entiendo que le hayáis perdonado la vida, señor conde”, dijo Nauzet.
Y Nuño aclaró: “No fui yo quien perdonó y salvó la vida de ese muchacho, sino su alteza haciendo gala de su infinita generosidad. A él le debe estar vivo y haber encontrado una razón para seguir en este mundo y ser dichoso de nuevo. No es verdad, Ubay?”
“Sí, mi señor. He encontrado una felicidad con la que nunca pude soñar ni creí que fuese posible sentir tanta dicha amando con esta intensidad que me quema el corazón. Y quiero dar las gracias al príncipe Yusuf por no permitir que muriese entonces”, respondió Ubay con notoria alegría en sus pupilas.
Y el conde dijo con voz sonora y fuerte: “Ahora, señores, sigamos con los preparativos para la defensa y no perdamos un tiempo que puede sernos precioso para salvar nuestras vidas. Y agradezcamos la presencia del príncipe Nauzet y sus fuerzas que nos serán de gran ayuda frente al enemigo común”.
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