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Autor: Maestro Andreas
domingo, 25 de agosto de 2013
Capítulo LXXXIV
Y el príncipe Nauzet miró a Nuño y sin perder un gesto de media sonrisa le dijo: ”Señor conde, para que os vais a esforzar en lo que ya no es necesario? Esas fuerzas enemigas contra las que pretendéis batiros ya no son un peligro para su alteza ni para vos. Mis tropas han interceptado a los soldados del sultán de Fez y los hemos derrotado causándoles muchas bajas y también apresando a un centenar de jóvenes que ahora son míseros esclavos y viajan encadenados hacia Marrakech. Y con ellos va el jefe que los mandaba encabezando la cuerda de cautivos que caminan penosamente a un destino que os aseguro que no es nada envidiable. Si os fijáis bien en esos hombres que me acompañan, conde, veréis las indudables señales de la feroz lucha que han mantenido en el desierto; y aun saliendo vencedores eso no quita para que algunos estén heridos y sobre todo cansados para partir y cabalgar de inmediato. Por eso os pido que nos alberguéis un par de días y mis gentes puedan recuperar las fuerzas y estar en mejor disposición de viajar otra vez”.
El conde se sorprendió tanto como el mancebo y el resto de los muchachos que oyeron las palabras del príncipe y todos fueron a ver el estado de aquellos guerreros que les salvaran de una muerte casi segura.
En los rostros de los soldados se reflejaba el fragor de la contienda, pero sus miradas orgullosas y aún fieras mantenían viva la llama que impulsara sus ánimos en el combate.
Y tras ellos, cargados de gruesas cadenas e hincados en la arena de rodillas, vieron una veintena de muchachos medio desnudos y muy sucios que miraban al suelo como no queriendo ver el negro destino que se abría ante ellos.
Y Nuño le preguntó a Nauzet: “Y a esos prisioneros por que los habéis traído con vos?”
El príncipe dibujó una amplia sonrisa de satisfacción y respondió: “Quise elegir entre los rehenes este ramillete de hombres jóvenes y hermosos para ofrecérselos como esclavos a su alteza el príncipe Yusuf y a vos, señor. Son fuertes y vigorosos a pesar de su lamentable aspecto y serán unos buenos y estimables esclavos que aprenderán a serviros como mejor os plazca. Os ruego, alteza, y a vos señor conde que los aceptéis como un presente y mi personal ofrenda a la sangre del gran califa”.
Nuño aceptó el regalo en nombre del mancebo y en el suyo propio y Guzmán se acercó a los cautivos, como si en parte fuesen a ser de su propiedad, y los observó uno a uno sin poder ocultar en su mirada la pena que le causaba su desgracia.
Y sus ojos chocaron de frente con los de uno de ellos que levantó la vista al tener delante suya al mancebo.
Le hirió esa mirada que salía con fuego de un par de ojazos verdes y tan húmedos y frescos como la hierba al amanecer.
Y no pudo evitar fijarse más detenidamente en aquel hombre joven que ahora se veía reducido a la condición de un simple animal para servir a un amo.
Y sin pensar en lo que su boca decía le preguntó al esclavo cual era su nombre y su edad.
El chico rehusó contestar y el golpe del látigo de uno de los guardianes sacó de su garganta un gruñido y motivó que Guzmán detuviese el brazo del soldado para que no cayera sobre el joven un segundo latigazo.
Y entonces el humillado mozo le respondió al mancebo a regañadientes: “Me llamo Falé y me hice soldado a los quince años y sirvo a mi señor el gran sultán de los merinís desde hace dos lustros”.
Guzmán giró la cabeza hacia el conde y éste entendió su súplica y se limitó a hacer un gesto de afirmación y consentimiento.
Y el mancebo le dijo al esclavo que se levantase del suelo.
Falé dudó un instante, pero obedeció y dejó patente su fuerte musculatura y la envergadura de su equilibrada anatomía que provocó la admiración de los otros hombres que lo contemplaban, quedando marcada a fuego en la retina de Iñigo.
El rubio efebo creyó ver ante sí a un verdadero dios de la virilidad hecho carne.
Y a pesar de la mugre que cubría la tostada piel de Falé, sintió un irreprimible deseo de tocarlo y sentirse estrechado entre los brazos de aquel hermoso ejemplar que ya pertenecía a su amo el conde, aunque Nauzet desease que tan hermoso presente fuese para el mancebo.
Cómo iba a saber ese príncipe que el descendiente del califa sólo era otro esclavo igual que ese desventurado que él regalaba como si se tratase de una valiosa joya.
Y por su aspecto desde luego lo era para Iñigo y de mucho más precio y valor que un saco de esmeraldas.
Falé únicamente tenía dos piedras preciosas de color verde intenso y estaban tras sus pestañas; y ahora lo miraban y parecían entender lo que estaba pasando por la mente del rubio caballero del conde feroz.
Pero también pudo apreciar Iñigo un rictus altanero en ese brillo intenso que lo atravesó de parte a parte.
En Falé se mezclaba un sentimiento de rabia contenida y de orgullo herido que descargaba contra ese otro bello joven que lo miraba sin recato y dejaba traslucir algo que el esclavo no supo entender y lo tomó como la peor de las humillaciones que recibiera desde que fuera apresado.
Y el conde ordenó que lavasen a esos desgraciados y los dejasen presentables para ver bien como eran y que rendimiento podría sacar de ellos, sin descartar la venta, pues todos parecían recios y con buena encarnadura para soportar trabajos duros y servir como bestias de carga o tiro delante de un arado.
Y aunque por el momento no se planteaba usar a alguno como objeto sexual, tampoco apartaba de su mente esa posibilidad ahora que perdía a tres de sus esclavos personales, que además de ser caballeros ya estaba revestidos de la dignidad nobiliaria que merecían por su valor e hidalguía de sangre o temperamento y raza.
Y fue entonces cuando les comunicó a Iñigo y a Ramiro las noticias plasmadas en la carta del rey, que le fue entregada de nuevo por el mancebo.
A Iñigo le costó trabajo creerse que su tío le hiciera su heredero y ahora fuese la cabeza de su familia. Pero pasado el primer momento de sorpresa, comenzó a percatarse de su nueva condición y cuales eran las responsabilidades que asumía con el título de conde de Albar.
Pero no imaginaba que eso supusiera la inmediata separación del conde y del resto de sus compañeros cuyas vergas le daban tanto gusto al tenerlas en la boca y mucho más dentro del culo.
Ramiro se lo tomó peor, pues rompió a llorar por la muerte de su abuelo al que quería más que a su padre.
Y el llanto hizo que su cara pareciese la de un niño desconsolado que necesita unos brazos que cobijen su pena.
Y fueron los del conde los que abrazaron al chaval y lo consoló a besos y caricias en la cabeza como si todavía fuese un infante y estuviese desvalido ante un hecho que le causase un grave infortunio.
Y realmente el dolor por la pérdida del abuelo era demasiado fuerte para poder alegrarse y aceptar su herencia con agrado.
Mas hay cosas que desgraciadamente son irremediables y la más irreversible de todas es la muerte cuando no es falsa como la que fingió el mancebo para seguir viviendo con su amante.
El conde mandó a los dos chicos que se arrodillasen ante él y en nombre del rey los invistió con los honores y dignidades inherentes a los títulos que desde ese momento ostentaban.
Y el conde dijo: “Siento apartar de mí a estos dos nobles caballeros que me son muy queridos, pero el rey ordena que vuelvan y se presente ante él en la corte. Iñigo partirás hacia Castilla y luego irás a mis tierras para entregarle a mi señora la condesa Doña Sol una carta y también para ver a tu hermana Blanca. Y deseo que en mi ausencia veles por ellas y mis hijos y administres mis dominios y posesiones con el mismo celo que emplearás en los tuyos. Y tú, Ramiro, que asumes la grandeza de una de las estirpes más ilustres de León, al ser nombrado por nuestro señor el rey marqués de Olmo, ve y cumple con tus deberes y obligaciones con el ansia conque defenderás tus derechos frente al resto de los hombres. Y piensa que has de proteger y cuidar del bien de tus feudatarios, siervos y esclavos. Un señor tiene privilegios pero también ha de soportar una pesada carga sobre sus hombros, pues la responsabilidad de mandar hombres es mucha y muy penoso decidir sobra la vida y la muerte de otros seres”.
Ariel no pudo contener las lágrimas y miró a Ramiro con un sentimiento de abandono que partía el alma.
Y el joven marqués de Olmo le devolvió otra mirada de desolación al verse ya separado de ese muchacho que ahora era lo más importante de su vida.
Y Guzmán no perdió ni un solo matiz de cuantos se cruzaron los dos muchachos en aquellas miradas de desesperación y súplica y le habló a su amante al oído.
Y entonces, el conde volvió a decir: “Ramiro, quiero hacerte un regalo como muestra de mi afecto y en prueba de lo bien que me has servido en este tiempo que permaneciste conmigo. Y ese obsequio que te hago no te costará esfuerzo llevarlo contigo porque sabe moverse muy bien y con una gracia que emboba a quien lo mira. Ariel, el señor marqués es tu nuevo amo y espero que le sirvas con el mismo esmero y complacencia como me has servido a mí. Ramiro acepta a este esclavo tan bello y joven, pero úsalo con sentido para obtener de él todo el provecho que sin duda sabrá darte. Es tuyo y deseo que sea de tu agrado el regalo”.
Los dos chicos no pudieron reprimir un grito de júbilo y sin tener en cuenta las distancias sociales que los separaban ni el debido protocolo acorde con un acto solemne de investidura, se abrazaron y apretaron sus cuerpos uno contra el otro como intentando traspasarse para juntar sus corazones y fundirlos para siempre.
Y sin más se besaron en la boca mordiéndose en los labios con desaforada lujuria.
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