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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Capítulo LXXXVI


 El príncipe Nauzet se aproximó al mancebo y le dijo a media voz: “Alteza, os habéis fijado en ese esclavo cuyos atributos sexuales serían apropiados para crear una buena raza de esclavos tan fuertes y hermosos que darían fama a su dueño y criador?”
Guzmán miró otra vez a Falé y luego al conde y respondió: “Tenéis razón, príncipe. Pero ese esclavo está dentro del lote que corresponde a mi señor el conde y él sabrá mejor cual puede ser el uso más adecuado para ese impresionante ejemplar. Sus músculos y todo su cuerpo es un verdadero espectáculo digno de ser admirado. Pero el resto de los cautivos tampoco están más en cuanto a fuerza y bellas facciones, ni mucho menos en la contundencia de sus órganos reproductores.
Cualquiera de ellos podría cubrir varias hembras en un día estando bien cuidados y alimentados. Y sus crías serían preciosas y muy valiosos para un mercader de esclavos. Lo que pasa, príncipe, es que ni el conde ni yo creemos oportuno dedicar nuestro tiempo a ese tipo de comercio. Y lo más seguro que permanecerán al servicio de quien ahora es su amo. Aunque, considerando que son muchos para viajar con ellos de regreso a Castilla, seguramente lo más acertado sería regalar algunos a otros amos que sepan estimarlos en lo que valen y cuiden de ellos adecuadamente. Y desde luego no me gustaría que fuesen maltratados por nadie”.

Nuño sonrió por lo bajo, pero no quiso intervenir en la conversación de su amado con el otro príncipe.
Y Nauzet insistió: “Acaso no estáis de acuerdo con el castigo a un esclavo que no cumple como es debido? Os parece cruel azotar a un esclavo?” preguntó Nauzet.
Y el mancebo respondió mirando de reojo al conde: “No es eso lo que he querido decir. Una cosa es el castigo justo y que el esclavo soporte los azotes que merezca a criterio de su dueño y otra cosa es la crueldad injustificada o el mal trato caprichoso del amo hacia el esclavo. O la tortura por el único fin de causarle dolor y producirle un daño grave. Un esclavo debe aprender a sufrir el dolor siempre que lo justifique el placer de su señor si éste lo ama y él corresponde a esa gracia con la adoración más absoluta. De lo contrario sólo quedará el resentimiento por un sufrimiento gratuito aunque con ello goce sádicamente el amo... Eso es lo que yo pienso, príncipe Nauzet”.

“Ese razonamiento me vale, alteza”, dijo Nauzet.
Y añadió: “Confirma vuestra generosidad de hombre noble y de un gran príncipe por el que merece la pena dar la vida”.

Y ahí si que Nuño prefirió cortar el asunto y pasar a otro tema.
Y le mandó a Falé que se aproximase para verlo más de cerca.
Y los ojos de Iñigo se desorbitaron al ver que el esclavo se acercaba más a ellos.


Ahora si pudo oler aquellas bolas oscuras que prometían estar llenas de semen.
Hasta su pituitaria llegó ese punto acre y ácido del sexo de Falé y su polla se puso gorda y dura como los postes que sujetaban el techo de la gran jaima.
Y deseó que el conde lo azotase por sentirse tan débil y desear de esa forma tan insensata a otro hombre que tan sólo era un pobre derrotado, sumido ahora en la más baja condición social como el mísero esclavo que era.
Y si algo necesitaba Iñigo en ese instante, además de los azotes propinados con dureza por la mano de un macho recio, era que una verga dura y gruesa como la del conde, o esa de Falé que imaginaba de igual calibre, le perforase el culo y lo dejase saciado de leche y con los nervios tranquilos para no saltar de su diván almohadillado con amplios cojines de raso.

El conde palpó los muslos de Falé y al sopesarle los cojones el esclavo retrocedió y su cara reflejó la ira y el enfado que tal humillación le causaba.
No era una bestia, pensó el esclavo, pero el conde se levantó y le atizó un guantazo en la cara que le hizo flaquear las piernas y cayó de rodillas en el suelo.

Falé bajó la mirada para no ver a quien lo vejaba con tal desprecio y el mancebo leyó en sus gestos lo que pensaba ese pobre hombre.
Y también le llamó la atención la mirada de vicio que vio en los azules ojos de Iñigo.
De entrada le sorprendió la cara libidinosa de su compañero, pero enseguida entendió que aquel macho pudiese provocar en él esa lujuria que reflejaba su boca.
Y de inmediato lanzó una mirada al conde en la que le decía sin palabras lo que estaba pasando en la entrepierna de Iñigo.
Y Nuño lo captó y dijo: “Soldado lleva a este puto cabrón a mi tienda y átalo junto al otro. Pero a éste ponlo con los brazos y piernas en aspa colgado de dos postes. Voy a tener una noche movida con ese par de perros antes de dormirme”.

Iñigo no podía disimular su ansiedad por irse de aquella tienda y ver amarrado a los postes al esclavo que le quitaba el sosiego.
Y de pronto pensó: “Pero ahora ya no soy esclavo del conde sino un conde también y por tanto un noble señor. Ya no me follará, seguramente, ni dejará que otro macho esclavo suyo me monte en su presencia. En qué mal momento tuve que dar con este macho del infierno que me ha dejado enloquecido con su polla y sus negras bolas que se balancean cuando se mueve, el muy jodido!”


En el fondo, el convertirse en conde le alejaba del lecho de Nuño y por tanto de la posibilidad de ser follado como una perra.
Y eso pesaba en su ánimo como una losa sobre todo esa noche después de ver tan de cerca a ese macho encadenado; lo que hacía que fuese más duro todavía sentir dentro de su recto la ausencia de una verga y quedarse con la desagradable sensación de tener el culo frío y vacío.

Y el conde se acercó al resto de los rehenes y gritó: “Quiero saber si todos sois tan machos como aparentáis o si vuestros culos ya conocen el roce de una verga. Soldados coger a ese primero y abrirlo de patas para que compruebe si es virgen!”
Y uno a uno les fue penetrando el culo con los dedos para saber si ya habían sido usados y abiertos, rompiéndoles la estrechez de sus esfínteres.
Pero de entre todos solamente cuatro tenían el ojete cedido y les entraron con facilidad primero dos y luego tres dedos de la mano diestra del conde.
Y ordenó que esos fuesen conducidos a una jaima y puestos a cuatro patas para que los jóvenes guerreros de Mustafá desfogasen a gusto follándoles el culo o la boca, si eso les complacía a falta de hembra.
Los destinaba como putas de la tropa y desde luego no les faltarían vergas para que les preñasen las tripas de leche de machos fuertes y con ganas de gozar de un rato de placer.
Y a los otros catorce, los volvieron a llevar a la que se había habilitado para mantener a esos esclavos a cubierto del sol y del frío nocturno del desierto.

“Ahora, señores, ya es hora que demos por terminada la velada y nos retiremos a descansar o a disfrutar de otros placeres no menos apetecibles que el buen vino y las exquisitas viandas que hemos degustado esta noche”, dijo el conde antes de tender su mano a Nauzet para ayudar a levantarse de su poltrona.

Y todos se incorporaron y se dispusieron a salir de la gran tienda para irse a sus diferentes aposentos.
Y cuando ya salían, el conde les dijo a sus caballeros que lo acompañasen, porque deseaba pasar una noche más con ellos y su amado mancebo y le ayudasen a poner en su sitio a los dos esclavos que estaban amarrados a los postes de su jaima.
Quería demostrarles a esos dos putos miserables que la voluntad de un amo es el único mandamiento que debe respetar y acatar un esclavo y su premio y satisfacción serán siempre complacer al dueño y servirle con todos sus sentidos para lograr que se deleite como mejor quiera con sus cuerpos y mentes.

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