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Autor: Maestro Andreas

martes, 28 de mayo de 2013

Capítulo LXIII


 El conde se quedó dormido después de follar a sus esclavos, menos al mancebo que lo dejara castigado a palo seco y sin tocarse ni el pito para mear, por impertinente y hacer preguntas tontas sin venir a cuento, y con el amo pegaron la pestaña los tres usados esa tarde, siendo Guzmán el único que seguía despierto y con el pito tieso como una vara de nardo fresca y lozana.
Y nada más pasar la media tarde, Aldalahá hizo su aparición en los aposentos del conde para decirle que tenía el gusto y el honor de haber organizado una fiesta para él y todos sus muchachos esa misma noche.
Pero no debían asistir a ella vestidos de caballeros castellanos, sino que unos esclavos castrados les traerían oportunamente las ropas que todos habrían de llevar puestas para el festejo.
A cada uno de ellos les pondrían las más adecuadas y que mejor resaltasen sus bellos atributos masculinos con atuendos al estilo árabe, mas el noble anfitrión suplicó a su amigo el conde que por esa noche dejase que su hermoso mancebo llevase la vestimenta propia de un príncipe almohade.


Nuño se hizo el duro para acceder a ese capricho de su buen y generoso amigo, pero en el fondo estaba deseando ver a su amado adornado como lo que era no sólo para Aldalahá y los jóvenes moros, sino también para él.
Guzmán no se atrevía ni a mirar a los dos señores que hablaban refiriéndose a su persona, uno con elogios y el otro, su amo, con un tono de desdén falsamente fingido.
El chico no levantaba la vista del suelo y adoptaba un gesto de humildad que conmovería al ser más duro de corazón.

Y el conde se acercó a su amado esclavo y levantándole la barbilla con la mano le dijo: “Por esta noche serás como un príncipe y al terminar la fiesta volverás a ser tu mismo sin más apelativos ni privilegios que ser mi puto esclavo. Y ahora sonríe y en cuanto nuestro amable anfitrión se vaya de esta estancia, que tus eunucos te laven por dentro y ponte a cuatro patas sobre esos cojines que te voy a reventar el culo y llenarte el vientre de leche. Y podrás vaciar tus cojones en cuanto notes que mi semen invade tus tripas. Agradece a mi noble amigo su deferencia hacia ti y lo muy espléndido que es con un ser tan indigno como tú”.
“Gracias. mi señor. Y también os doy las gracias a vos, mi buen Aldalahá, ya que no soy merecedor de tantos honores ni trato preferente respecto al resto de mis compañeros. Pero si la voluntad de mi amo es que vaya vestido como un príncipe, yo no puedo hacer otra cosa que obedecerlo y darle gusto como el diga”, dijo el mancebo con sumisión y respeto para con ambos señores.
“Está bien, Guzmán. Antes de ser Yusuf por unas horas prepárate para darme placer como debe hacer la ramera mejor enseñada de entre mis esclavos”, añadió el conde al tiempo que despedía a Aldalahá para volver a encontrarse más tarde en el magnífico salón principal del palacio.

Y el esclavo se entregó a los cuidados de sus dos eunucos para que dejasen su cuerpo limpio y en condiciones de recibir la verga de su señor.
Y la recibió más bruscamente que ninguno de los otros mozos y el amo le dio por el culo casi más como si estuviese castigando al chaval, que gozando al penetrarlo hasta el fondo y para ello apretaba con fuerza su vientre contra las nalgas del chico.


Pero al mancebo esa forma de follarlo su amo lo encendía más que las caricias o los polvos tranquilos que le metía en plena noche y casi sin despertarlo.
Cuando su dueño le atizaba con dureza y se la clavaba haciéndole daño en el agujero, Guzmán disfrutaba como nadie abriendo y entregando el culo para el deleite de su adorado amante.
Y tal era el gusto de Nuño al hacerlo de ese modo, que pronto sentía que la leche le subía a la punta del pene y tenía que hacer grandes esfuerzos para retenerla y no acabar la follada demasiado pronto.

Le gustaba enormemente joder así al mancebo y procuraba regodearse con cada embestida y notando el roce brusco de su polla dentro del recto del muchacho.
Y, sobre todo, oír los quejumbroso jadeos y gemidos del chico lo encendía como un atea untada de grasa y le azotaba las cachas con violencia para dejarle marcados los diez dedos en ellas.
Y eso también sacaba de madre al mancebo y su pito babeaba sin parar pringando las almohadas como si tuviese una considerable incontinencia en el meato de ese pene inflamado y enrojecido por la pasión y el deseo brutal de ser poseído por su dios.

Y al hacer su entrada en el salón el conde y sus hombres, Aldalahá y todos sus siervos y esclavos se quedaron pasmados de la labor realizada por los eunucos que se encargaron de vestirlos a todos.

Era una comitiva triunfal de machos casi irreales de puro hermosos.
Y sus rostros, arreglados cuidadosamente sin perder ni un ápice de su virilidad y recia masculinidad, se presentaban a los ojos del dueño de la casa y sus criados como envueltos de un halo de gloria e inalcanzables para cualquier criatura de este mundo.
Nuño iba apenas cubierto por un ropaje de tela finísima que trasparentaba lo suficiente para que se insinuase la potente estructura de su cuerpo y la envergadura de su sexo.


Y a su lado avanzaba con lentitud majestuosa el príncipe Yusuf, tocado con un turbante blanco de seda, cuyos pliegues se sujetaban con el broche del gran califa de Córdoba que antaño le regalara el mismo Aldalahá.
Iba casi desnudo, pues llevaba las nalgas al aire y solamente tapaba su miembro viril con un braguero dorado, a juego con los brazaletes de oro y pedrería que ceñían sus bíceps y las muñequeras y tobilleras del mismo metal que llevaba en los extremidades de sus miembros.
Y el pecho, tan bien esculpido y brillante por los afeites de le pusieran los eunucos, estaba adornado con una cadena de oro macizo que le colgaba del cuello y de la que pendía un medallón cuajado de esmeraldas.

Aunque en atención al rango del que estaba revestido, sólo él portaba una gran capa de un fuerte color azul que tras él sujetaban Hassan y Abdul para que no arrastrase por el suelo.
Y desde luego era la viva imagen de un poderoso y precioso sultán, merecedor del trono de un califa.
Pero la comitiva que seguía a la pareja no era menos llamativa por el lujo de sus atuendos.
Los otros esclavos del conde, al igual que los muchachos moros y los dos napolitanos, lucían sus torsos desnudos y un liviano bombacho de seda amarilla, traslúcida, que resaltaba la redondez de sus nalgas y dejaba ver sin traba alguna el resto del cuerpo que inútilmente hubiese pretendido ocultar; o cuando menos tamizar un poco para velar esas formas hermosas y tan atractivas que formaban la figura de esos jóvenes guerreros.
En el lugar de honor, al lado del anfitrión, se recostaron sobre cómodas almohadas el príncipe y su amante y el dueño de la casa hizo sonar un gong para dar comienzo al banquete.

Y docenas de esclavos entraron en la sala portando sabrosas viandas de todas clases, que por su aspecto y olor ya apetecía comérselas todas.
Los comensales rieron y disfrutaron de todos aquellos manjares y antes de llegar a los postres más de uno ya le estaba metiendo mano al compañero de al lado, incitados por el propio anfitrión que se solazaba desde el principio con el culo de dos eunucos guapísimos y muy cariñosos con su señor.

Nuño miraba de reojo a su amado al tiempo que prestaba atención a los bailarines y contorsionistas cuyos cuerpos eran más elásticos que varas de mimbre.
Y el conde pensó: “Follarse a uno de estos mozos debe ser toda una experiencia de lo más agradable, pues pueden comerse ellos mismos la polla mientras les das verga por el agujero del culo”.
Y rozando un muslo del mancebo se dobló hacia adelante para coger otro fruta casi tan jugosa como los labios de su príncipe esclavo, entrándole unas irresistibles ganas de comérselos despacio y a pequeños bocados.
Y al estar morreando con Guzmán, anunciaron la entrada en el bello patio al que daba la sala de diez imesebelen que traían dos regalos para el conde como obsequio del dueño de la finca a su gran amigo e invitado.

Y al ver de que se trataban esos presentes la concurrencia enmudeció y no se escuchaba en todo el recinto ni el vuelo de un mosquito.
 Pues tanta generosidad por parte del noble Aldalahá suponía un afecto hacia el conde más grande que si fuese su propio hijo.
Pero en realidad la magnanimidad del almohade estaba condicionada en gran medida por el amor y respeto inquebrantables que el buen hombre sentía por el mancebo.

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