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Autor: Maestro Andreas
sábado, 1 de junio de 2013
Capítulo LXIV
Cada uno de los diez esclavos senegaleses sujetaba con una mano el extremo de una gruesa cadena de plata, enganchadas cinco de ellas a otra que circundaba el cuello de un hermoso caballo árabe de capa castaña oscura y crines y cola de color negro.
Y las otras cinco, sujetas a un collar del mismo metal, pendían del cuello de un joven desnudo de piel algo tostada y ojos negros y profundos como la noche, que iba montado sobre el noble animal.
Montura y jinete formaban un conjunto de extraordinaria belleza que dejó sin habla al conde y a todos sus esclavos.
Y el mancebo miró el cuerpo sin tacha de aquel muchacho y la armonía de sus formas y sintió que algo se clavaba dolorosamente en su pecho, acompañado de un temor todavía impreciso pero alarmante para él.
Aldalahá se levantó de su poltrona y dirigiéndose al conde dijo: “Amigo mío, he aquí dos presentes con los que quiero agasajarte. El corcel nació y fue criado en esta casa y su raza y sangre son tan puras como la nieve que cae en las cumbres de la sierra de Granada. Al chico lo adquirí hace años, cuando todavía era niño y desconozco su origen exacto. Y aunque me salió caro el negocio y no fue usado para el fin que pretendía, nunca me arrepentí de haberlo comprado. Un día fui a visitar a un tratante de esclavos y allí vi a esa criatura que estaba destinada a ser castrada y servir a un amo para su placer sexual. Y algo en mi interior me dijo que tenía que ser mío. Pagué por él como si ya estuviese capado con éxito y sobrevivido por tanto a la ablación, con lo cual su precio se elevo considerablemente, teniendo en cuenta su hermosura y maneras. Y lo traje a esta finca para cortarle sus atributos masculinos y enseñarlo a mi modo para darme placer, pero dadas sus facciones, así como unos incipientes músculos que apuntaban que se desarrollaría en él un cuerpo perfecto, además de tener una tersura de piel exquisita, fui demorando la decisión y cuando quise hacerlo ya era demasiado tarde para no apreciar que su físico era tan estético que cabría pensar que naciera de algunos dioses a los que rindieron culto los antiguos griegos y no de simples mortales”.
“Es realmente delicioso ese joven, tanto como precioso es el caballo, Noble Aldalahá”, exclamó el conde.
Y el almohade prosiguió: “Cuando mandé venir al capador y estando ya a punto de cumplir su cometido, grité un rotundo no, sin saber bien por qué, y le ordené que se detuviese. Luego me fijé en la cara de susto del chico y me pareció tan guapo e inocente que me di cuenta que no sería justo convertirlo en eunuco. No pude consentir que fuese mutilado y privado de parte de su cuerpo, que como ves, amigo mío, es precioso y dan ganas de no dejar de mirarlo. Ya ves, lo compré para mi placer y, sin embargo, puedo asegurarte que en los años que lleva en esta casa nadie tocó a ese muchacho si no fue para atenderlo y cuidar de su aseo y mejorar la calidad de sus carnes y esa piel que es tan suave como el terciopelo. Se mantiene virgen y nunca ha tenido un contacto sexual con otro hombre. Y tampoco se le ha permitido masturbarse, ya que por la noche duerme con las muñecas atadas a los laterales del lecho y durante el día nunca está solo porque un par de eunucos lo acompañan y vigilan constantemente”.
Y Nuño aseguró deslumbrado por el físico del muchacho: “Pues ya tiene edad de saber lo que es el placer! La castidad no es buena para nadie y menos para un mozo de tales prendas”.
Y Aldalahá añadió: “Lo sé, pero nunca pude tocarlo sino era para besarle la frente; y quizás a fuerza de verlo con ojos vacíos de lujuria y sin deseo carnal, me fui haciendo a la idea que su cuerpo no debía ser tocado con ansia de saciar mi libido y ahora ya no podría fomentar una apetencia de ese tipo hacia ese muchacho. A veces pienso que tanto quise preservar su integridad y perfección que he tenido celos hasta de que el muchacho se tocara con el propósito de darse placer. Pero entiendo que esta situación no puede continuar y es preciso que se relacione con jóvenes como él y no sólo con castrados como hasta ahora. Y sobre todo quiero darle la oportunidad de vivir y gozar plenamente su bella juventud”.
“Y al lado de su amo no podría tener todo eso?”, preguntó el conde.
Aldalahá volvió a sentarse junto al conde y poniendo su mano diestra en su hombro le dijo: “Conmigo solamente sería como una gata de lujo y yo no deseo eso para este mozo. Yo nunca lo usaría sexualmente y terminaría por castrarle el alma en lugar del cuerpo. Y porque lo tengo en gran estima y sé que a mi lado no será plenamente feliz ni se realizará como un hombre de verdad, prefiero dárselo a otro que sepa apreciar su valor. Y qué mejor que regalárselo a quien considero mi mejor amigo, además de saber que lo cuidará tan bien como yo mismo? Tiene buen carácter y sentimientos y espero que aprenda pronto a complacer y endulzar el lecho de su nuevo amo y alegre las largas noches que pasaréis en el desierto, pues sabe leer y escribir tu lengua y la mía y no le falta agilidad y gracia para la música y la danza o realizar ejercicios de equilibrio, además de ser un buen jinete y mostrar una admirable destreza lanzando el cuchillo. No se le adiestró en el manejo de otras armas pero al menos sabe como defenderse con un puñal en la mano. Mi noble amigo, acepta mi regalo y disfruta de ambos ejemplares, pues ya son tuyos; y también los diez imesebelen, pues los necesitarás en ese arriesgado viaje hasta Marrakech”.
El conde no pudo responder con palabras al gesto generoso de su noble amigo y lo abrazó fuertemente sellando aún más una amistad verdadera y ya larga entre los dos.
Los esclavos del conde miraban al chico sin pestañear y ninguno movía un músculo de tensos que estaban.
Y Nuño se levantó y se acercó al caballo y cogiendo las cinco cadenas que ataban por el cuello al muchacho le ordenó que se apease.
El chico obedeció y de un salto se plantó en el suelo.
Y sin volverse hacia su anfitrión le preguntó si el caballo ya tenía nombre.
“Tifón. Así se llama el corcel”, contestó el almohade.
“Y el chico?”, preguntó el conde.
“Ariel”, dijo el noble amigo del conde.
Y Nuño añadió: “Ese nombre no es árabe”.
“El tampoco lo es del todo aunque naciese y viviese siempre entre árabes. Y me gustó ese nombre para él porque es ligero como el espíritu del aire”, aclaró Aldalahá.
Nuño sujetó con fuerza las cadenas que amarraban al muchacho y le dijo: “Desde ahora soy tu amo y te usaré como mejor me plazca. Mis otros esclavos te enseñarán cuanto debas saber para servirme y complacer mis gustos. Ahora siéntate con ellos y más tarde me deleitaré viéndote más despacio y con calma”.
“Sí mi señor”, respondió el chico bajando la cabeza con un elegante gesto que era más de cortesía que de sumisión.
Y el conde lo liberó de esas cadenas de plata para atarlo más fuertemente con el atractivo que emanaba de su cuerpo y de su personalidad de hombre viril y guerrero.
Y como si adivinase a que árbol debía de arrimarse, Ariel se fue a sentar entre Sergo y Ramiro, sonriéndoles al pedirles que le hiciesen un sitio en los almohadones que ocupaban los dos.
Y eso al mancebo tampoco le hizo ninguna gracia pues en cierto modo pensaba que esos dos muchachos también eran suyos, además de pertenecer a su amo, y le costaba trabajo admitir de buen grado que otro ser los tocase o gozase con ellos, a excepción de Iñigo, naturalmente, que era punto y aparte en todo.
Y algo le daba en la nariz que muy pronto ese nuevo esclavo además de gozar de los favores del conde, tendría también las vergas de esos dos machos dándole leche.
Pero los resquemores de Guzmán no parecían ser compartidos por estos dos caballeros esclavos, pues se apresuraron a acoger en sus cojines al nuevo compañero y procuraron no despegarse de él demasiado, rozándole la piel como si fuese por descuido y aparentando no tener la menor intención de catar su turgencia.
Resultaba difícil que aquel joven efebo no resultase tentador para otro macho en plenitud de facultades reproductoras.
Hasta el olor embriaga los sentidos y hacía soñar con placeres sugeridos por las estrellas en una noche de luna llena.
Y las miradas del príncipe y el nuevo esclavo del conde se cruzaron por un instante y Ariel sintió frío al notar la dureza conque el otro joven lo miraba.
Y bajando los párpados el esclavo ocultó la luz de esperanza que había comenzado a brillar en sus ojos negros.
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