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Autor: Maestro Andreas

jueves, 16 de mayo de 2013

Capítulo LX

 
Un pasillo interminable de cipreses alineados a cada lado de una vereda escoltaban al conde y sus hombres hasta alcanzar la entrada de la mansión campestre del noble almohade Aldalahá.
La casa era una mezcla de villa romana rematada y adornada con elementos arquitectónicos al estilo árabe y aún de lejos se apreciaba la suntuosidad del recinto y sus aledaños.
Estaba rodeada de jardines con estanques de los que se elevaban verticales chorros de agua y cantarines surtidores como en los chafariz de los reales alcázares de Sevilla o del mismo palacio cordobés.
A la mitad del camino que los llevaba hasta la gran casa, salieron de entre los árboles varios jinetes montados en caballos negros como la noche, cuyos atuendos y color de piel dejaban claro su origen senegalés.

Una docena de imesebelen les harían compañía hasta alcanzar la misma puerta del palacio, delante de la que en pie y vestido sin demasiado protocolo, los esperaba el dueño de la hacienda contento de ver de nuevo a su amigo el conde y, sobre todo, de estar otra vez ante su respetado y adorado príncipe Yusuf.

Los criados sujetaron las riendas de las monturas del conde y sus caballeros esclavos y echaron pie a tierra de un salto poniendo de manifiesto la agilidad y buena forma física de esos muchachos.
El conde abrazó al almohade y se besaron en las mejillas como es costumbre entre los árabes.

Y después Aldalahá se acercó al mancebo y éste fue a besarlo también en el rostro, pero el noble señor hincó la rodilla derecha en el suelo y bajando la cabeza besó la mano del chico diciendo: “Mi señor y príncipe, por fin vuelvo a besar tu mano rindiendo el homenaje de sumisión y respeto que tu sangre real merece. Eres el más digno de los príncipes y el más admirado de los hombres por esa humildad y bondad de la que haces gala. Y además tu valor, mi señor, es un ejemplo para todos los guerreros de este pueblo que es el de tus antepasados. Estoy seguro que tu abuelo el gran califa de Al-Andalus estaría orgulloso de un nieto con tales prendas físicas y espirituales”.

El mancebo sintió rubor en la cara al oír aquellos elogios dichos por un hombre tan sensato, culto e inteligente como Aldalahá, y levantándolo del suelo, le dijo: “Noble Aldalahá tú eres mucho más que un amigo para mi amado conde y para mí. Y no debes postrarte a mis pies porque sabes de sobra que mi mayor orgullo es llegar a ser como él y como tú, que siempre habéis sido el modelo a imitar y vuestro proceder marcó mi conducta en todos mis actos pasados y lo haréis también en el futuro. Y ni respecto al hombre que amo ni a ti puedo ser un príncipe, porque él es dueño de mi corazón y mi vida y tú siempre serás mi mejor maestro. Deja que yo también te bese y te abrace como si fuese tu propio hijo”.

El almohade estrechó al chico y besó sus mejillas con tanto afecto que las lágrimas rodaron por su rostro.
Y agarrando al conde y a Guzmán por el brazo entraron en la casa seguidos del resto de los muchachos que acompañaban a la pareja.
Todos quedaban deslumbrados del refinado lujo de las estancias por las que pasaban y llamaban su atención los pájaros exóticos que había en los patios, fuese enjaulados o en libertad, así como un par de grandes felinos moteados y muy esbeltos, que a pesar de su apariencia de leopardos no tenían garras y solamente estaban sujetos por unas cadenas dorados que agarraba un esclavo medio desnudo.


Alguno de los chicos se asustó al verlos, pero el anfitrión dijo que se trataba de unos veloces animales traídos de Africa llamados guepardos que estaban domesticados y no atacarían a nadie a no ser que su cuidador les incitase a ello.

Eran muy buenos cazadores y no había otro animal que les ganase corriendo.
Pero lo que más llamó la atención del conde fue no ver a ninguna mujer en la casa, fuese concubina o esclava, y solamente se viesen hombres jóvenes de cuerpos esculturales.
Y se lo preguntó al noble Aldalahá y éste le respondió que efectivamente no había ninguna en toda la finca.
Y que más tarde entendería el por que.

A Nuño le intrigó la respuesta, pero no indagó más al respecto en espera de que llegase el momento de conocer la razón de ese detalle que de entrada ya le parecía curioso y muy significativo.
Y unos esclavos eunucos lo condujeron con sus caballeros esclavos y el resto de su comitiva a unos aposentos amplios que daban a un gran patio bordeado de columnas de mármol rosado sobre bases de piedra negruzca y un estanque rectangular en el centro, de un tamaño considerable, formando todo ello un conjunto no sólo bello sino armónico y tan agradable a la vista con su gran variedad de flores y plantas, como al oído por el trino de pájaros cantores que revoloteaban en sus jaulas doradas, sin cansarse de subir y bajar de un palo a otro o columpiarse con indolencia despreocupados por las miradas de esos otros intrusos que ahora les hacían compañía.

El señor ocupó las habitaciones más grandes y principales y el resto de los hombres del conde fueron alojados en estancias anejas a las suyas, que también daban al mismo patio.
Y una vez instalados, media docena de jóvenes castrados prepararon un perfumado baño en el estanque, donde se metieron con el conde y sus esclavos y también los muchachos moros, para limpiarles los cuerpos cubiertos del polvo del camino y hacer que sus mentes se liberasen de toda preocupación, procurando asimismo calmar el cansancio de sus esforzados músculos con masajes y frotamientos.


Era un regalo para la vista ver tantos cuerpos jóvenes y perfectos dentro de un agua tapizada de pétalos de rosas, que jugaban a tocarse y salpicarse sorteando nenúfares y dejando que los dedos resbalasen por la piel como las gotas de agua que escurrían desde sus cabellos hacia el cuello y la espalda.
Nuño se encontraba a gusto entre todos esos muchachos y le hizo una seña a Mustafá y Sadán para que se acercasen más a él y sus cuatro esclavos. Los siete hombres se arrimaron al borde de la acequia y se quedaron tranquilos mirando al resto de los jóvenes moros que ya se sobaban y besaban entre ellos y hasta alguno buscaba la polla de otro para agarrarla con la mano y metérsela por el culo bajo el agua.

Y pronto empezaron a follar casi todos, incluidos los eunucos, pues alguno de los moros los usaron de concubinas al mismo tiempo que otro compañero les daba a ellos por detrás.
Y Mustafá se puso tierno con su amante y lo besó en los labios y le susurró al oído que se la metiese también.
Sadán le acarició el pelo y bajando por su cuello a besos lo puso de espaldas a él y con mucha habilidad lo sentó en su verga penetrándolo de golpe.
Mustafá chilló por la fuerte metida de polla en su ano, pero sólo hizo falta un instante para gemir como una gacela y moverse al ritmo que le imponían los brazos de Sadán.


Y el conde no se quedó atrás y empezó por sentar en su rabo a Ramiro, al que se la cazó de un buen empujón y le torció la cara para comerle la boca con la misma ansia de un hambriento.
Los otros chicos del conde miraban a Ramiro gozar saltando sobre la polla del amo y esperaron pacientes a que Nuño les diese permiso para copular entre ellos también.
Y le ordenó a Sergo que se pusiese junto a él y sentase en su cipote a Iñigo para calcarle duro y hasta el fondo.

Mas al mancebo lo dejó sin sexo y sus ojos envidiaban a los otros esclavos y su pene salía del agua excitado y soltando baba por la punta del capullo.
El mancebo no podía aguantar más sin tocarse la polla o acariciarse el ojete y el amo alargó una mano y le introdujo dos dedos en el culo, pero le advirtió que no se corriese porque lo quería entero y bien cargado de semen para gozarlo más tarde.

Nuño necesitaba volver a estar a solas con su amado y disfrutar con él más como amante que como amo, para sentir su cuerpo vibrar con su caricias y estremecerse con cada beso que le diese en cualquier parte del ese cuerpo que Nuño adoraba sobre todos los demás.

Y empezó a producirse la eclosión de esos miembros viriles enardecidos de lujuria y los huevos se fueron vaciando en las entrañas de otros mozos o también en la boca de alguno de ellos.
Mustafá llegó a correrse dos veces seguidas sin que Sadán le sacase la verga del culo y Nuño y Sergo también soltaron abundantes chorros de leche en las barrigas de Ramiro e Iñigo.

Y el único que seguía con los cojones cargados a tope era el mancebo, que le costaba esfuerzos terribles no estallar y dejar que su simiente los pringase a todos.
Pero la expectativa de ser usado por su amo sin nadie que le restase la atención de su amante le daba fuerzas para soportar ese castigo de forzada castidad impuesto por su señor.

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