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Autor: Maestro Andreas
lunes, 20 de mayo de 2013
Capítulo LXI
Nuño quedó fascinado al ver con sus propios ojos que criaba Aldalahá en aquella propiedad cercana a Sevilla.
Apartado del palacio y escondido tras altos setos de boj, bien recortados y tupidos, había más edificaciones de distintos tamaños y un recinto cuadrado de grandes dimensiones hecho en piedra y casi sin ventanas al exterior.
Aquello era una verdadera granja de ejemplares únicos dada su raza y la esmerada selección de los individuos que formarían cada unidad a desarrollar y perfeccionar para convertirlo en una máquina de matar casi perfecta.
Allí, a base de un estricto adiestramiento y bajo una férrea disciplina, se educaban, desarrollaban y endurecían los imesebelen del noble almohade, que eran traídos desde Senegal siendo niños aún.
Tras su captura en Africa se hacía una selección previa por los traficantes de esclavos, que los cazaban en sus poblados arrancándolos de los brazos de sus madres, y sólo dejaban con vida a los que mostraban un cuerpo fuerte y recio para el servicio al que iban a ser destinados.
Luego, ya en poder de Aldalahá, se cribaba otra vez la mercancía y solamente quedaban los más hermosos y con mejor constitución física; y el resto eran vendidos a otros señores, tanto sevillanos como de otras ciudades y reinos.
Quizás era una forma de selección natural, donde sólo sobrevivirían los más fuertes, al igual que en la selva de donde provenían, pero no dejaba por ello de ser una forma cruel de mejorar esa raza de guerreros y convertirlos en esos hombres sin expresión y tampoco sentimientos, en apariencia al menos, cuyo fin y objetivo era matar y morir defendiendo al amo al que pertenecieran.
Los había de varias edades y también entre ellos se elegían a los maestros y monitores que harían de los otros lo que ellos eran.
Instrumentos mortíferos contra los que eran muy difícil luchar y salvar el pellejo sin perder la cabeza de un golpe de cimitarra o morir atravesado por una afilada flecha letal.
El conde vio aquellos cuerpos tallados en el más precioso ébano imaginable, donde se marcaban todos los músculos, por pequeños o insignificantes que fueran, y mostrando una piel tan lisa y perfecta a la vista y el tacto, que daban ganas de revolcase en el suelo con ellos para apreciar su textura en todas las partes de esas maravillosas anatomías de dioses mitológicos.
Aldalahá invitaba a Nuño a tocarlos y palpar sus carnes por todas partes, incluso metiéndoles mano entre las nalgas y penetrándoles el ano con los dedos, y al ver erguidas las enormes pollas de esos titanes, al conde se le puso la suya como un tronco de uno de los cipreses que adornaban el contorno de esa particular granja de cría de animales dignos de una fábula fantástica.
Aldalahá le explicó al conde que ninguno de ellos conocía mujer y que se les enseñaba también para dar placer a otro macho, ya fuese dándoselo con la verga o con el culo.
Por tanto daban o recibían con el mismo esmero y empeño en hacer gozar como disfrutar ellos mismos al hacerlo.
Esa era una novedad en la formación de los guerreros negros de Aldalahá, pues antes no se les permitía tener relaciones sexuales entre ellos y solamente se mataban a pajas hasta que no pescaban el culo de algún muchacho castrado para preñarlo y darle caña hasta dejarle el agujero sangrando. Como era el caso de los imesebelen del conde que se follaban a los dos eunucos y a la pareja de napolitanos, además de cualquier otro trasero o boca que se les permitiese joder.
Ahora, al no reprimirlos sexualmente, Aldalahá consideraba que sus mentes estaban más equilibradas y en la lucha todavía eran más fieros y aguerridos que antes, rayando incluso en la temeridad.
Y Nuño comprobó lo que su anfitrión le decía al verlos luchar para demostrarle sus habilidades y destreza tanto cuerpo a cuerpo como con toda clase de armas.
Y parte de esa educación espartana consistía en que ninguno de esos muchachos negros viesen mujeres en ningún lugar de la hacienda, en parte para que no les recordasen a sus madres y en gran medida para no tener cerca ningún signo de delicadeza o gestos de dulzura que sería entendida en ellos como una debilidad inadmisible a los fines para los que eran preparados.
Algunos parecían niños, de tan jóvenes que eran, y, sin embargo, eran tan bragados y peligrosos en la contienda como los más veteranos.
Al enzarzarse en la pelea sin armas, daban la impresión de ser perros de presa o fieras salvajes luchando por su propia supervivencia.
Y al terminar el asalto con el triunfo de uno sobre el otro, éste último se arrodillaba ante su compañero y le mamaba la polla hasta nutrirse con la leche del vencedor por haber sido el más fuerte o simplemente el mejor en esa ocasión.
Era un ritual para enardecer aún más a esos guerreros y ansiar incluso satisfacer sexualmente al que lo había derrotado.
Y como final en la demostración de las aptitudes de los imesebelen de Aldalahá, el noble almohade invitó al conde a presenciar un apareamiento entre los dos jóvenes más hermosos y mejor dotados de toda aquella escuela de campeones.
Y trajeron a dos muchachos desnudos, tan bellos que lastimaba la vista admirarlos.
Brillaban a la luz de sol como gladiadores romanos, pero sin necesidad de aceitar sus pieles.
Y como eso luchadores iban a entrelazar sus miembros y mostrar su fuerza y potencia, pero no sólo muscular sino como sementales.
Uno se follaría al otro después de lamerse y comerse ambos cada centímetro de sus cuerpos y dejar sus esfínteres lubricados por la saliva segregada en sus bocas; y pondría el culo el que más gusto recibiese de su compañero al meterle la lengua en el ano.
Y este fue el que tenía el culo más redondo y respingón y que se abría de cachas como una gata rabiosa por un ataque violento de celo.
Se puso a cuatro patas el chaval y su compañero se la clavó sin preámbulos dejándolo sin respiración al hacer tope con sus cojones en el ojete del enculado.
Era mucha verga para tragarla entera sin darle un respiro ni hacer una pausa en la penetración.
Pero el macho que se la endiñó al otro no reparó en esas lindezas y se la calcó con todas sus fuerzas como si en lugar de un cipote le clavase un largo estilete para atravesarle el culo de lado a lado.
Además los dos chicos calzaban unos aparatos reproductores que daban miedo al verlos empalmados, pues más parecían estacas para empalar que pollas para joder y dar placer.
Sin embargo pronto el que puso el culo asumió todo aquel grueso pedazo de carne dura y sus caderas cogieron ritmo y empezaron a moverse de tal modo que ni una bailarina del harén del amo lo haría mejor al danzar con sus siete velos enganchados a la cintura.
Pero a pesar de la maestría en dar y tomar, tardaron tiempo en correrse los dos mozos negros y al hacerlo los jadeos y gemidos eran similares al rugido de los leones cuando se aparean en plena selva.
El conde quedó tan agotado como ellos, porque se corrió viéndolos como vertían la leche al mismo tiempo; y otro joven negro le limpió el semen de su vientre y la polla por orden de Aldalahá, que miraba divertido como a su noble amigo se le habían vaciado los huevos por la calentura que le entró al ver como follaban sus dos bellos esclavos senegaleses.
Y más por tomarle el pelo a Nuño que por auténtica intención de obsequiarlo echando un buen polvo con uno de esos adonis de color azabache, Aldalahá le dijo al conde que era una lástima que se hubiese corrido y no le diese tiempo a probar el culo de alguno de esos ardientes muchachos, que resultan más calientes y fogosos en la cama que la más experimentada ramera.
Y Nuño le respondió con sorna a su anfitrión que le agradecía la oferta y desde luego no pensaba irse de su casa sin antes catar a un par de esos preciosos ejemplares por lo menos.
Y los dos amigos abandonaron la granja de esclavos guerreros riéndose y celebrando lo hermosa que puede ser la vida cuando se sabe vivirla tan bien como lo hacían ellos.
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