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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 8 de mayo de 2013

Capítulo LVIII


Ni Nuño ni el mancebo decían una palabra y caminaban hacia la salida de la mezquita mirándose de soslayo y con un gesto de gravedad en el rostro que presagiaba en breve un posible ataque de cólera del conde.
Al reunirse con el resto de los muchachos en el patio exterior, Nuño, aunque suponía sobre que versara la charla entre le imán y su esclavo, le preguntó que tenía que decirle al respecto.
Y el chico miró temeroso a su amo y le respondió que le permitiera reservar el asunto hasta que estuviesen los dos solos y otros oídos no escuchasen lo que tenía que contarle.


El conde comprendía la importancia de mantener el secreto sobre tal conversación, pero le jodía que otros creyesen que Guzmán era algo más que su esclavo y le tocaba los cojones toda esa patraña de tomarlo por un príncipe y aún peor por un salvador de causas ajenas a su relación, que debía ser exclusivamente de posesión y dominio del amo sobre el esclavo.
Y para dejárselo claro a Guzmán, Nuño lo sujetó por un brazo, deteniendo el paso, y le aseguró que al llegar al alcázar lo pondría en su sitio y le recordaría a varazos que sólo era su mísero y puto animal de compañía, sin más categoría ni consideración que la que merece un fiel perro.


El chaval casi tembló al oír las palabras de su amo, pues sabía como se las gastaba cuando estaba cabreado y quería dejar constancia del puesto que ocupaba cada cual.
Ya sentía los golpes del mimbre en sus posaderas hasta dejárselas rayadas como las ancas de una cebra y encarnadas como fresas a punto de reventar; y notaba también los empujones que luego le daría con los muslos en sus nalgas doloridas mientras le diese por el culo con una rabia desmedida para sentirse más dueño del chico y éste a su vez más poseído por su amante.

Guzmán ya sudaba esperando la dura sesión que le aguardaba nada más entrar en los aposentos del palacio, pero también era cierto que su esfínter se humedecía a cada paso que daba para llegar hasta el lugar donde se hallaba ese dulce potro de tortura en el que lo sometería su amo al dolor de los azotes y al gozo de una penetración salvaje.

Eran dos aspectos del placer que Guzmán no rechazaba y aunque temiese la furia de su señor, ansiaba ese calor en su sangre que le hacía revivir y ascender a un paraíso de sublimes deleites casi sobrehumanos.
Saber que Nuño iba a gozar con su castigo lo mismo que follándole el culo, disparaba la libido del mancebo y su polla segregaba jugos que se escurrían por uno de sus muslos sorteando el escaso vello que el chaval tenía en las piernas.
Le temblaba el culo y le ardía la carne a lo largo de la raja como si una llama saliese por su agujero y se extendiese en dos direcciones, hasta los cojones, descendiendo, y ascendiendo hacia la nuca recorriendo su espalda por la columna vertebral.

Y no menos excitada andaba la verga del conde que apuntaba al ombligo y mantenía apretados los huevos evitando que se bamboleasen al caminar.
Estaba segregando leche en ellos a marchas forzadas y todo ese caudal de vida iba a regar el interior del bello cuerpo de su puto esclavo después de hacerle bailar al son del silbido de una cimbreante vara de mimbre, bien manejada por la experta mano del conde feroz.

El resto de los muchachos, incluidos Mustafá, Sadán y los otros jóvenes moros, no abrieron la boca ni pretendieron saber que le había dicho el imán al mancebo.
Más los esclavos del conde sabían de sobra la suerte que correría su compañero al atravesar las puertas del real alcázar.
Tampoco necesitaban palabras para leer en la cara del conde que iba a zurrarle la badana de lo lindo a Guzmán y que luego le jodería el culo con una saña y empeño en partírselo en dos cachos, como jamás ninguno de ellos lo habían experimentado al ser follados por el amo.

Los tres chicos tenían claro quien era el verdadero amado del conde y jamás osarían competir con Guzmán para conseguir ese puesto en la cama de su dueño.
Ellos le complacían con sus cuerpos y sobre todo sus culos, bastando ese conocimiento para hacerlos felices y estar orgullosos de servir a tan noble señor.
Y, además, a dos de ellos les bastaba para ser completamente dichosos en su esclavitud saber que alguna vez podían tocar y disfrutar el cuerpo del hermoso príncipe esclavo al que deseaban con más ansia cada día.
Pero tampoco querían ser privados de la fuerza sexual del amo al darles por el culo, pues Nuño era un macho cabrío de sexualidad desenfrenada al montar a cualquier macho menos fuerte que él y más si se trataba de uno de esos jóvenes que consideraba suyos de por vida y para su absoluto deleite y placer.
Esos chicos eran algo especial para el conde y nunca permitiría que otro hombre los gozase fuera de su estrecho círculo de íntimo deleito erótico.

Los tres chavales se quedaron en la antesala del aposento del conde, tristes, nerviosos y preocupados por su compañero, que encerrado con el amo se preparaba para afrontar la bronca que iba a echarle antes de proceder al tremendo castigo de azotes con mimbre y una vez que le contase su charla con el anciano imán.

No oyeron las palabras pero sí el silbar de la vara y estallido sobre la carne de Guzmán, que ahogaba los quejidos mordiendo un trozo de cuero para no morderse la lengua.
El conde no sólo quiso arrearle en las posaderas, sino que le atizó también en las palmas de los pies y eso le resultó insoportable al mancebo.


Le dolía demasiado para no llorar y suplicar piedad al amo; pero si se la pidió no fue tanto para evitar la contundencia de los golpes como para enervar más a Nuño y acrecentar en él el deseo de darle con más brío para que después lo jodiese con más ganas.

Guzmán conocía muy bien a su amante y sabía que cuanto más fuerte pegaba más quería al amado que soportaba su ira con resignación y pensando sólo en darle todo el placer que desease disfrutar su señor a costa de sus pobres carnes laceradas.
Guzmán se retorcía a cada descarga que Nuño le daba con el mimbre aplicando toda su mala hostia en el zurriagazo.
Pero también tenía muy presente que al terminar el suplicio vendría ese gozo indescriptible que sentía al notar como el dilatado glande del enorme cipote del amo le entraba rozando con aspereza las paredes interiores de sus tripas para preñarlas con unos potentes chorros de semen.

Y llegó ese momento por el que Guzmán soportaría todos los castigos previos que su dueño quisiese darle y su carne lastimada y ardiendo de calor y escozor, se abrió como un trozo de manteca se derrite al clavarle un trozo de hierro incandescente.


Las nalgas del mancebo se separaron y su rosado agujero pidió a gritos ser llenado de vida palpitante y rozado sin piedad hasta dejarlo escocido y rojo como un pimiento de esos que llaman guindillas y que pican como la rabia.

Y Nuño por fin le habló para algo más que echarle en cara sus reproches y recordarle que no era nadie ni nada que él, como su amo, no quisiese otorgarle con suma magnanimidad.
Le repitió mil veces que le bajaría los humos a latigazos si cada vez que se creerse algo más que el mísero trozo de carne de un puto siervo que su dueño usa como le viene en gana.
Y el chico sólo se humillaba ante el conde rogándole que perdonase su atrevimiento por permitir que otros le hablasen como si fuese algo más que un perro.
El sabía bien lo que era, pero otros hombres se empeñaban en decir y hacer creer a los demás que su sangre era diferente y de más nobleza que la del mismo conde que era su propietario; y eso realmente enorgullecía a Nuño, que había propiciado el reconocimiento de la verdadera identidad del mozo. Pero el miedo a perder a su amado dada su prosapia, le sublevaba la sangre y el furor embotaba su cabeza y le cegaba los ojos no pudiendo ver más que la forzada separación que ya evitara al simular la muerte del chico.

El conde no soportaba esa idea y la mera posibilidad de volver a vivir el desasosiego de entonces, le hacía reaccionar de forma tan violenta contra el mancebo, como si él chaval fuese culpable de haber nacido de la unión de dos príncipes.
Y quedaron exhaustos tras el dolor y el gozo y su cuerpos descansaron unidos y encarnados uno en otro hasta que el sueño los venció y aplacó a los dos amantes fundidos en una estrecho abrazo de amor.


Pero antes de cerrar los ojos, Nuño le dijo al mancebo besando su oído: “Te quiero tanto que no sé que hacer para que nada ni nadie te arrebate de mi lado. Sé que tienes una misión que cumplir por tu bien y por el de los reinos de tu tío, además de intentar ayudar a ese noble pueblo al que perteneces por la sangre de tu madre, tal y como te dijo el imán. Pero no quiero ocultarte a que nos enfrentaremos tan pronto salgamos de las fronteras de Castilla. El reino taifa de Algeciras encierra muchos riesgos para nosotros, así que iremos a un asentamiento cerca de Sevilla, donde tiene una gran propiedad nuestro viejo amigo Aldalahá y él nos ayudará para emprender esa etapa del viaje que nos llevará a Tarifa. Ahora durmamos un rato antes de permitir a los otros esclavos que vengan a servirme, pues a ellos también he de saciarlos y antes de la media noche les romperé el culo a todos a vergazos y les calentaré las cachas para que también sepan como te queman las tuyas después de la zurra que te metí por si tu mente olvida quien eres y el lugar que ocupas a mi lado. Duerme y descansa mi amor que volveré a follarte más tarde”.

 “Gracias, mi amo, por tu bondad hacia el más miserable de tus esclavos”, dijo el mancebo y al poco los dos quedaron dormidos como troncos.

Y como troncos recios también seguían sus pollas que se mantenían erectas como si la jodienda no les fuese suficiente todavía para enfriar la calentura de esa sangre tan joven que los quemaba por dentro reclamando sexo y amor continuamente.

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