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Autor: Maestro Andreas

domingo, 12 de mayo de 2013

Capítulo LIX


Con la primera luz del sol partieron del Alcázar hacia el este y descendieron por la cuesta de Bailío desde la medina a la axerquía, atravesando la vieja muralla romana, y recorrieron el arrabal de Sabular, que era uno de los seis localizados en esta parte de la ciudad, mirando por última vez los alminares de las dos mezquitas situadas en esta zona de mayor extensión que la propia media y que ya fuera vici o barrio residencial en la época de los romanos.
Dejaban la capital califal, la bella Córdoba, la hermosa sultana que asombró al mundo por su grandeza y cultura, para ir más al sur, pasada la ciudad de Sevilla, donde se reunirían con el noble Aldalahá en su gran finca sita cerca de las tierras repartidas por el rey Don Alfonso X entre los caballeros que habían participado en la conquista de Sevilla bajo el reinado de su padre el rey Fernando III.
Y entre esos nobles señores destacaba un adalid leonés, llamado Gonzalo Nazareno, que fuera gran amigo y camarada en el campo de batalla del padre de Nuño, y vivía allí con sus dos hermanas Doña Elvira y Doña Estefanía, las cuales darían más tarde el nombre de Dos Hermanas a un asentamiento originado en ese lugar, pues a este jefe de partida, según el libro denominado Repartimiento de Sevilla, le correspondió
La propiedad quedaba cerca de las posesiones que el noble almohade tenía en ese parte del antiguo reino sevillano y Nuño se dirigía allí con sus hombres para preparar el salto hasta el estrecho por tierras del reino de Algeciras. 

Este reino era una taifa que surgiera tras la desmembración del califato con la ayuda del rey moro de Murcia, débil y por ello en peligro de caer en manos de los belicosos beréberes que ya dominaban la costa al otro lado del estrecho de Gibraltar. 
Sobrevivía constantemente presionado y acosado por el reino de Granada y la misma Castilla, que no cejaba en su empuje para arrinconar a todos esos reyes y expulsarlos de la península hispánica. 

Su rey no tenia suficientes fuerzas para enfrentarse a los reyes vecinos y transigía malamente con las incursiones que hacían en su territorio dada su notoria debilidad frente a ellos. 
Por eso no se opondría al paso del conde por su reino, pero vigilaría sus movimientos hasta verlo cruzar el estrecho, aún sabiendo que su objetivo por el momento no eran sus posesiones sino ir a cumplir alguna misión encomendada por su rey al otro lado del mar. 

De todos modos cualquier maniobra de los castellanos causaba recelos fundados en los reinos moros, puesto que el poder de este otro era cada vez mayor y constituía una seria amenaza para la supervivencia de los más débiles. 

Mas el peligro fundamental en este viaje de Nuño y sus hombres estaba en África, ya que todo el territorio ocupado por los benimerines les era hostil y la única forma de llegar a Marrakech, no sin problemas, era atravesar el desierto del Sahara procurando no llamar la atención de las temibles tribus beréberes aglutinadas por el liderazgo indiscutible de Banu Marin firmemente instalado en su corte de Fez. 

Seria un periplo arriesgado, pero era la mejor manera de llegar a lo que quedaba del esplendor del califato almohade, que atrincherado en su corte al borde de la tórridas arenas del desierto se defendía con dificultad de los zarpazos que le daba el ambicioso rey de los benimerines. 


Y para llevar a cabo esta misión en tierras enemigas, a Nuño le era imprescindible la colaboración de su amigo Aldalahá, que contaba con la amistad de las indómitas tribus nómadas del desierto, que siendo bereberes no acataban más caudillaje que el de sus propios líderes. “Esos guerreros son los valerosos tuaregs, cuyas cabezas las cubren con turbantes de color azul añil y dominan los desiertos del noroeste africano imponiendo su ley y controlando cuanto suceda en las arenas abrasadoras del Sahara”, les dijo el conde a los suyos antes de salir de Córdoba. 

El conde, a la cabeza de sus guerreros y seguidos por los camaradas de Mustafá, rumiaba en su mente cuanto había sucedido en los últimos días de su estancia en Córdoba y repasaba cada momento vivido en la preciosa ciudad de los califas, deteniendo su examen en las horas de placer con sus esclavos y especialmente esos momentos más íntimos a solas con el mancebo. 

Ningún otro le hacia gozar tanto como ese esclavo, probablemente por el hecho de amarlo más que al resto, pues su cuerpo, siendo muy hermoso y sugerente, no era menos atractivo que el de los otros, pero tampoco mucho más apetecible si sólo se tuviese en cuenta su físico. 
Guzmán era bello e inteligente y tan valiente como el que más, pero a eso se unía la pasión ciega del amo hacia él y el amor conque el muchacho también correspondía a su dueño. 
Puesto que, después de todo, eran amantes y sus destinos ya eran inseparables. 

Y el conde volvió la mirada hacia Guzmán y el chico entendió que su amo quería usarlo de hembra en cuanto ordenase detener la marcha. 
Pero también se dieron cuenta de eso los otros tres esclavos y sus pollas reaccionaron al unísono empalmándose lo mismo que el amo y el mancebo. 

Si el conde iba a desahogar sus cojones, que ya le dolían por la presión de la leche, estaba claro que los del resto de los hombres de su séquito también necesitaban aliviarse de esa pesada carga y sería un gesto de generosidad por parte del jefe de la tropa que dejase vaciarlos a todos antes de proseguir el camino hacia las proximidades de Sevilla. 

Y no tardó el señor en ordenar que todos descabalgasen y se relajasen para descansar mejor y afrontar ligeros otro tramo más del esforzado cabalgar hacia el sur de la península. 
El llamó al mancebo a su lado y antes los ojos de todos los demás le descubrió las cachas para sobárselas y comerle el ojete metiendo la lengua bien adentro. 
 
Tenia ganas de saborear ese culo que le trastornaba el sentido y hacia que su verga sudase lujuria con sólo olerlo. 
Y para no poner fuera de madre a los demás chavales, le ordenó a todos follar libremente y sin más restricciones que las propias que afectaban a sus tres mozos de su exclusivo uso sexual. 
Ellos sólo follarían cuando expresamente se lo autorizase su amo y harían únicamente lo que él les permitiese. 
Y los tres se sentaron al pie de un encina y se miraban los pitos duros e hinchados bajo las calzas manchadas por la abundante baba que les manaba por el meato. 

Se miraban con lujuria y, a cada cual, los dedos de las manos se le hacían huéspedes queriendo tocar la carne caliente de la entrepierna de los otros dos. 
Mas el conde no parecía advertir la penuria de sus otros esclavos y seguía lamiendo la raja del culo de Guzmán, que a su vez arañaba el tronco de la encina donde estaba apoyado para no caerse al suelo de gusto. 

Y como si de pronto un relámpago le iluminase el recuerdo, trayendo a su cabeza la existencia de los tres mozos que miraban a palo seco como disfrutaba su compañero, Nuño dirigió la avista hacia ellos y les dijo que se acercaran. 
Los tres se levantaron como si un resorte los impulsase hacia arriba y se colocaron al lado del amo y el mancebo en espera de esas otras órdenes que estaban deseando oír de boca del conde. 

Y el amo les mandó que se bajaran las calzas y se comiesen el culo unos a otros mientras él terminaba de solazarse con el de Guzmán. 
Y cuando se hartó de ese dulce agujero, el amo se la metió por allí al esclavo y le dio unos empellones profundos, pero se la sacó y agarró a Iñigo para hacerle lo mismo. 
Pasó luego a ocupar el sitio amarrado a la encina Ramiro y también llevó su parte del rabo del amo y tras él puso el culo Sergo que gimió como un gato al cubrir a una hembra en celo. 

Y Perforados los cuatro anos de sus esclavos, el conde volvió a endiñarle la verga al mancebo y le dijo a Ramiro que se la clavase a Iñigo y pusiese el culo en pompa para que el rubicundo zagal de los mares del norte se la metiese a él hasta el fondo. 
 

 Y así estaban los tres muchachos enganchados por los rabos, cuando el conde, dejando que Guzmán se corriese antes que él, decidió sacársela otra vez al mancebo y terminar dándole por el culo al vikingo y preñarle las entrañas como el chico se las llenaba de leche al cachondo morenazo de fuertes músculos y carnes duras, que ya se había vaciado en el bello chaval de cabellos de oro. 

Y con los huevos flojos y las pollas bajas estaban otro vez en condiciones de continuar el camino a caballo todos los muchachos del conde feroz y el resto de su hueste de bravos guerreros.

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