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Autor: Maestro Andreas

sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo LVII


 Ni el baño con esencias orientales ni un agua tibia perfumada de pétalos de rosas y jazmines lograron relajar del todo los cuerpos tensos del conde y sus cuatro esclavos.
Los eunucos los bañaron y perfumaron antes de vestirlos con suaves túnicas de seda blanca y tendidos en un amplio lecho de almohadas y cojines de raso y terciopelo, rematados en cordoncillo de oro y borlas en las cuatro esquinas,
Nuño besaba a sus bellos muchachos y miraba sus caras queriendo grabar esos rasgos perfectos en la retina de sus ojos para no olvidar ni uno solo de los detalles de sus fisonomías al cerrarlos y soñar con un mundo en el que solamente fuese necesario hacer el amor y desear felicidad para todos los hombres, sin lucha, ni muerte, ni otro dolor que no fuese el deseado por placer.

Ramiro veía con reverencia al mancebo, pues no olvidaba su condición real, y le acarició un hombro a Sergo, incitándolo a que le devolviera esa caricia entre machos, que pudiera ser el preludio de un intenso apareamiento entre los dos, mal disimulado al menos por parte de Ramiro.
El rubicundo mozo de fuertes brazos, devolvió la caricia al otro chico, pero no en el hombro sino en un muslo, a la altura de la entrepierna y rozando con la punta de los dedos la ingle, y el amo, que ya tenía prendido de su verga al mamón de Iñigo, se dio media vuelta hacia ellos y palpó el culo de Ramiro diciéndole al otro que lo montase.

El mancebo estaba muy pegado al conde, pero su mirada estaba ausente y sus manos se aferraban a la espalda de su amo no queriendo que se separase de él ni un ápice más.
Nuño echó una mano hacia atrás y agarró al mancebo por un brazo obligándole a subirse sobre su cuerpo; y al tener su boca al alcance de la suya lo besó y le dijo muy bajito que se sentase sobre su rabo, totalmente erecto y pringado de babas, porque iba a darle por el culo para hacerle olvidar el mal trago que pasaran juntos en las ruinas de la vieja medina del califa de Córdoba.
Iñigo soltó la teta que succionaba con fruición y Guzmán se clavó el cipote de Nuño en el culo para sentir la vida de su dueño dentro de la suya, que al fin de cuentas era la misma.

La escena era hermosa con Ramiro tumbado boca abajo mientras Sergo lo follaba con brío; y a su lado, a horcajadas sobre el vientre del conde, Guzmán cabalgaba a pelo y sin sujetarse a nada para poder rozarse los pezones con las puntas de los dedos.


E Iñigo, con la boca abierta como un polluelo en el nido esperando el alimento y dos dedos metidos por el culo, aguardaba que la polla de Guzmán explotase y lanzase en su garganta el semen que llenaba sus cojones hinchados y doloridos por tanta presión.

Pero no eran ellos solamente los que follaban a destajo en el alcázar, pues además de los imesebelen con sus queridos putos y los nueve muchachos moros que se divirtieron remojándose en el estanque de uno de los patios del palacio y terminaron revueltos en una animada orgía de todos con todos, al igual que cachorros ansiosos de tocarse y revolcarse por el suelo enzarzados de piernas y brazos,

Mustafá gozaba por el ano con la polla de Sadán, que se la tenía clavada hasta el fondo y le separaba las patas para pegar totalmente sus cojones al culo de su amado.
Las nalgas de Mustafá se veían coloradas, pues el amante le daba fuertes azotes con cada envestida que le arreaba empujando con fuerza para penetrarlo aún más lo más.
Sadán dominaba sexualmente al otro muchacho, que no era más que su ramera en la cama, aunque durante el resto del día tuviese como jefe absoluto la obediencia ciega de todo el grupo de aquellos jóvenes guerreros moros.


Pero en cuanto Sadán le tocaba las nalgas a Mustafá, éste se derretía de gusto y sus bombachos se mojaban por detrás ansiando ya el puntazo que pronto le entraría de golpe por el esfínter.
Los dos muchachos gozaban plenamente uniéndose sexualmente y Mustafá, que era más joven que su amante, se entregaba a él como la mejor concubina del harén de un emir.
Y eran absolutamente felices con ese reparto de papeles que les tocaba representar de día o de noche.

Y poco antes del medio día estaban ante la fachada norte de la mezquita y todos se detuvieron ante la puerta de entrada al recinto y el conde les dijo a los imesebelen que aguardasen allí a que salieran de nuevo.
El imán le había pedido al mancebo que acudiese solo a la cita en el mihrab y dejase fuera del templo a quienes le acompañasen, pues lo que habría de decirle sólo debía ser escuchado por él.
Y eso suponía un problema difícil de solventar porque ni el conde ni los nuevos guardianes del joven príncipe estaban dispuestos a dejarlo ni a sol ni a sombra, aunque solamente fuese para hacer sus necesidades, pues le hacían compañía aún yendo a defecar.

Más que un ser protegido parecía un preso por el que se espera recibir un considerable rescate y hay que vigilarlo para que no huya y sus captores se queden sin la codiciada recompensa a cambio de su liberación.
Pero no era ese el caso de Guzmán respecto a sus guardianes, sino el miedo a que fuese atacado nuevamente por los sicarios de su tío Don Fadrique.
Nuño, muy a regañadientes y con un humor de perros, accedió a no ir con el mancebo junto al imán, pero no permitió que entrase sin él en la mezquita y ordenó al resto de los hombres que iban con ellos que se quedasen en el patio de las abluciones muy atentos por si era necesario que acudiesen en su ayuda.

A Mustafá no le hizo gracia la decisión del conde y Guzmán, siempre atento a los gestos y cambios de cara de quienes estaban a su lado, le insinuó a su amo que dejase que el chico y Sadán entrasen también y se quedasen rezagados unos metros manteniendo una prudencial distancia para no contrariar al imán.

Y penetraron en la mezquita los cuatro hombres solamente, dejando fuera al resto de la comitiva que se quedaron bajo la sombra del alminar que apuntaba al cielo alargando su estructura por encima de los tejados dando eternamente las gracias con su místico canto.

El conde iba receloso, pero al pisar el suelo de la mezquita su temperamento inquieto se calmó y retrasó el paso para dejar avanzar en solitario al mancebo.
Lo mismo hicieron Mustafá y su amante, que se quedaron detrás de una columna vigilando todos los lados por los que pudiera aparecer un asesino.


Y Guzmán se internó en un fascinante bosque de más de un millar de columnas de mármol, jaspe y granito que sostenían innumerables arcos de herradura bicolores.
No dejaba de asombrarse de la magnificencia del conjunto yendo por aquellas naves hacia el lugar santo que señala el sur y no la Meca, pues quiso su fundador que se orientase al río que le llevaba hasta la ciudad de Damasco donde había nacido.
Y al llegar al mihrab quedó anonadado y sus ojos se deslumbraron admirando ese joyel hecho de cobre, plata, mármol, estuco y mosaicos bizantinos.

El lucernario le pareció una pieza de pura artesanía sin precedentes, o al menos que él hubiese visto hasta entonces, y se deleitó siguiendo la traza de los arcos lobulados en sus muros, cuyo adorno se esmera más en la cabecera destacando la decoración de las cúpulas a base de arcos cruzados, así como los mosaicos de las paredes.


Y estaba embobado mirando todo aquello y no se dio cuenta que ya estaba a su lado el anciano imán que le hablaba llamándole por su nombre árabe: “Te das cuenta, Yusuf, de cuanta grandeza hay en este bello lugar erigido por nuestros antepasados? Tu vida es preciosa para todos nosotros y tus méritos y nobleza nos hacen soñar con un futuro prometedor para este pueblo que ahora sobrevive a costa de someter su orgullo ante otros pueblos como míseros vencidos... Mi príncipe, dime que sientes al encontrarte en este lugar que incita al recogimiento y la reflexión?”
 “Amigo mío, siento el influjo de una cultura y un poder que me sobrepasa y que al tiempo que me atrae con enorme fuerza me da miedo y me asusta pensar que es lo que se quiere de mí y pretenden hacer conmigo”, respondió el mancebo sin demostrar que estaba asustado, pero no ocultando su nerviosismo y su desazón por la atmósfera extraña que se estaba creando en su entorno.
Y el imán prosiguió: “Yusuf, eres el elegido para dirigir a tu pueblo y llevarlo tras de ti para lograr que cumpla su destino. Sé que esto te parece excesivo y no te crees capacitado para ello, pero yo te digo, mi estimado príncipe, que pocos hombres lograrían hacerlo como puedes realizarlo tú. Eres fruto del amor entre dos seres que dejaron sus diferencias a un lado y se amaron con locura. Y por ese amor, que eres tú mismo, hasta hubieran renunciado a todo si el destino les diera entonces esa oportunidad. Pero no siempre salen las cosas como uno quiere o procura y su felicidad y futuro se truncaron antes de tiempo. Mas dejaron un legado hecho con la carne y la sangre de sus dos mundos; y en ti se juntan las esencias de dos culturas y dos razas. No desperdicies ese legado de tus padres, Yusuf, y condúcenos a todos a un reino más igual y menos dramático. Debes cruzar el estrecho en compañía del conde y, una vez allí, muchos te aclamarán como a su verdadero y único rey y señor, acatando tus mandatos y doblando la cabeza ante ti, pero con el inmenso orgullo de seguir a un líder y no como dóciles ovejas sometidas a un pastor autoritario o tiránico”.


El mancebo quiso hablar y protestar quizás ante esa quimera que estaba oyendo en boca del imán, pero éste no se lo permitió y siguió con su parlamento: “No te asustes ni creas que traicionas a la otra mitad de tu sangre, porque a ellos también les amenaza el mismo enemigo que ahora tienen los nuestros al otro lado del mar. Ese otro pueblo de hombres fieros que nos pone en peligro a todos son ambiciosos y peligrosos y no tardarán en intentar saltar el estrecho para atacar tanto al reino de Castilla como al de Granada. Yendo con los tuyos no traicionas a tu tío Don Alfonso y mucho menos deshonras la memoria de tu noble padre Don Fernando, al que siempre he respetado. Simplemente vas a reclamar lo que por nacimiento y casta te pertenece y quien te quiere de verdad está deseoso de darte, pues esperan que levantes a tu pueblo y recuperes los territorios que nos arrebató el temible Banu-Merin tras la emboscada que ese hombre con su tribu del desierto le tendió al ejercito de tu abuelo que regresaba de esta península después de la derrota de las Navas. Luego ese zorro de las arenas prosiguió su conquista hasta Fez y se atrevió a fundar una nueva dinastía, los benimerines, que amenaza con acabar con los almohades, cuyo actual sultán, pues ya no ostenta el título de califa, se encuentra en dificultades para no sucumbir definitivamente ante el constante ataque de esos nómadas que le disputan el poder y todo su reino. Marrakech, donde todavía está el gran palacio de tu abuelo, peligra, mi príncipe, y tú debes ir en su ayuda para librarla de caer en manos de sus enemigos asentados ahora en Fez. El trono de tus abuelos reclama tu presencia y el poder de muchas generaciones de los más grandes entre los califas te pide que salves su prestigio y anules la amenaza que suponen los benimerines para tu pueblo. Mi señor, quiero ser el primero en rendir homenaje al gran hombre que gobernará los reinos de nuestros antepasados”.

Guzmán palideció y casi sin aliento le dijo al anciano: “No rechazo de plano lo que dices y me propones, pero deja que asiente esas ideas en mi cabeza y madure todo ese arriesgado y complicado proyecto. Y te anticipo que iré con el conde a Tarifa y cruzaremos el estrecho, pues hay motivos que requieren nuestra presencia e intervención en ese otro lado del mar y al parecer están relacionados con los que tú me cuentas. Los planes que mencionas y has elaborado seguramente con minuciosidad, no son muy diferentes a los del rey de Castilla, estimado anciano, aunque él los vea desde otra perspectiva y con otros fundamentos”.

Y el chico se despidió del imán dándole un abrazo y fue a reunirse con su amo y amante que lo observaba con un mal disimulado nerviosismo, interés y curiosidad por conocer lo que el anciano imán tenía que decirle a su príncipe esclavo sin que él estuviese delante.

Medida absurda, pensaba el conde, pues el chico le contaría de plano y sin omitir ni una coma cuanto el otro le dijese y él le hubiere contestado, pues no en balde era su puto esclavo por mucho que ese y otros lo tomasen por un príncipe.

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