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Autor: Maestro Andreas

lunes, 29 de abril de 2013

Capítulo LVI


La lucha fue encarnizada y a pesar de la ayuda recibida por parte del nutrido grupo de guerreros, cuya inesperada aparición les salvó el pellejo al conde y sus hombres, todos tuvieron que partiese el alma peleando y sus vidas corrieron un serio peligro de terminar empuñando la espada entre los restos de la grandeza del más ilustre califa de Córdoba.
La bandeja ocupada por el noble recinto del salón del trono y las dependencias reales, terminó sembrada de cadáveres y miembros desgajados de los cuerpos por los letales filos de las cimitarras y espadas, blandidas con furia y rabia desmedidas ante aquel vil ataque urdido por el innoble Don Fadrique contra la vida de su sobrino.

El mancebo era el mejor parado de todos, pues los jóvenes que lo rodearon no permitieron que le rozase ni un mosquito, pero el resto estaban visiblemente afectados no sólo por el cansancio a consecuencia del esfuerzo llevado a cabo para librarse de la muerte, sino por las heridas causadas en la refriega, que, aún no siendo de extrema gravedad, lesionaban sus rostros y miembros con cortes y rascazos, sin olvidar algún pinchazo en el torso o los muslos de poca transcendencia que contribuía a manchar todavía más de rojo sus ropas ya salpicadas con la sangre enemiga.

Los dos chavales napolitanos se batieron con una destreza y valor tan encomiables, que el conde los elevó a la categoría de escuderos y él mismo quiso lavarles sus heridas después de besarlos en la boca a los dos.
Los chicos estaban tan orgullosos de su hazaña que hasta parecía que habían crecido un palmo durante la batalla.
Y Nuño tampoco se olvidó de alabar a los eunucos, pues ellos se dedicaron a degollar con sus puñales a los adversarios que caían heridos, rematándolos definitivamente.
Y el premio al arrojo de la pareja de castrados corrió a cargo de sus dos amantes africanos, que se los llevaron a un extremo del destruido harén para amarlos follándolos con el mismo empuje que habían puesto en matar a otros anteriormente.

Y todavía mareados por el vértigo de la pelea, unido al nauseabundo olor de los muertos, estaban sentados en el suelo los tres caballeros esclavos del conde, sudados y sucios de sangre y polvo, mirándose de soslayo y respirando profundamente como no creyendo que todavía estuviesen vivos tanto ellos como el conde y el resto de sus compañeros de armas.

Y, sin decirlo en voz alta, se preguntaban intrigados quién serían aquellos aguerridos muchachos que, a costa de perder la vida varios de ellos, los habían rescatado de las frías zarpas de la muerte y de dónde habrían salido tan oportunamente y en el momento justo de evitar su exterminio.
E Iñigo, suponiendo lo que también pensaban los otros dos, se limitó a decirles: "Supieron que su príncipe estaba en peligro y han venido a protegerlo. Y me atrevería a asegurar que los envió el anciano que nos habló de este lugar, puesto que me dio la impresión de que no era un simple criado del alcázar. Conocía demasiado bien la historia del gran califa y se refirió a Guzmán como si conociese toda su historia y abolengo. Ese hombre sabe que nuestro compañero es Yusuf, al que su pueblo lo apoda el deseado".
"Entonces es cierto que es un príncipe almohade?", preguntó Ramiro.
"Sí. Y también lo es en nuestros reinos al ser hijo de un hermano del rey. Guzmán es un infante y esa es la causa del ensañamiento de Don Fadrique hacia él. El mancebo, como le llama el conde, supone una pieza más en el orden sucesorio y eso no le hace ninguna gracia a su otro tío", aclaró Iñigo.
"Pero ni el conde ni nosotros respetamos su rango y no lo tratamos con deberíamos al ser uno de los herederos de la corona", replicó Ramiro.
"Está oficialmente muerto y sólo unos pocos sabemos que en realidad está más vivió que una lagartija y no para de mover el rabo para atraer al amo y ganar su atención", añadió Iñigo sonriendo para restar gravedad a la trágica carnicería que tenían delante de las narices.

Guzmán seguía asombrado viendo arrodillados ante él a varios jóvenes que con la cabeza inclinada miraban al suelo y sin palabras mostraban un profundo respeto por ese otro mozo que todavía le costaba dar crédito a lo que sus ojos le trasmitían.
Y fue el conde quien se dirigió a uno de ellos, que por su aspecto y ademanes parecía el cabecilla.
Era un guapo muchacho tan joven que costaba admitir que fuese el líder del resto, pero que a tenor de su resolución no dejaba duda de que era el jefe de aquel grupo de guerreros moros.

Y Nuño le preguntó de donde venían y quien les mandara en su ayuda.


Mustafá, que por ese nombre era conocido el valeroso joven, le respondió al conde, pero dirigiéndose en realidad al mancebo: “Mi señor, somos guerreros adiestrados para recuperar la tierra que nos pertenece y hacer que vuelva a brillar en todo su esplendor Al-Andalus. Nuestros abuelos y padres se desperdigaron por esta sierra después de la gran batalla de infausto recuerdo, que los castellanos llaman de las Navas. Huyeron para no caer en manos sus manos ni en las de sus aliados y convertirse en sus esclavos y desde entonces hemos creado campamentos militares no estables a lo largo y ancho de Sierra Morena; y tan sólo aguardamos el momento propicio para levantarnos en armas y devolver el trono a un príncipe que nos aglutine a todos bajo un único estandarte, pues aunque se nos denomine genéricamente con el apelativo de moros, pertenecemos a las diferentes tribus y pueblos de donde proceden nuestros antepasados. Y muchos, señor, somos también almohades como nuestro príncipe al que siempre nos referimos como Yusu el deseado. Y que ahora tenemos el honor inmenso no sólo de verlo en persona, sino además de haber vertido nuestra sangre por él”.

Nuño observó la cara de perplejidad de su esclavo al mirarlo y quiso salir al paso de una situación que les había sido tan beneficiosa como embarazosa les resultaba ahora a los dos.
Y cogiendo de la mano al mancebo le dijo: “Yusuf, e aquí a tu pueblo postrado a tus plantas y esperando que con un gesto tuyo su esfuerzo y sacrificio se vean recompensados. Ellos quieren servirte y salvaguardar tu vida de los enemigos que puedan acecharte, igual que yo lo hago por encargo y voluntad de tu tío y señor de estos reinos el rey Don Alfonso, que también es vuestro rey, valiente Mustafá”.
 “No ignoro que lo sea, ni tampoco que desee proteger a su sobrino de igual manera que nosotros pero, aunque sea un buen soberano que respeta las creencias y costumbres de todos sus súbditos, sin distinción de raza o religión, nosotros sólo tendríamos por nuestro verdadero rey a uno de nuestra raza, o al menos que por sus venas corra también nuestra sangre”, puntualizó Mustafá.

Y Nuño añadió: “Como por ejemplo este príncipe al que rindes pleitesía por ser de tu raza. Pero este príncipe también lo es mío y del resto de mis hombres por ser un infante de Castilla”.
“No puedo negar ese extremo y lo considero beneficioso para nuestra causa y por eso creemos que sería el mejor rey para todos”, afirmó el joven moro.

El conde se acercó más a Guzmán e hizo una señal a los imesebelen para que se apiñasen en torno al mancebo y volvió a decir: “Como ves ya tiene su guardia personal de imesebelen, tal y como corresponde a un nieto del califa de Al-Andalus, pero yo te propongo que ante los riesgos que hemos de afrontar durante el resto del viaje hasta Tarifa, tú y unos cuantos de tus hombres os unáis a nosotros para proteger y escoltar con más seguridad la persona de este joven que es el bien que todo nosotros tenemos en común”.
“Será un privilegio para nosotros poder acompañar a su alteza y custodiar su vida con nuestra sangre si es preciso. Los nueve muchachos que me ayudaron a rodearlo y guardarlo de cualquier riesgo durante la lucha, serán los que se unan conmigo a vuestra comitiva, señor conde. Y seremos el cuerpo de ataque de la guardia del príncipe Yusuf”, dijo Mustafá.

Guzmán abrió por fin la boca para algo más que asombrarse y dijo: “Os doy a todos la bienvenida, pero no como siervos o guardias de mi persona, sino como amigos míos y compañeros de armas. Además también sabes que oficialmente no estoy entre los vivos y es mejor guardar esa ficción para no correr riesgos innecesarios. Por tanto no me trates como a un príncipe sino como a otro más de tus camaradas y que nadie pronuncie frases de respeto o acatamiento a mi persona. Sólo he de ser un hombre más del séquito del conde y mis más directos custodios, que jamás se separaran de mi lado, seguirán siendo Don Nuño en primer lugar y con él estos tres mozos que me han protegido hasta ahora. Y a cargo de mi cuidado están ya mis fieles eunucos y los dos jóvenes extranjeros, además de mi guardia negra que custodiará mis aposentos o cualquier sitio donde me albergue durante el viaje, como lo llevan haciendo desde hace tiempo. Y tus compañeros y tú formaréis parte de este grupo que es una verdadera familia para mí. Y espero que vuestras vidas no vuelvan a correr peligro, pues sois demasiado jóvenes y hermosos para perderla tan pronto y por mi causa. Mustafá, levántate y también todos vosotros, pues no quiero ver a nadie arrodillado ante mí. Y tú, que eres el jefe de estos bravos guerreros, recibe el beso que en tu mejilla le doy a todos. Pero antes dime. Quién os avisó de que estaba en peligro?”.
Y el joven moro contestó. “No era necesario que nos alertasen de ello, pues no se escapa a nuestro conocimiento cuanto ocurra en esta sierra. Aunque de todos modos el imán Alhadir al-Rasi, que al parecer os habló de esta ciudad abandonada, nos previno de vuestra presencia en la vieja media y nos informó del peligro que se cernía sobre vuestras cabezas. Y me encargó que os dijera que mañana antes del medio día os espera en el Mihrab de la gran mezquita”.
“Allí estaré. Pero te repito que me trates como a uno más y sólo por mi nombre. Puedes usar el que te de la gana, aunque imagino que prefieres llamarme Yusuf”, dijo el mancebo con voz de mando.
Y el moro añadió: “Así será, pues es tu voluntad. Pero antes de partir hacia Córdoba, quiero presentarte a Sadán. El es mi compañero íntimo y logra con su compañía que todas mis noches sean un anticipo del edén. No podría separarme de su lado y por eso te pido que además de estos nueve muchachos permitas que él venga conmigo donde haya de servirte”.

 “No podría desear otra dicha mayor para ambos. Y veo que tu amigo no sólo es un mozo muy fuerte, sino que también es tremendamente atractivo por su aspecto viril. Debe ser un guerrero tan temible en la guerra como apasionado y deseado en el amor”, agregó Guzmán.


“Lo es y su potencia en ambas cosas es admirable”, afirmó Mustafá, que se rozó el culo con una mano seguramente a causa de un acto reflejo recordando el gusto que le habría dado ese fogoso amante la noche anterior.

Y de repente el conde se fijó mejor en el carnoso culo de Mustafá y entendió cual era la razón de la fogosidad sexual de Sadán, perfectamente explicable, desde luego.

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