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Autor: Maestro Andreas

martes, 2 de abril de 2013

Capítulo L



Una sólida muralla, en cuyo extremo se destacaba una torre más alta que el resto, todas de forma cúbica y dentadas en su cima con almenas usadas como parapetos por los arqueros a la hora de defender la fortaleza de cualquier ataque enemigo, les anunció al conde y sus hombres que se acercaban al imponente castillo de Alarcos.

Nuño mandó sonar el cuerno de guerra para anunciar su presencia y uno de los imesebelen alzó el brazo para mostrar en alto la enseña feudal con las armas de Alguízar que remataba su blasón una cimera empenachada en azul, blanco y rojo y ceñida en lo alto por una corona condal.

A la vista del grupo de jinetes se abrieron las puertas del castillo y cinco guerreros salieron por ellas dirigiéndose hacia el conde y su gente.
Al frente de ese comité de bienvenida iba Don Silvestre, el alcaide del bastión, y con él cuatro hombres de armas formaban su escolta y el comité que recibía al conde en Alarcos, enarbolando el pendón de Castilla en señal de acatamiento al rey y de cordialidad con sus enviados.

Don Silvestre saludó a Nuño con una inclinación de cabeza, pues el rango del conde rara superior al suyo, dado que el conde formaba parte del reducido círculo de prohombres de reino que al mismo tiempo eran miembros del consejo real.
Y el de Alguízar respondió al saludo con cortesía sin dejar de lado ni un ápice de su alta posición en la corte ni de su abolengo nobiliario.

Eran tiempos en los que los lazos de obediencia y vasallaje, establecidos en función de una estructura social rígida, vertical y piramidal por capas casi impermeables y siempre difíciles de superar sino te ayudaba la sangre y el nacimiento, constituían la médula que vertebrada la espina dorsal de aquel mundo estratificado y sometido a férreas normas de conducta sumisa de los menos privilegiados ante los poderosos; y todo ello adornado con un ceremonial casi religioso de culto al señor.

Sin olvidar que la mayor parte de la población de un reino eran siervos de la gleba, que poca libertad tenían frente a los dueños de la tierra, o esclavos en toda la extensión de la palabra que sólo eran una propiedad más de sus dueños.
Y a los plebeyos, entre los que estaban los burgueses, entendiendo por tales los habitantes de un burgo o ciudad y no un acomodado ciudadano, como se calificó siglos más tarde a las personas conservadoras y adineradas, no les quedaba más remedio que protegerse de los abusos de la nobleza al amparo de los abades y obispos y bajando la cerviz como bueyes capados, además de pagarles los consiguientes diezmos y otras limosnas que a cambio de indulgencias y perdones les iban sacando a tiras como la piel le saltaba a un esclavo castigado por el látigo de su amo.

El baño caliente y la frescura de las esencias conque los eunucos perfumaban el agua, dejaban los cuerpos del conde y sus caballeros esclavos relajados y descansados como si antes de eso no hubiesen cabalgado largo y tendido por campos de mieses y baldíos o yermos territorios, procurando bordear los bosques de encinas u otra espesura, por si les tendían una celada los esbirros de Don Fadrique.


Nuño tuvo ganas de solazarse con los cuerpos de sus muchachos y los acarició a todos primero y luego los palpó con brío y apretó sus carnes con fuerte apetito sexual y pasó a penetrarlos y dejar que ellos también gozasen unos con otros como burros salidos y siempre al son que tocase el amo.

También el resto de la comitiva del conde se despachó a gusto vaciando los huevos de la presión de la leche almacenada durante el último trecho del viaje, que en el caso de los imesebelen era mucha y necesitaban rápidamente un cumplido desahogo para que no les reventasen, y los culos de los eunucos, los dos napolitanos y por supuesto el de Rui, quedaron servidos para el resto de esa jornada; o al menos hasta pasada la media tarde.

El alcaide aguardaba al conde en el salón principal del castillo, ya a mesa a puesta y rebosante de apetecibles viandas, y con él estaba un joven en la mitad de la veintena que le fue presentado a Nuño con mucha parsimonia al nombrarlo, añadiendo que era Don Cenón, el heredero del barón de Bertia.


El muchacho era atractivo y destacaban sus ojos verdes, que relucían medio tapados por parte de la media melena parda y lisa y algo desaliñada que le enmarcaba la cara.
Y el conde lo saludó con mucha condescendencia pues el cuerpo del mozo cuando menos merecía un respeto aunque no llevase la sangre de un noble. Nuño les fue presentando a sus muchachos a los dos caballeros y pudo darse cuenta que la belleza de sus chicos no les era indiferente a ninguno de los dos.

Ni tampoco se le escapó al conde ni al mancebo que ambos hombres se intercambiaban miradas de una complicidad particular, que en parte recordaban las que ellos mismos se dirigían cuando estaban con alguien que no debía conocer la especial relación existente entre los dos.

Guzmán en seguida dedujo que esos tíos estaban liados y se amaban, pero también le dio la impresión que no descartaban incluir a otro u otros en sus ratos de sexo.
Sin duda eran pareja unidos por una fuerte pasión, pero sin despreciar disfrutar de otro cuerpo de hombre para retozar juntos y saciarse de sensaciones eróticas y fuertes dosis de vicio y placeres.

Y no sólo Cenón era bello, pues Silvestre, ya en los treinta años, era un macho que podía dejar sin respiración a cualquier damisela en edad de merecer.
Un hombre fuerte y musculoso, de barba cerrada y con mucho vello en los antebrazos y sobre el dorso de las manos, que auguraban un resto corporal tapizado de pelos negros en abundancia.
Y, desde luego en mayor cantidad que el de su amante, cuyo aspecto era muy masculino, pero menos duro que el del alcaide.


De todas formas a Nuño no la hacia puta gracia que aquellos dos machos anduviesen rondando a sus esclavos, no porque no se fiase de la fidelidad y cordura de los chavales, sino que temía, como siempre, que sus gracias y hermosuras tentasen excesivamente a los otros y tuviese que ajustarles las cuentas a todos de forma drástica.

Pero también tuvo la ocurrencia de hacer venir junto a ellos a Rui y lo puso delante de los morros de Silvestre y Cenón como un señuelo para hacer envestir al toro.
Y vaya si causó efecto en ellos el remeneo de cachas del avispado zagal y sus miradas falsamente inocentes que encubrían su natural tendencia a encandilar a los hombres y llevarlos al huerto para disfrutar con sus vergas dentro de su vicioso culo.
Rui quedó prendado de la virilidad de Silvestre y no había que escudriñar mucho el gesto de su rostro para adivinar que ya se veía sentado a horcajadas sobre los muslos de ese macho y con su polla clavada en el culo para sentirse totalmente empalado, de paso que se aprovechaba del pene del otro machazo algo más joven, que se lo imaginaba gustoso y gordo como una morcilla de Burgos y dándole rica leche para saciar su lujuriosa voracidad sexual.

Hizo lo indecible para caerle bien a esos dos caballeros y tampoco le hacía falta mucho esfuerzo para gustarles, pues Rui era tan bien parecido y de buenas carnes prietas y puestas en el sitio justo para resultar un capricho lascivo, como zorra para saber atraer las miradas de los hombres hacia sus redondas y turgentes nalgas, tan sugerentes para cualquier macho como el mejor par de tetas de una moza lozana y hermosa.


Pero por si todavía quedaban dudas acerca de si Rui consiguiera encandilar a Silvestre y a su amigo Cenón, el mancebo, muy en su papel de celestina para lograr su propósito de librarse de esa putilla, entabló una animada conversación con ambos caballeros sobre los placeres que puedan darse en una relación entre hombres, llegando incluso al apareamiento, y al conde y al resto de los chicos les quedó claro cuales eran las preferencias sexuales de esos dos jóvenes guerreros.

El mayor prefería metérsela por el culo a otro tío y al más joven, su amado Cenón (escrito con C, como le puntualizó al mancebo al preguntarle si su nombre era Zenón, con Z, como el del filósofo griego de la escuela eleática), tanto podía gustarle un buen culo masculino como una contundente verga grande, dura y absolutamente empalmada, entrándole por el ano; sobre todo si era la de su amante.

Y si disponía de otro agujero para clavársela mientras el otro lo perforaba a él, entonces el gozo era perfecto y total.
Y el conde y el mancebo tuvieron la misma idea para insinuarles a esa pareja que disfrutasen esa noche en compañía de Rui; que por la sonrisa que dibujaron sus labios, el muy puta no le hacía ascos en absoluto a tal propuesta.
Pero antes había que disfrutar de la cena opíparamente preparada por los criados del alcaide para obsequiar y ofrecer una grata hospitalidad a tan distinguidos huéspedes.

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