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Autor: Maestro Andreas
jueves, 11 de abril de 2013
Capítulo LII
Ya no se veían las torres del castillo de Alarcos y en esa fortaleza quedaba Rui, seguramente todavía más escocido y con las patas separadas, pues era probable que Silvestre y Cenón le diesen caña por eso de ser todavía novedad y no haberse hartado lo suficiente del culo de ese muchacho.
También pudiera ser que el muy puto conquistase a los dos caballeros y lograse ser algo más que su ramera para pasar el rato y divertirse follando y usando su cuerpo como les apeteciese a ambos señores.
Pero ese extremo ya no era de la incumbencia del conde y tal posición entre la pareja debería ser el chico quien la ganase.
Lo que más le importaba a Nuño era la cara de satisfacción del mancebo desde que salieran del castillo dejando atrás a esa zorra viciosa criado por la monjas y que pretendía llevarse de calle a los dos machitos que formaban el cuadro de esclavos personales del conde feroz; puesto que a dicho amo lo veía algo difícil de engatusar estando tan cerca el mancebo.
El trayecto fue largo y cansado porque se detuvieron poco hasta avistar a lo lejos la silueta rotunda de las murallas de Córdoba.
Allí estaba al alcance de sus ojos la hermosa ciudad que fuera cabeza del gran califato de los Omeyas.
Destacaban contra el cielo algunos minaretes, ya viejos y hasta descuidados, pero no por ello menos hermosos de lo que lucieron en otros días de mayor esplendor.
Y fijando la vista en la masa de construcciones que se apretaban en la lejanía, se distinguía la bella fábrica del mejor monumento de la ciudad. La gran mezquita.
Y a Guzmán se le erizó la piel al verla y su sangre árabe festejó esa visión del templo en que sus antepasados oraron y rindieron culto conforme a sus creencias y ritos, pero que su otro abuelo, el rey Fernando, la convirtiera en catedral cristiana tras la conquista de la ciudad.
Estaban demasiado fatigados para apreciar cuanto les iban ofreciendo a su paso las calles y plazas de la ciudad, pero los chicos y el amo forzaban la atención en aquellas fachadas e imaginaban las maravillas que debían encerrar esos muros.
Y no quedaron defraudados al llegar al fastuoso alcázar, ubicado a orillas del Guadalquivir, que sirviera de alojamiento a la corte califal y antes fuera residencia del gobernador romano.
Si no era tan rico en su decoración como el de Sevilla, sin duda era grandioso con una elegante solemnidad que llegaba a sobrecoger al entrar en sus estancias y salones.
Y este palacio sería su albergue en Córdoba por decisión del propio rey Don Alfonso.
Aquellos patios de fuentes rumorosas y serena vegetación de plantas y flores de colores vivos, que trasmitían un frescor indecible a los aposentos anexos, adornados con arabescos muy elaborados, y al resto de los aledaños, contagiando de paz y relajación a los seres que los disfrutaban, dejaron boquiabiertos al conde y sus hombres que tendrían el privilegio de alojarse en un lugar de ensueño.
Para el mancebo y los otros suponía hallarse en el marco donde se desarrollara la época más importante y grandiosa de la monarquía árabe en la península de Hispania.
Y aunque sus antepasados almohades hubiesen fijado su corte en Sevilla, eso no restaba transcendencia al hecho de verse rodeado de ese lujo que como príncipe de ese pueblo le correspondía.
Y Nuño lo miró con expectación al observar su cara ensimismada que denotaba estar muy lejos de él en ese momento.
Y el amo consideró oportuno recordar al esclavo que tan sólo era eso.
Un ser con dueño sometido a una rígida esclavitud por las férreas cadenas del amor.
Guzmán ni se percató que su amo se le acercaba por detrás y volvió al mundo real al notar dos fuertes palmadas en el trasero.
Hasta se asustó por un instante, pero le cerró la boca la de su amante al besarlo en los labios y dejar caer en sus oídos con voz queda que lo iba a atravesar allí mismo, pero no con la hoja afilada con la que le rasgaba la ropa en el culo, sino con la verga durísima que el chico ya sentía empujando su esfínter para entrar.
Nuño apretó al mancebo contra una pared de azulejos coloreados con finos dibujos geométricos; y mientras lo follaba con dureza le repetía una u otra vez que viese bien y se fijase en la belleza conque se rodeaban los príncipes árabes. Y que entre todo ese lujoso confort, ninguno gozó como lo estaba haciendo él en esos momentos al sentir que la polla de su amo le reventaba el culo sin ninguna consideración a su calidad real y principesca.
O precisamente en atención a ella se la endiñaba con más brío para dejarlo más alegre que el canto de un ruiseñor en primavera, al tiempo que el amo se complacía montando a su esclavo como a una de las perras de la jauría del ilustre califa.
Y no cabria duda que también esas hembras caninas tendrían el rango adecuado entre su especie animal.
Pues el mancebo, entre los esclavos del conde, era el preferido y el más usado de todos para satisfacer la concupiscencia de su señor.
Pero también les llegó al resto de los muchachos su turno después de un baño de inmersión entre pétalos de flores y nenúfares flotando a su alrededor y de que los eunucos los preparasen convenientemente para ser gozados por el amo y se diesen también placer entre ellos.
Hassan y Abdul sabían como dejarles las tripas vacías y muy limpias para recibir la noble verga del dueño de esos jóvenes caballeros, en cuyas armas se veía un blasón cercado por una cadena como símbolo de la posesión a que los sometía el conde feroz.
Toda la nobleza que el rey les concediera no bastaba para romper los lazos de hierro con su amo y señor.
Y tampoco ellos aspiraban a ser libres de nuevo y dejar de servir al hombre que les había llenado la vida y las entrañas de gozos no imaginados antes de conocerlo y ser de su propiedad.
Nuño vibró de delirio esa tarde en los aposentos árabes del alcázar de Córdoba.
Los muelles almohadones y cojines extendidos por el suelo recogieron el temblor de los chicos y el fuerte estremecimiento del amo al disfrutar de sus cuerpos y su encendida devoción para adorarlo y ofrecerle todo el gusto que el señor de sus vidas desease obtener con ellos.
Y sólo rompió el ardiente clima erógeno de la tarde el canto de un pájaro silvestre que se coló por la rendija de la celosía volando ligero desde la cima de un ciprés o quizás de un naranjo de los muchos que había en los jardines de la palaciega fortaleza.
Y ese pequeño jilguero le recordó al conde al otro Yusuf que fuera su amado antes que el mancebo.
Nunca comparaba a esos dos hombres que amaba y lo amaban hasta en la muerte, pero quizás el aroma de las flores y el aire calmado que se paseaba por todas partes en ese recinto encantado, le trajeron al recuerdo la noche de luna en la que en una terraza de su castillo el otro muchacho almohade se entregó para ser su hembra hasta el amanecer y nunca volvió a ver la luz de la mañana.
Quedaba muy lejos esa trágica vivencia y el mancebo había logrado devolverle el gusto por la vida y la alegría perdida, pero jamás olvidaría ni ese dolor ni esa felicidad que perdió en un instante a causa de un malhadado flechazo que se clavó inmisericorde en la espalda de su amado compañero de juegos y de placer.
Y como si el destino jugase con las casualidades, un experto arquero era el corazón que ahora latía en su pecho.
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