Autor

Autor: Maestro Andreas

miércoles, 24 de abril de 2013

Capítulo LV


Las espadas se movían nerviosas en las manos de los recién estrenados caballeros, pues estaban más ansiosos que el mancebo y el conde, o los mismos guerreros negros, para batirse por su propia supervivencia y la de sus compañeros.
Guzmán temía por la vida de todos y más por la de su amo y le rogó a éste que le dejara ir hacia quienes lo reclamaban, evitando así el sacrificio del resto de los muchachos y, aunque sabía que eso no se lo concedería, le suplicó también a Nuño que salvase la vida por bien de la condesa y sus hijos.

 “No quiero oírte decir sandeces, pues aún en este trance te parto la boca de un sopapo si me provocas otra vez con tales estupideces”, le espetó el amo al esclavo sin mirarlo siquiera.
Y añadió: “Sólo tenemos una salida ante la situación en que nos encontramos. Y la estrategia a seguir para lograrla es morir matando; y ya que no podemos salvar la vida dejaremos intacto nuestro honor de caballeros. Guzmán hasta aquí hemos llegado juntos y unidos daremos el salto mortal al otro mundo, si hay un más allá que nos depare la felicidad que están a punto de arrebatarnos con el último aliento de vida que nos quede para mirarnos y besarnos expirando el postrer suspiro de amor entre los dos. Y cuando veas que caigo, pues han de abatirme primero si quieren llegar hasta ti, ven y cógete de mi mano para no perdernos al quedar ciegos nuestros ojos... Y ahora dejémonos de palabras pues toca pelear con la nobleza de leones salvajes y la prontitud en el ataque de una pantera, ya que la fuerza del toro y la ferocidad del lobo nos sobran a los dos”.


Y el conde lanzó su última arenga a sus muchachos y les encendió el ánimo para morder como perros rabiosos al enemigo; y ordenando a los esclavos senegaleses que rodeasen a su príncipe impidiendo que nadie lo rozase, formó una linea de defensa, colocándose a la cabeza de sus jóvenes guerreros y mentalmente le pidió perdón a Doña Sol por dejarla sola y sin más protección que su inteligencia y la entereza de su carácter.
Se acordó de sus hijos y dio por seguro que el pequeño Fernando igualaría al menos su destreza con las armas, superando incluso su fama de caballero.
Y algún día, ese crío ya convertido en hombre, vengaría su muerte y la del mancebo cobrándose sobrada justicia por la villanía que iban a cometer los putos cabrones mandados por el infante Don Fadrique.

Y la tierra retumbó al ponerse en movimiento la horda asesina que se lanzaba contra ellos.
La caduca medina del gran califa de Córdoba tembló y algunas piedras se desplomaron con el avance de unas espadas que llevaban la muerte prendida de sus filos.

Eran demasiados, ciertamente, pues superaban a los hombres del conde en una proporción de veinte a uno; e iban armados hasta los dientes y bien pertrechados con escudos, mazas y espadas.

Nuño no reconoció a ninguno de los que encabezaban la marcha, ni les vio blasones que mostrasen su alcurnia y abolengo, o simplemente su condición de caballeros.
Y se dijo para si mismo: “Serán hijos de puta y perros sarnosos estos jodidos cerdos sin padre conocido, que se ocultan tras modestas rodelas y no lucen las armas de sus casas en sus petos! No son caballeros y si lo fueren no merecen seguir siéndolo, pues no respetan tal condición ni las maneras que han de regir la lucha entre hombres de honor. Maldito sea ese cabrito infante que tanto teme a mi amado como para empujarlo a tramar su perdición y su muerte. Pero es que no sabe ese infame que la vida de este mancebo lleva unida la de otro hombre? Cómo pretende matarlo sin darme muerte a mi antes que a él! Si ahora tuviese delante de mis ojos a ese cobarde le sacaría los suyos antes de abrirlo en canal desde la garganta al escroto y le haría comerse la polla. Pero aunque no sea en esta vida me las pagará ese jodido de mierda. Lo juro por mis muertos, entre los que ya cuento a mi amado y a mi mismo y también a estos otros chavales llenos de vigor y belleza que dejarán sus ansias de gozo entre estas ruinas de una ciudad hundida por la codicia y la mala intención de quienes no la disfrutaron ni solazaron su ocio entre sus muros, hoy derribados, y los jardines en los que solamente crecen ahora las malas yerbas. Pero ya están encima nuestra esos malditos y hay que darles cumplida respuesta a su osada y estúpida bravuconería”.

 “Que nadie se mueva hasta oír mi señal!”, gritó el conde, y nadie movió un músculo ni dejó de observar al enemigo, que ya estaba a unos pasos de ellos.


Sergo rechinó los dientes y aferró con furia el pomo de su espada como si fuera el mango del hacha de un leñador.
Y Ramiro lo miró atentamente y no retiró la vista del chico hasta que éste giró la cabeza hacia él y le sonrió como diciéndole que había llegado el momento de demostrar quien de los dos amaba más a Guzmán.
Pero Ramiro no pretendía que Sergo le retara a eso, sino que le respondiese sin palabras que también él lo quería y le agradecía el placer que gozaran los dos juntos.
Mas ya no les quedaba tiempo para esas cosas y sólo restaba cargarse antes de morir al mayor número posible de esos cabrones que tenían delante.
Y sólo había que ver a Iñigo para darse cuenta que hasta la tensión del ataque y el miedo, pues por muy valientes que fueran sentían miedo ante la muerte, les hacia a todos más hermosos y sus rostros se iluminaban con un resplandor distinto y especial como si fuese un aura sobrenatural que ya los envolvía para llevárselos con suavidad y prontitud de la tierra.
Y qué lástima sería que sus cuerpos fuesen mutilados o deformados por las heridas, pensaba Hassan al ver a los chicos preparados y dispuestos a pelear hasta el final.
Aunque también temía por su amado guerrero africano y los otros esclavos negros, así como por su compañero Abdul y los dos chavales napolitanos que ya eran más que hermanos para el castrado.
Sin embargo, que sentido tendría la vida para él y los otros sin tener a su príncipe para servirlo.
Sin Yusuf todo estaba perdido y nada valía la pena para Hassan, ni siquiera el amor y el placer que le daba tan generosamente el bravo Ali.

El aire se volvió polvo levantado por los que avanzaban hacia el conde y sus hombres; y sólo veían yelmos de hierro sin brillo ni gloria.
 Y Nuño elevó su mano izquierda para dar la señal de ataque; y al bajarla con decisión, lanzando un alarido estremecedor que impulsaba a su hombres a la lucha, un prolongado e intenso silbido resonó como salido de las mismas columnas del salón del trono del califa y una nube compacta de flechas cayó sobre las espaldas de los hombres armados que traidoramente pretendían la muerte del mancebo y todos sus camaradas de armas.

Cayeron muchos de ellos atravesados por varias saetas y los que iban delante se encontraron con los filos de las espadas del conde y los suyos, que no ahorraban mandobles y tajazos en todas direcciones causando estragos a quienes alcanzaban en su mortal recorrido.

Nuño sajó brazos y cortó cabezas con secos golpes de espada, en competencia con los mortíferos senegaleses que sembraban el horror entre los diezmados atacantes, regándolos con sangre de inmediato.
Sergo hizo honor a su casta de vikingo y fue tan fiero en la batalla que tan solo en los primeros embates se cobró seis vidas de sus oponentes.
Y Ramiro hizo gala de su destreza de noble estirpe, al igual que Iñigo, y con arrogancia de caballero que estrena sus nuevas armas, dio lustre a sus blasones tiñendo de rojo su espada con la sangre de cinco rufianes para empezar a entrar en calor y soltar los músculos antes de comenzar la carnicería. El bello doncel de cabellos rubios, con elegancia y sin denotar cansancio ni fatiga, se despachó en solitario a siete haciendo requiebros y recortes felinos que desconcertaban a los contrarios antes de dejar de latir sus corazones secos de sangre.

Pero el mancebo no pudo unirse a la pelea como era su intención, porque, como salidos de la tierra, diez jóvenes armados con cimitarras y a pecho descubierto, vestidos con finos bombachos y cubiertos los cabellos con blancos turbantes, rodearon a Guzmán y ni dejaron que él se acercase a los que luchaban en su entorno, ni que nadie traspasase esa barrera humana de carne joven y dispuestos a todo por preservar la integridad y la vida de aquel príncipe.


Estos muchachos eran tan bellos y sus cuerpos tan armoniosos, que más parecían guardianes de un paraíso que criaturas de este mundo.
Y toda aquella protección era incomprensible para Guzmán, que ni entendía lo que estaba pasando, ni podía figurarse que lo tomasen y respetasen por otro mérito que no fuese ser un esclavo más de su amo y señor.

Pero en cuanto terminase la contienda seguramente alguien le explicaría el motivo de la oportuna intervención de un aguerrido ejercito de jóvenes con atuendos a la usanza árabe y ojos almendrados y oscuros como los del mancebo, que más que surgidos de las entrañas de la tierra habían bajado del cielo

No hay comentarios:

Publicar un comentario