Autor

Autor: Maestro Andreas

viernes, 30 de agosto de 2013

Capítulo LXXXV

El conde quería agasajar a Nauzet y también a sus nobles caballeros revestidos con sus estrenados títulos y mandó organizar un banquete esa noche al que asistieron los principales capitanes de su tropa y los lugartenientes y jefes de la hueste del príncipe sujeto principal del homenaje.
Todos asistieron bien vestidos a la usanza árabe y luciendo sus cuerpos adornados con exquisitas telas de seda y damasco de varios colores.
Relucía el oro y diferente pedrería en los adornos que colgaban de sus cuellos y mostraban orgullosos sobre los pechos semidesnudos, atrapando en ellos destellos de luz multicolor.
Pero si uno resaltaba entre todos era Guzmán, sin más joyas que su belleza natural medio cubierta con seda blanca y sujeta con broches de plata.
El cabello suelto, sin tocado alguno, y aquellos ojos negros y luminosos como la coche de luna llena cegaban a Nuño y a cuantos pretendían mantener la mirada del mancebo.


Su aroma a nardos silvestres y jazmines llenaba el aire y atraía el olfato de quienes estaban más cerca del bello príncipe.
Mas el conde no dejaba ni un instante de ver a su amado y codiciar para sí toda su atención y el brillo de sus ojos.

Pero Nauzet se lo ponía difícil porque se empeñaba en atraer al mancebo, sin disimular que estaba rendido a su hermosura y a esas otras virtudes que atesoraba Guzmán, entre las que destacaba la cultura y prudencia que demostraba al conversar.

El resto de los comensales se volcaban en otros que despertaban su interés, así como Sergo y Ramiro, elegantes como correspondía a sus dignidades, sobaban y besaban a sus amados sin importarles cuanto sucediese a su lado.
Tanto Ubay como Ariel flotaban en una rayo de luz mágica y se acomodaban entre los brazos de sus amantes buscando ese otro corazón que les hacía latir el suyo a un ritmo desbocado.

Sólo Iñigo parecía descolgado de aquel escenario y su mirada volaba ausente a otro lugar, posiblemente para posarse aún sin criterio sobre otro cuerpo ausente que le dejara una honda huella en su deseo.

Y antes de los postres, Nuño pretendió romper la dinámica que se había entablado en torno a Guzmán, fundamentalmente a causa de la insistente atención de Nauzet, y mandó traer a los veinte esclavos regalados por éste para contemplarlos aseados y con una apariencia más vistosa que cuando los trajeran encadenados y cubiertos de polvo y miseria.

Todos callaron al ver entrar la hilera de cautivos, limpios y desnudos para observar mejor sus cualidades y las virtudes físicas de aquellos jóvenes fuertes y bravos que ahora solamente eran miserables cuerpos esclavizados para uso de quienes ya eran sus amos.
Y aunque todos pertenecieran al conde y su mancebo, éste último poco tenía que decir y nada que disponer sobre el futuro y el uso les deparaba la suerte a esos desgraciados muchachos, pues aún no estaba claro para nadie cual sería su destino y a que otras manos irían sus carnes.

Eran demasiados para que el conde se quedase con todos, así que algunos o la mayoría serían entregados a otros amos, ya fuese a cambio de precio o como meros obsequios acordes con la generosidad del noble conde.

A la cabeza de los rehenes estaba el más joven de todos, que no alcanzaba todavía los veinte años, muy bien formado y tan bien fibrado que parecía esculpido en madera por un gran artista. El cabello lo tenía castaño y formando grandes caracoles que le caían sobre la frente. Y los ojos miraban continuamente al suelo para ocultar la vergüenza de estar desnudo e indefenso y maniatado ante otros hombres. Todos ellos llevaban cadenas que unían sus muñecas y los tobillos para impedirles intentar una descabellada fuga que sólo les acarrearía una muerte instantánea.

Y por un lado daba gusto ver a esos muchachos en la flor de la vida, pletóricos de salud aunque alguno todavía llevase alguna herida como recuerdo de la lucha donde fueran vencidos por le príncipe Nauzet. Pero también acongojaba pensar en que suerte correrían a partir de entonces, pues tanto podrían encontrar una dicha jamás soñada por ellos, o las más horribles vejaciones y malos tratos no deseados ni para la más detestable de las bestias.
Nuño miró en particular al primero de la fila y le ordenó que girase sobre sí mismo para comprobar toda la esplendidez de su físico.
Y el chico, reacio a exhibirse como un potro, o mejor una yegua destinada a ser cubierta por un garañón, se hizo el remolón hasta que un soldado le arreó un cachete en la mejilla y le obligó a obedecer a su señor.

El rapaz se dejó ver por todos lados y tuvo que oír los comentarios de aprobación de algunos y hasta frases más o menos jocosas relacionadas con sus atributos y la apariencia aterciopelada de su piel morena.
El conde le preguntó su nombre y apenas pudo escuchar un leve murmullo que quería decir Yuba.
Y Nuño se lo hizo repetir gritándole con voz potente y agria.

Y el chico dijo en alto ese nombre que era el de una divinidad masculina: “Yuba me llamo y soy un guerrero que prefiere mil veces la muerte a ser un pobre esclavo para ser tratado como una mala bestia; o lo que es peor, como una puta para saciar el vicio de otros hombres”.


El conde clavó en él sus ojos encendidos por la llama verde de su ira y gritó: “Que lleven a este esclavo a mis aposentos y lo amarren a uno de los postes que sostiene el techo de la tienda. Va a aprender rápido quién es su amo y como debe obedecer y complacerlo. Aunque tenga que arrancarte la piel a jirones a fuerza de látigo voy a doblegarte y hacer de ti un manso cordero metiéndote ese puto orgullo por el culo. Fuera de mi vista. Soldado, llévatelo de aquí antes de que me arrepienta y lo atraviese con mi espada ante mis invitados”.

Se hizo un silencio tenso y al rato Nuño volvió a decir: “Reconozco que son valientes estos cabrones y eso me gusta. Y también me agrada su aire de machos intentando defender su virilidad y su palmito. Pero precisamente ese tipo de retos son los que me dan más morbo y me hacen vibrar a la hora de domarlos y someter su voluntad a la mía... Dame la mano, Guzmán, que quiero sentir tu calor y tu energía para no saltar con otra impertinencia parecida a la de este miserable. Ese joven pronto va a saber lo que es bueno!”

“Sí, mi señor. Pero tened en cuenta que hasta ayer eran buenos soldados y hombres con honor y dignidad. Y perder todo eso para servir a otro hombre y hacerlo con agrado sólo es posible cuando se ama y sólo se concibe la vida por y para ese hombre, tal y como me sucedió a mí contigo, amado mío”, dijo el mancebo recostando su cabeza en el hombro de su amante.

Cuantos estaban presentes en la cena no perdieron detalle de lo ocurrido entre el conde y el descarado esclavo, menos uno.
Y ese era Iñigo que estaba más pendiente de otro preso mucho más hombre que ese joven y de una virilidad entre las piernas apabullante y asombrosamente bonita y grande.
Algo menos oscura que los cojones que colgaban por detrás, la verga de Falé se balanceaba al moverse el esclavo para dejarse ver y mostrar en público sus facultades tanto para el trabajo como para la reproducción.
Era un buen ejemplar que valdría su peso en oro para cubrir esclavas y engendrar más siervos para su amo, o dedicado a cualquier trabajo donde fuese necesaria la fuerza bruta.
Sus músculos garantizaban un resultado positivo, lo mismo que esos huevos oscuros y la polla gorda y de un tamaño más que respetable podían aventurar la fuerza de su semen para preñar hembras.

Pero a Iñigo no se le pasaba por la cabeza desperdiciar ese potencial masculino en tales tareas.
Si de él dependiese y fuese suyo ese esclavo, lo admiraría a diario desnudo y lo sobaría por todas parte para acariciarle después la entrepierna y comerle la polla y los testículos antes de ordeñarlo y beber su leche.


El bello joven de cabellos dorados pensaba con deleite en esa crema espesa y blanca que saldría por el capullo de ese macho y le llenaría la boca dejándole el salado gusto de su esperma.
Y lo que ya no quería ni imaginar era sentir la entrada de ese miembro potente en su ano y penetrar por su recto para descargar dentro de su vientre la semilla que almacenaban tan magníficas bolas.

Eso sería algo parecido a estar en el cielo con un ser de otro mundo jodiéndole el culo hasta preñarle todo el cuerpo.
Lo malo era que el ejemplar era del conde y no suyo.
Y seguramente Nuño sabría como sacarle el mejor partido a este mozo cuya mirada intimidaba a Iñigo y lo dejaba sin aliento.

Y ahí estaba casi al alcance de su mano pero no tenía derecho a tocarlo ni a pretender notar con su tacto la textura de esa carne que le estaba haciendo perder el sentido.
Y aspiró el aire al moverse Falé y hasta su nariz llegó el olor acre de su cuerpo y sus partes que seguían balanceándose como incensarios que aromatizan el aire viciado por los fieles al atiborrar la iglesia en los días de culto.


Para Iñigo ese aroma era más agradable que los perfumes de oriente que despedían los nobles caballeros sentados a su lado y que el suyo propio también.
Se quedaba sin duda con el aire sazonado al pasar entre los muslos de Falé; y con ese perfume divino en sus fosas nasales querría dormir esa noche después de saciarse con la esencia que atesoraban las gónadas negruzcas del esclavo.

domingo, 25 de agosto de 2013

Capítulo LXXXIV


Y el príncipe Nauzet miró a Nuño y sin perder un gesto de media sonrisa le dijo: ”Señor conde, para que os vais a esforzar en lo que ya no es necesario? Esas fuerzas enemigas contra las que pretendéis batiros ya no son un peligro para su alteza ni para vos. Mis tropas han interceptado a los soldados del sultán de Fez y los hemos derrotado causándoles muchas bajas y también apresando a un centenar de jóvenes que ahora son míseros esclavos y viajan encadenados hacia Marrakech. Y con ellos va el jefe que los mandaba encabezando la cuerda de cautivos que caminan penosamente a un destino que os aseguro que no es nada envidiable. Si os fijáis bien en esos hombres que me acompañan, conde, veréis las indudables señales de la feroz lucha que han mantenido en el desierto; y aun saliendo vencedores eso no quita para que algunos estén heridos y sobre todo cansados para partir y cabalgar de inmediato. Por eso os pido que nos alberguéis un par de días y mis gentes puedan recuperar las fuerzas y estar en mejor disposición de viajar otra vez”.

El conde se sorprendió tanto como el mancebo y el resto de los muchachos que oyeron las palabras del príncipe y todos fueron a ver el estado de aquellos guerreros que les salvaran de una muerte casi segura.
En los rostros de los soldados se reflejaba el fragor de la contienda, pero sus miradas orgullosas y aún fieras mantenían viva la llama que impulsara sus ánimos en el combate.
Y tras ellos, cargados de gruesas cadenas e hincados en la arena de rodillas, vieron una veintena de muchachos medio desnudos y muy sucios que miraban al suelo como no queriendo ver el negro destino que se abría ante ellos.

Y Nuño le preguntó a Nauzet: “Y a esos prisioneros por que los habéis traído con vos?”
El príncipe dibujó una amplia sonrisa de satisfacción y respondió: “Quise elegir entre los rehenes este ramillete de hombres jóvenes y hermosos para ofrecérselos como esclavos a su alteza el príncipe Yusuf y a vos, señor. Son fuertes y vigorosos a pesar de su lamentable aspecto y serán unos buenos y estimables esclavos que aprenderán a serviros como mejor os plazca. Os ruego, alteza, y a vos señor conde que los aceptéis como un presente y mi personal ofrenda a la sangre del gran califa”.

Nuño aceptó el regalo en nombre del mancebo y en el suyo propio y Guzmán se acercó a los cautivos, como si en parte fuesen a ser de su propiedad, y los observó uno a uno sin poder ocultar en su mirada la pena que le causaba su desgracia.
Y sus ojos chocaron de frente con los de uno de ellos que levantó la vista al tener delante suya al mancebo.

Le hirió esa mirada que salía con fuego de un par de ojazos verdes y tan húmedos y frescos como la hierba al amanecer.
Y no pudo evitar fijarse más detenidamente en aquel hombre joven que ahora se veía reducido a la condición de un simple animal para servir a un amo.
Y sin pensar en lo que su boca decía le preguntó al esclavo cual era su nombre y su edad.
 El chico rehusó contestar y el golpe del látigo de uno de los guardianes sacó de su garganta un gruñido y motivó que Guzmán detuviese el brazo del soldado para que no cayera sobre el joven un segundo latigazo.



Y entonces el humillado mozo le respondió al mancebo a regañadientes: “Me llamo Falé y me hice soldado a los quince años y sirvo a mi señor el gran sultán de los merinís desde hace dos lustros”.
Guzmán giró la cabeza hacia el conde y éste entendió su súplica y se limitó a hacer un gesto de afirmación y consentimiento.
Y el mancebo le dijo al esclavo que se levantase del suelo.
Falé dudó un instante, pero obedeció y dejó patente su fuerte musculatura y la envergadura de su equilibrada anatomía que provocó la admiración de los otros hombres que lo contemplaban, quedando marcada a fuego en la retina de Iñigo.
El rubio efebo creyó ver ante sí a un verdadero dios de la virilidad hecho carne.
Y a pesar de la mugre que cubría la tostada piel de Falé, sintió un irreprimible deseo de tocarlo y sentirse estrechado entre los brazos de aquel hermoso ejemplar que ya pertenecía a su amo el conde, aunque Nauzet desease que tan hermoso presente fuese para el mancebo.

Cómo iba a saber ese príncipe que el descendiente del califa sólo era otro esclavo igual que ese desventurado que él regalaba como si se tratase de una valiosa joya.
Y por su aspecto desde luego lo era para Iñigo y de mucho más precio y valor que un saco de esmeraldas.
Falé únicamente tenía dos piedras preciosas de color verde intenso y estaban tras sus pestañas; y ahora lo miraban y parecían entender lo que estaba pasando por la mente del rubio caballero del conde feroz.
Pero también pudo apreciar Iñigo un rictus altanero en ese brillo intenso que lo atravesó de parte a parte.




En Falé se mezclaba un sentimiento de rabia contenida y de orgullo herido que descargaba contra ese otro bello joven que lo miraba sin recato y dejaba traslucir algo que el esclavo no supo entender y lo tomó como la peor de las humillaciones que recibiera desde que fuera apresado.

Y el conde ordenó que lavasen a esos desgraciados y los dejasen presentables para ver bien como eran y que rendimiento podría sacar de ellos, sin descartar la venta, pues todos parecían recios y con buena encarnadura para soportar trabajos duros y servir como bestias de carga o tiro delante de un arado.
Y aunque por el momento no se planteaba usar a alguno como objeto sexual, tampoco apartaba de su mente esa posibilidad ahora que perdía a tres de sus esclavos personales, que además de ser caballeros ya estaba revestidos de la dignidad nobiliaria que merecían por su valor e hidalguía de sangre o temperamento y raza.

Y fue entonces cuando les comunicó a Iñigo y a Ramiro las noticias plasmadas en la carta del rey, que le fue entregada de nuevo por el mancebo.
A Iñigo le costó trabajo creerse que su tío le hiciera su heredero y ahora fuese la cabeza de su familia. Pero pasado el primer momento de sorpresa, comenzó a percatarse de su nueva condición y cuales eran las responsabilidades que asumía con el título de conde de Albar.
Pero no imaginaba que eso supusiera la inmediata separación del conde y del resto de sus compañeros cuyas vergas le daban tanto gusto al tenerlas en la boca y mucho más dentro del culo.

Ramiro se lo tomó peor, pues rompió a llorar por la muerte de su abuelo al que quería más que a su padre.
Y el llanto hizo que su cara pareciese la de un niño desconsolado que necesita unos brazos que cobijen su pena.
Y fueron los del conde los que abrazaron al chaval y lo consoló a besos y caricias en la cabeza como si todavía fuese un infante y estuviese desvalido ante un hecho que le causase un grave infortunio.
Y realmente el dolor por la pérdida del abuelo era demasiado fuerte para poder alegrarse y aceptar su herencia con agrado.
Mas hay cosas que desgraciadamente son irremediables y la más irreversible de todas es la muerte cuando no es falsa como la que fingió el mancebo para seguir viviendo con su amante.

El conde mandó a los dos chicos que se arrodillasen ante él y en nombre del rey los invistió con los honores y dignidades inherentes a los títulos que desde ese momento ostentaban.

Y el conde dijo: “Siento apartar de mí a estos dos nobles caballeros que me son muy queridos, pero el rey ordena que vuelvan y se presente ante él en la corte. Iñigo partirás hacia Castilla y luego irás a mis tierras para entregarle a mi señora la condesa Doña Sol una carta y también para ver a tu hermana Blanca. Y deseo que en mi ausencia veles por ellas y mis hijos y administres mis dominios y posesiones con el mismo celo que emplearás en los tuyos. Y tú, Ramiro, que asumes la grandeza de una de las estirpes más ilustres de León, al ser nombrado por nuestro señor el rey marqués de Olmo, ve y cumple con tus deberes y obligaciones con el ansia conque defenderás tus derechos frente al resto de los hombres. Y piensa que has de proteger y cuidar del bien de tus feudatarios, siervos y esclavos. Un señor tiene privilegios pero también ha de soportar una pesada carga sobre sus hombros, pues la responsabilidad de mandar hombres es mucha y muy penoso decidir sobra la vida y la muerte de otros seres”.

Ariel no pudo contener las lágrimas y miró a Ramiro con un sentimiento de abandono que partía el alma.
Y el joven marqués de Olmo le devolvió otra mirada de desolación al verse ya separado de ese muchacho que ahora era lo más importante de su vida.
Y Guzmán no perdió ni un solo matiz de cuantos se cruzaron los dos muchachos en aquellas miradas de desesperación y súplica y le habló a su amante al oído.

Y entonces, el conde volvió a decir: “Ramiro, quiero hacerte un regalo como muestra de mi afecto y en prueba de lo bien que me has servido en este tiempo que permaneciste conmigo. Y ese obsequio que te hago no te costará esfuerzo llevarlo contigo porque sabe moverse muy bien y con una gracia que emboba a quien lo mira. Ariel, el señor marqués es tu nuevo amo y espero que le sirvas con el mismo esmero y complacencia como me has servido a mí. Ramiro acepta a este esclavo tan bello y joven, pero úsalo con sentido para obtener de él todo el provecho que sin duda sabrá darte. Es tuyo y deseo que sea de tu agrado el regalo”.


Los dos chicos no pudieron reprimir un grito de júbilo y sin tener en cuenta las distancias sociales que los separaban ni el debido protocolo acorde con un acto solemne de investidura, se abrazaron y apretaron sus cuerpos uno contra el otro como intentando traspasarse para juntar sus corazones y fundirlos para siempre.
Y sin más se besaron en la boca mordiéndose en los labios con desaforada lujuria.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Capítulo LXXXIII


 “Esperad, mi señor! No deis orden de atacar todavía!” exclamó Sadán sujetando el brazo derecho del conde.
Mustafá miró con más detenimiento hacia los jinetes que se aproximaban a buen trote y también se dio cuenta que no venían en formación de carga y las enseñas que los precedían no eran del califa de Fez ni de alguno de sus nobles, sino del de Marrakech y concretamente la que destacaba sobre todas era la del muy noble y valeroso príncipe Nauzet.


Nuño agudizó su mirada y percibió igualmente que aquel ejército no venía para atacarlos ni el sol destellaba en las hojas desenvainadas de alfanjes y cimitarras.
No eran enemigos sino las fuerzas que el sultán almohade enviaba en su auxilio.
Pero, en cualquier caso, ello no significaba que estuviesen a salvo, pues las noticias eran que un contingente bastante numeroso partiera de Fez en su busca para darles muerte tras una batalla sin cuartel.
O al menos esas eran las intenciones del sultán meriní, a tenor de lo que decían los informadores.

Guzmán se adelantó saliendo del cerco de sus guardianes y junto a su amante escudriñó el horizonte para divisar mejor el batallón de hombres de guerra que ya estaban casi a tiro de una de sus flechas.
Y distinguió una enseña verde con un alfanje apaisado de color dorado, que debería ser del príncipe que mandaba esas fuerzas, y las banderolas rojas del sultán, en cuyo centro destacaba un tablero ajedrezado en blanco y negro, similares a las que enarbolaban los ejércitos de su abuelo, según le contara Aldalahá, ese noble almohade sevillano al que tanto estimaba y que era en gran medida el artífice de la cultura que atesoraba el mancebo.

Nuño le ordenó de inmediato que volviese junto a los otros muchachos y se mantuviese al lado de Ariel y Ubay, sin separarse de ellos por ningún motivo.
Asimismo, le dijo a Sergo y a sus otros caballeros, todavía esclavos, que rodeasen a Guzmán y a los dos chavales y que los eunucos se pusiesen a ambos costados de los tres preciosos muchachos de piel canela.
Y detrás de todos ellos, acariciando el pomo de sus mortales aceros, mandó que estuviesen los fieles imesebelen que servían a su amado príncipe desde su primer viaje a Sevilla.

Quizá eran excesivas precauciones tratándose de la visita de aliados en lugar de gentes hostiles, pero Nuño no quería dejar nada sin atar suficientemente ni bajar la guardia para evitar desagradables complicaciones hasta no estar plenamente seguro de las pretensiones de un desconocido por muy príncipe almohade que fuese.
Tratándose de la vida de Guzmán desconfiaba hasta de su sombra si antes no hubiese comprobado que le era amiga.


El apuesto Nauzet, uno de los más destacados príncipes y guerreros de la corte de Marrakech y sobrino del sultán, desmontó de su corcel negro como el ébano, ricamente enjaezado con borlas de oro y arneses labrados, y se aproximó al conde con una amplia sonrisa sacudiéndose la arena que cubrían sus ropas.
Sus hombres aguardaron unos pasos por detrás de su señor y éste saludó ceremoniosamente a Nuño diciéndole: “Conde, soy el enviado de mi señor el sultán Abu Hafs Umar al-Murtada para proteger la estimada vida de su alteza el príncipe Muhammad Yusuf An-Mustansir, descendiente del gran califa Muhammad An-Nasir, su augusto abuelo y gran protector de los creyentes. Señor conde os saludo en nombre de mi soberano y os doy la bienvenida a su reino, a vos y al resto de los caballeros y guerreros que os acompañan”.

El príncipe Nauzet hizo de nuevo el cortés saludo al estilo árabe y se inclinó ligeramente ante el conde antes de dirigir su mirada y aproximarse al grupo donde estaba el mancebo con los otros muchachos.
Y sin titubeo alguno dobló su cintura ante Guzmán y le dijo: “Mi príncipe y señor lo que se cuenta de vos respecto a vuestra belleza y gentileza es tan sólo un pálido reflejo de la realidad. Pues aun viendo vuestra figura sin ropajes ostentosos como corresponde a vuestro rango, la apostura, dignidad y elegancia en el gesto que denota vuestra alteza son más significativos y evidentes para saber cual es vuestra condición que todo el oro y las sedas de Damasco con las que podáis cubrir vuestra preciosa figura. Mi señor, entre mil jóvenes que se parecieran a vos distinguiría sin dudarlo cual de ellos es el hermoso príncipe Yusuf. Vuestra alteza destaca sin pretenderlo entre cualquier otro hombre por muy bello y adornado que se presente ante el mundo. Y eso que estos dos muchachos que os acompañan son de una hermosura poco común y sería difícil igualar sus prendas”.


Guzmán sonrió entre complacido y azarado por las palabras dichas por Nauzet y el conde, nada contento por tanta lisonja hacia Guzmán y mucho menos porque su intento de confundir a los desconocidos respecto a la identidad del mancebo no le había dado ningún resultado con este príncipe, que además de guapo le estaba resultando zalamero en exceso, tomó de la mano al mancebo y como si no oyera lo que Nauzet dijera se lo presentó formalmente diciendo: “Alteza. Príncipe Nauzet, os presento a su alteza real el infante Don Guzmán de Castilla y Borgoña, conocido también por el nombre de Muhammad Yusuf An-Mustansir, príncipe de los almohades. Y con él os presento también a mis caballeros y nobles señores que nos acompañan en este viaje”.

Y haciendo un gesto a Sergo para que se adelantase, prosiguió: “Este es mi alférez mayor y lugarteniente, el barón de Lanzón. Sergo es uno de mis más queridos caballeros en el que tengo depositada toda mi confianza al igual que su alteza el príncipe Yusuf”.

El conde miró a Iñigo y a Ramiro y les dijo que se acercaran también y añadió: “Estos otros dos jóvenes pertenecen a unas de las familias más ilustres de los reinos de Castilla y León y son también dos caballeros tan queridos por su alteza y por mí que puede decirse que forman parte de nosotros mismos. Ahora no hay tiempo para anunciarles las noticias recibidas hace unas horas de mi señor el rey Don Alfonso, que les afectan a ambos, pero que dada la grave situación en la que nos encontramos ante el fuerte ataque que hemos de afrontar en breve, no es momento para trasmitírselas. Pero, aun así, quiero encomendar a su alteza don Guzmán para que sea el depositario de la misiva real de su egregio tío y señor. Guzmán guarda este pergamino en tu pecho para darlo a conocer si sobrevivimos a esta nueva prueba a que nos somete el destino. Yo he de luchar al frente de mis hombres y no puedo ocuparme de su custodia”.

Los muchachos, menos Guzmán, se miraron con sorpresa y un punto de intriga sobre lo que estaba escrito en ese documento que ahora pasaba a manos del mancebo.
Luego le tocó el turno a Mustafá y Sadán, pero tras estas presentaciones Nauzet preguntó al conde: “Y quienes son estos otros dos muchachos tan bellos que siguen al lado de su alteza?”

Nuño dudó antes de responder, pero no tardó en decir: “Uno se llama Ariel y es un esclavo de mi propiedad, el otro, Ubay, es un cautivo apresado en la reyerta que ya tuvimos con las fuerzas del sultán de Fez y fue el único superviviente entre las huestes de los benimerines. Ahora está al cuidado de Don Sergo”.

“Así que es un enemigo de mi señor! Pero es tan hermoso que entiendo que le hayáis perdonado la vida, señor conde”, dijo Nauzet.

Y Nuño aclaró: “No fui yo quien perdonó y salvó la vida de ese muchacho, sino su alteza haciendo gala de su infinita generosidad. A él le debe estar vivo y haber encontrado una razón para seguir en este mundo y ser dichoso de nuevo. No es verdad, Ubay?”

“Sí, mi señor. He encontrado una felicidad con la que nunca pude soñar ni creí que fuese posible sentir tanta dicha amando con esta intensidad que me quema el corazón. Y quiero dar las gracias al príncipe Yusuf por no permitir que muriese entonces”, respondió Ubay con notoria alegría en sus pupilas.

Y el conde dijo con voz sonora y fuerte: “Ahora, señores, sigamos con los preparativos para la defensa y no perdamos un tiempo que puede sernos precioso para salvar nuestras vidas. Y agradezcamos la presencia del príncipe Nauzet y sus fuerzas que nos serán de gran ayuda frente al enemigo común”.

sábado, 17 de agosto de 2013

Capítulo LXXXII


Cumpliendo las órdenes del conde, se estaban realizando a marchas forzadas los preparativos para defenderse del inminente ataque de los benimerines.
Unos cavaban grandes y profundas zanjas, capaces de tragarse varios caballos con sus respectivos jinetes, abiertas en las zonas más vulnerables por las que podían llegar los enemigos, que luego se disimulaban con arena una vez cubiertas con hojas de palmera para armar tales trampas.
Los imesebelen protegerían con sus vidas al príncipe Yusuf, que en todo momento estaría acompañado por Ariel y Ubay, con el fin de que ningún atacante distinguiese fácilmente cual de los tres era el objetivo de su misión asesina, dada la semejanza que había entre los tres muchachos por el color de su piel, color del pelo y un tipo bastante parecido como para confundirlos al no conocerlos en persona.
Y cerca de ellos estarían espada en mano Ramiro, que no deseaba perder de vista a su amado Ariel, y Sergo, el flamante alférez mayor del conde, que ahora tenía que luchar hasta la muerte no sólo para proteger la vida del mancebo sino también la de su amado Ubay, que temía por la vida de su nuevo amante y su corazón se encogía imaginando perder ahora ese amor que tan dichoso lo hacía son sus caricias, su comprensión y su tremenda verga dura y siempre en forma para perforarle el culo.

Nuño disponía la estrategia y ultimaba los detalles que habrían de observar y cumplir los jefes de sus huestes.
Y estando en estos afanes, yendo de un lado a otro sin descanso ni tomarse un respiro para recuperar el resuello, un centinela dio el grito de alerta porque se aproximaba al campamento un impreciso tropel de jinetes que se movían en una polvorienta nube que se alzaba en el aire difuminando sus siluetas y ocultando su número.


El conde llamó a sus capitanes y los reunió para tomar una rápida decisión y aprestarse a la lucha sin terminar aún del todo los defensas ni acabar de armar las trampas bajo la arena.
El nerviosismo flotaba en la atmósfera bajo el toldo de la gran tienda donde el conde estableciera su cuartel general y los jóvenes guerreros, empapados en sudor frío por la excitación de la cercana contienda, escuchaban a su caudillo con total admiración y respeto.

Podría ser el fin para todos, pero de lo que nadie dudaba es que venderían cara su sangre.
El mancebo protestaba porque todos los planes del conde tenían como objetivo proteger su persona aun a riesgo de la vida de todos los demás hombres y admitir eso sin rechistar ni exponer su punto de vista le costaba a Guzmán un tremendo esfuerzo imposible de soportar con resignación y sin dejar clara su intención de batirse como el mejor y más arriesgado de todos.

Pero Nuño no le daba vela en el asunto y los demás capitanes coincidían con el conde en que la misión principal consistía en guardar la vida de ese bello príncipe, pues él era quien tenía que llegar a Marrakech para cumplir lo que unos y otros esperaban de la arriesgada misión emprendida.
Incluso Nuño dio órdenes concisas a varios imesebelen para que si la situación se volvía muy comprometida partieran a galope tendido llevando con ellos a su amado Yusuf, aunque tuviesen que hacerlo a la fuerza y contra su voluntad.

Eso no lo sabía Guzmán, pues eran órdenes secretas del conde, y con su mancebo se llevarían también a los dos rapaces de piel tostada, para que en esa huida no fuese fácil distinguir cual de ellos era el verdadero príncipe, y a los fieles eunucos a fin de que no le faltasen las debidas atenciones a su alteza.

El único que conocía todos los planes del conde era su nuevo lugarteniente, al que le había hecho jurar que partiría también con ellos para hacerse cargo de la protección de esos chavales y de consolar a Guzmán si el conde perdía la vida por mantener a raya al enemigo.
Y si eso ocurría, Sergo, como buen macho, asumiría la obligación, el derecho y el inmenso placer de aliviar la pena y satisfacer las necesidades sexuales de los dos rapaces que Nuño le dejaba a su cargo, además de holgar y gozar a sus anchas con su estimado Ubay.


El joven barón pasaría a ser el gallito que cubriese a las tres gallinas que su señor el conde dejaba a su cuidado para tenerlas siempre cluecas y sin parar de fecundarlas para poner huevos dorados y de buen tamaño aun a costa de agotar los suyos con tanto darles semen.

Sergo no ocultó su asombro primero y luego su frustración al privarle de dar su vida como sus compañeros, mas sólo le preguntó al conde que sería de Ramiro e Iñigo.
Y Nuño casi sin voz y con la garganta atenazada por un fuerte nudo de pena y dolor, le respondió que ellos seguirían la misma suerte que él corriese, puesto que su puesto estaba al lado de su señor natural para morir junto a él.

La alta prosapia y alcurnia de ambos jóvenes ya pesaba en el ánimo del conde y no podía privarles del privilegio de dar la vida por mantener bien alto el pabellón de sus nobles casas y dinastías.
Ese era el tributo que correspondía pagar por el rancio abolengo de sus títulos y el rango de caballeros distinguidos del reino.

Sergo no pudo ocultar las lágrimas al oír al conde y le dijo que prefería mil veces quedarse él y Ubay y que esos dos hermosos mozos se fuesen con Guzmán y Ariel.
Sin embargo, Nuño lo tenía todo decidido y muy pensado y no cabía vuelta atrás en ninguno de sus planes ni proyectos.
Se haría como él decía y no había más que hablar del asunto.
Y, por supuesto, todo ello era alto secreto para el resto de los guerreros y del mismo mancebo y los chicos que se irían con él.


El recio alférez mayor inclinó la cabeza y salió de la tienda con los ojos arrasados en lágrimas.
Y el conde, al quedarse solo, no disimuló por más tiempo su amargura y también dejó caer gruesas lágrimas por sus rudas y curtidas mejillas.
Era muy duro tomar estas decisiones que por una parte implicaba romper la promesa hecha a Guzmán de morir juntos cuando el destino los pusiese ante ese trance, como ya estuviera a punto de suceder y era lo que ambos deseaban y se habían jurado mil veces, y por otra, suponía erigirse en un dios con poder sobre la vida y la muerte de unos jóvenes valientes que todavía estaban en la flor de la vida.

Pero la autoridad y el poder lleva consigo tales cargas y un buen jefe ha de asumir el dolor y la gloria con la misma entereza de espíritu.
Y eso lo sabía muy bien Nuño y jamás dejaría de cumplir con su destino como líder de aquel nutrido grupo de escogidos guerreros.

Fue Mustafá el que irrumpió precipitadamente en la jaima y se dirigió al conde atropellando casi las palabras y de inmediato apareció también Sadán que se limitó a permanecer callado mientras su amante daba el parte de como estaba la situación y el estado de los trabajos tendentes a darles una adecuada bienvenida a los asaltantes.

Faltaba bastante para realizar todo cuanto Nuño había dicho, pero la columna de polvo ya estaba demasiado cerca para continuar con esos planes, por lo que aconsejaba al jefe que era mejor plantearse la lucha de otro modo.
La confrontación directa sin conocer el número de soldados que se le venían encima no era lo más aconsejable, pero tampoco tendrían muchas oportunidades si no plantaban cara al enemigo.


Ya no quedaba tiempo de abandonar el oasis ni podían hacerlo con la suficiente rapidez como para evitar que les diesen alcance masacrándolos por retaguardia.
Y Nuño, reconcentrado en sus pensamientos y sin decir palabra, llegó a la conclusión que sólo quedaba resistir como mejor pudiesen y por tiempo suficiente para facilitar la huida a Guzmán y su reducido séquito a cuya cabeza marcharía Sergo.

Y esa solución la consideró como la más adecuada y trasmitió a Mustafá los órdenes oportunas para organizar la resistencia hasta la extenuación de sus fuerzas, sin mencionar el extremo de la inevitable escapada de su amado Yusuf para ponerlo a salvo y que los almohades no perdiesen las esperanzas puestas en su príncipe y él no sacrificase su corazón para seguir viviendo en su recuerdo.

Se dio cuenta que lo adoraba demasiado para permitir que muriese y era consciente que lo estaba obligando a vivir sin su compañía y su amor, aun sabiendo que a Guzmán eso lo mataría y se negaría a sobrevivir al hombre que significaba todo su universo.

Y por eso haría jurar a Sergo que impediría que el mancebo se quitase la vida, aun a riesgo de encadenarlo y encerrarlo en la torre del bosque negro hasta que no recobrase la cordura.


Otro dolor más y una insoportable carga que echaría sobre los hombres del noble y fiel mozo que tanto amaba a Guzmán y había encontrado consuelo a su ilusión imposible en otro corazón abierto a la esperanza de vivir una pasión renacida de las cenizas de un fuego apagado por la muerte.

El conde salió de la tienda con Mustafá y Sadán y se dirigió a ver el tropel de jinetes que ya tenían encima.
Se divisaban ya los estandartes que precedían a los guerreros y apreciaban claramente los destellos de lanzas y armaduras, así como las cimeras que adornaban rutilantes los yelmos de los soldados de aquel ejército fantasmal que surgía del desierto envuelto en una tremenda polvareda que ya empezaba a diluirse y dejar su huella aterradora en las retinas de quienes observaban tal aparición.

lunes, 12 de agosto de 2013

Capítulo LXXXI


El conde daba las últimas órdenes para continuar el viaje cuando uno de los imesebelen le anunció la llegada de un mensajero.
El hombre se arrodilló ante Nuño y estiró el brazo derecho entregándole un rollo de pergamino con los sellos del rey Don Alfonso X.
Había volado prácticamente desde Castilla cruzando el estrecho y adentrándose en tierras hostiles para llegar a Marrakech, bajo la protección de un grupo de jinetes tuareg.
Y tras recibir estos guerreros noticias por un espía de un inminente ataque de las tropas de Fez al oasis donde estaba el conde y los suyos, cambiaron la ruta para advertir del peligro al príncipe Yusuf y llevaron con ellos a este portador de la misiva real.
Nuño tomó en su mano el rollo y levantó los sellos con cuidado desenrollando la carta con parsimonia.


Leyó despacio y sin cambiar el gesto ni mostrar emoción o asombro por lo que pudiera decir el monarca; y al concluir miró al mancebo y le dijo: “Tu tío está bien y dice que en la corte no hay grandes novedades. Quiere saber de ti y si tu salud es buena y también espera que le cuente los avatares que hayamos tenido que afrontar en lo que llevamos de viaje. Pregunta cual es mi opinión sobre el resultado de la empresa que nos encomendó y le preocupa tu seguridad y la del resto de nosotros, por supuesto. Pero en realidad mi señor, el noble rey de Castilla y León, teme por ti y entre líneas puede leerse que te añora y desearía tenerte a su lado, aun a sabiendas de los peligros que entraña tu presencia en la corte. Me temo que su hermano Don Fadrique sigue siendo un riesgo demasiado grande para no tenerlo en cuenta por el momento. Me da noticias de Sol y los niños y añade que están deseando volver a vernos y a estar todos juntos en mis tierras. Hace votos por el éxito de esta empresa y promete los acostumbrados honores para recompensar mi lealtad y mis servicios”.

El conde hizo una pausa y el mancebo le dijo que a él también le gustaría pasar más tiempo con su tío el rey, porque lo estimaba de veras y consideraba que su afecto era sincero y en verdad lo amaba como a un hijo y él lo quería también puesto que le había dado el calor familiar que desde la muerte de su madre no había vuelto a sentir.
Guzmán le decía al conde que llevar en las venas la misma sangre no bastaba para apreciar a otra persona y lo importante para sentir amor era notar esa complicidad necesaria que une a las personas; y estando con su tío el rey sentía esa proximidad que acercaba sus almas y les hacía gozar de un mismo interés por las cosas. “Sin embargo, nunca elegiría su compañía a costa de apartarme de ti, mi amado señor. Mi vida está a tu lado y mi suerte correrá la misma suerte que te depare la vida, amor mío”, dijo el mancebo casi con lágrimas en sus ojos negros.


Y de inmediato preguntó a Nuño: “Qué más dice el rey? Tu silencio guardo algo más que no parece que te guste decirlo. No me hagas sufrir por más tiempo la angustia de temer algo malo”.
Nuño bajo la mirada hacia el pergamino y dijo: “Hay dos noticias que no sé si considerarlas malas o buenas. Son malas porque nos comunican dos muertes y son buenas puesto que la desaparición de esas nobles personas es la fortuna para dos jóvenes a los que mi corazón y el tuyo estiman demasiado para separarlos de nosotros sin que suframos un duro golpe por ello. El rey nuestro señor, nos comunica la defunción del conde Albar y del marqués de Olmo. El tío de Iñigo y el abuelo de Ramiro”.

“Lamento la noticia. Será un motivo de tristeza para los dos”, dijo el mancebo.
Y Nuño continuó: “Sí. Lo será. sobre todo para Ramiro que estaba más unido a su abuelo que a su propio padre. Y por eso éste le nombró su único heredero en el testamento y el rey ha ratificada la investidura de Ramiro como el nuevo marqués de Olmo, convirtiéndose en el señor de ese feudo y dueño de todas las posesiones de su noble antecesor. Ahora es un hombre poderoso y forma parte de los más notables señores del reino. Lo mismo que Iñigo, pues también lo designó como su heredero su tío y asume el dominio de sus tierras y los títulos y blasones heráldicos al convertirse en la cabeza de esa ilustre familia. También él es ahora un gran señor rico y con mucha influencia en la corte del rey”.

Guzmán no articuló palabra, pero se daba perfecta cuenta de lo que significaba todo eso para su amo y para sus hasta ahora compañeros de esclavitud.
En cosa de un día tres de sus compañeros dejaban de ser esclavos de su amo para revestirse de la grandeza de poderosos señores y asumir el estatus reservado a la alta nobleza.
Y él, que era más que todos ellos e incluso estaba por encima de su amo y dueño en alcurnia, renunciaba a títulos y honores principescos con tal de poder seguir amando y sirviendo al hombre que adoraba y por cuyo amor vivía.
Para el mancebo no había mayor honor ni grandeza que ser el esclavo del conde, porque el amor que los unía superaba toda fortuna y cualquier poder por muy grande que fuera.
Sólo codiciaba la felicidad al lado de Nuño y el resto no le importaba una mierda sino lo compartía con su amante para darle mayor placer y hacer que fuese el hombre más dichoso del universo.
Lo que todavía no le había dicho el conde era que los chicos debían de partir de inmediato hacia la corte de rey de Castilla porque así lo ordenaba y deseaba ser él mismo quien les otorgase tales dignidades ante toda la corte, estando representados los tres estados que formaban las cortes de León y de Castilla.

Don Alfonso quería una ceremonia solemne y lamentaba que en ella no pudiesen estar presentes el conde y su mancebo al tener que continuar la encomienda ante el sultán de Marrakech.
Guzmán no suponía tal cosa ni que esas noticias implicasen la separación inmediata de esos compañeros a los que amaba más que si fuesen sus hermanos.
Pero a veces la vida juega esas malas pasadas y no deja que las alegrías sean completas, puesto que parece empeñarse en cobrar un tributo a veces demasiado elevado y costoso por cualquier dicha que nos sea dada.

El conde perdía al menos dos hermosos y apetitosos culos, pero lo que más sentía era separarse de tan buenos caballeros y tan esforzados y valientes guerreros.
Eso si lo echaría en falta con la marcha de Iñigo y Ramiro.
Pero, por otro lado, al menos sobre Iñigo conservaría una relación de vasallaje que lo tendría atado a su dominio de por vida.
Y, además, iba siendo hora de que alguien de su confianza cuidase de cerca a su amada Doña Sol y a sus hijos, con quienes vivía Blanca, la hermana de Iñigo.

El bello efebo velaría por los intereses del conde y su familia al tiempo que cuidaba los suyos propios.
Y, de ese modo, Nuño estaría más tranquilo y tendría la seguridad que sus seres queridos estaban en buenas manos.
El único problema era que el culo del muchacho no tendría alegría hasta que el conde volviese y le desatascase el recto a pollazos.
Esa forzosa castidad sí la sentiría Iñigo y sus carnes arderían de pasión por las noches sin lograr remediar su calentura de una forma más natural y agradable que matarse a pajas.


Ramiro lo pasaría mejor porque el siempre tendría un culo a mano para joderlo y dejarlo reventado con su contundente verga de macho dominante y con la experiencia adquirida durante su esclavitud como puta al servicio del conde feroz.
Y Sergo quizá ya no los echase tanto de menos para follar con ellos, ya que ahora tenía unas nalgas hermosas y una boca preciosa que alimentar con su leche a diario.
Pero indudablemente notaría la ausencia de esos compañeros de tantas noches de gozo y también de luchas y hasta penurias soportadas como buenos camaradas y dentro del sacrificio que impone ser un caballero.

En cualquier caso parecía que la peor parte se la llevaría el bello Iñigo que se quedaba sin la verga de esos machos que hasta ahora lo cubrían y llenaban su vientre de semen y placer.
Y eso también pesaba en el ánimo del conde porque comprendía lo que supondría para el chico esa carencia y por el momento no tenía una solución adecuada para solventar el problema.
Y sin duda turbaba su ánimo privarse del cuerpo y la compañía del rubio joven, cuya hermosura dejaba sin aire a muchos otros machos que no ocultaban el efecto que sus ojos celestes les causaban cuando los miraba, ni podían disimular lo cachondos que les ponía su equilibrado físico y las redondas y prietas nalgas que remataban su perfecta espalda.


Iñigo era demasiado bello para no lamentar que se separarse de su lado aunque solamente fuese por un tiempo.
Mas la voluntad del rey y la nueva situación del chaval imponía ese sacrificio tanto al conde como al propio muchacho.
Pero no dijo nada de tal marcha al mancebo y abordó el problema de un nuevo ataque viendo la oportunidad de exponerse a la pelea a campo abierto o atrincherarse en el oasis preparando la defensa y tomando medidas adecuadas para repeler al enemigo.

Llamó a los jefes de sus fuerzas y también a su recién estrenado lugarteniente y al resto de sus caballeros todavía esclavos, para prevenirles del posible ataque, y empezó a madurar un plan defensivo que les explicaría con detalles y escucharía también las sugerencias que ellos aportasen para salir airosos de ese nuevo trance que el destino les deparaba.

Lo que sí estaba claro, era que hasta no haber superado esa nueva batalla y salvado el pellejo, la marcha de los dos muchachos era inviable, pues sería mucho más peligroso que fuesen cazados como conejos al regresar hacia el norte si se iban de inmediato.
Así que decidió que lo mejor sería callar ese extremo y no decirles nada por el momento. Lo primero era salir con vida de la situación y luego ya retomaría el asunto del viaje para devolver a los dos jóvenes señores a su rey y señor.

jueves, 8 de agosto de 2013

Capítulo LXXX


 La noche logró poner placidez en el rostro del conde y sus esclavos aunque posiblemente no se despertaron tan descansados como se esperaba dada la intensa vigilia sexual previa a quedarse dormidos una vez agotadas sus reservas de semen en los cojones.
Nuño estaba de muy buen humor esa mañana, pues gozar con su mancebo hasta perder la noción del tiempo producía en él un estado de generosidad con el mundo en general que hasta su amado se maravillaba del ánimo que irradiaba el conde al estar plenamente saciado por su amor.
Todos se sentían satisfechos ese día, pero Ramiro evitaba mirar de frente al amo porque no quería que notase en sus ojos el placer de haber follado sin su permiso, no sólo al joven Ariel sino también al bello Iñigo.

El chico era consciente que lo mejor sería decírselo al conde y soportar el castigo que quisiera imponerle por ello, mas no temía por él tan sólo sino por los otros dos chavales que recibirían su parte por poner el culo y servirle de putas.
Y Sergo no sabía como reaccionaría el amo al saber por su boca que el culo de Ubay ya no guardaba luto por su difunto amante.

Y la verdad era que el cautivo se entregara plenamente al fornido mozo y éste lo tomó con todo el impulso de su gran corazón y toda la energía titánica de su fuerte musculatura hasta hacer que el rapaz vibrase entre sus brazos y ya no quisiese morir sino era de gozo. 
Y en su conciencia tenía claro que el conde tendría que conocer lo sucedido esa noche y asumir las consecuencias de sus actos como debía hacerlo un verdadero macho y caballero.
Le rogaría al amo que no descargase su ira ni castigase el chico, pues él sólo se cobijó en su pecho y dejó que lo amase porque necesitaba sentirse protegido y querido por alguien para aliviar su desgracia.
Y si alguien tenía la culpa era él solo y no el otro.


Fue Sergo el que le pidió al amo que escuchase su confesión y Nuño, sonriendo por lo bajo, estuvo atento al relato de lo sucedido en la tienda que compartían esos dos muchachos.
Al terminar de hablar, Sergo se arrodilló ante el conde esperando su reacción y éste le puso ambas manos sobre los hombros y le dijo: “Sergo, eres uno de los hombre más fieles y valientes que he conocido; y aunque no hayas nacido de noble cuna, tu nobleza de espíritu y la grandeza de tu corazón son superiores a la de otros muchos que ostentas títulos y honores. Mereces que todos sepan cuales son tus méritos y reconozcan en ti a uno de los más notables caballeros del reino por tu valentía, tu coraje en al lucha y, sobre todo, tu bondad y lealtad a tu señor. Ubay no es mi esclavo y por tanto no tengo derecho a impedirle que se entregue sexualmente a otro hombre. Es un cautivo, pero es un hombre libre para decidir a quien ama y desea. Y te eligió a ti porque tú supiste conquistarlo y ganarse su afecto y deseo. Lo puse en tus mando sabiendo que pasaría eso y me complace saber que lo has logrado en tan poco tiempo. Es verdad que tú si eres mi esclavo y no eres dueño de tu cuerpo ni de tus deseos, pero no has usado ni cogido nada que fuese mío o de otro hombre. Y hay que tener en cuenta que ahora ese joven tan hermoso y atractivo te pertenece a ti y yo lo pongo bajo tu custodia para siempre. Tu único castigo será amarlo y cuidar de su seguridad y su bienestar y hacer que sienta la vida y ansíe ser feliz y vivirla contigo. Esa es la obligación que te impongo como caballero sometido a mí autoridad en vasallaje y con la sagrada obligación de respetarme y acudir a mi llamada siempre que requiera tu ayuda o servicios. Tengo potestad para otorgar títulos nobiliarios dentro de mis feudos, que luego han de ser ratificados por nuestro señor el rey”.


Nuño adoptó un solemne semblante y desenvainó la espada alzándola en alto.
Sergo miraba con cierto asombro al conde y se mantuvo callado en espera de acontecimientos.
Y no tuvo que esperar demasiado para saber que nueva concesión recibía de su señor.
Nuño miró con satisfacción al rudo mozo y procedió a la ceremonia de investidura apoyando alternativamente la refulgente hoja sobre los dos hombres del apuesto macho.
Y prosiguió: “Desde este mismo instante te nombro barón de Lanzón, alférez mayor de mis tropas y alcaide de la torre del Bosque Negro. De ese modo jamás estarás lejos de Guzmán ni de mí. Los dos te amamos y no hace falta que me digas de que modo adoras a mi mancebo. Y no sólo no me molesta ni me causa celos tu devoción por mi amado, sino que deseo que siempre mantengas esa predilección por él, sin perjuicio que ames a Ubay. Levántate y muéstrate al mundo como lo que eres, pues ya no serás nunca esclavo de nadie”.

Sergo se puso en pie y el conde lo abrazó besándolo en la boca en un signo de amistad, amor, y un deseo inagotable de poseerlo y ser el macho que tendría siempre el derecho a montarlo como a una hembra cachonda por muy noble y libre que fuese.
Al mozo le saltaron las lágrimas y agradeció al conde tales favores y distinciones y le juró fidelidad y vasallaje postrándose otra vez de hinojos ante su señor.

Nadie presenció la escena pero no eran necesarios testigos para tales favores puesto que de inmediato el conde redactó los documentos necesarios para que posteriormente fuesen ratificados por el soberano de León y Castilla.
Y al entrar de nuevo en la jaima el mancebo, al que ya habían adecentado los dos eunucos, el conde lo agarró por una mano y le presentó al nuevo barón y lugarteniente del poderoso conde de Alguízar, su dueño y amante.

El mancebo, llorando de alegría, besó a Sergo en los labios y éste le acarició el pelo con tal ternura que daban ganas de mantenerlos así de unidos para recrear la vista con una estampa tan cálida.

“Y ahora veamos que hicieron esos otros cabrones durante esta pasada noche. Apuesto que el muy jodido de Ramiro se folló a los otros dos y les preñó la barriga más de una vez para saciar a esas dos zorras y satisfacer su propia lujuria”, añadió el conde agarrando por los hombres a su amado y a su nuevo alférez mayor.
Y dijo con voz sonora: “Que vengan mis otros esclavos porque sospecho que tendré que ajustarles las cuentas a los tres. Sergo ve a por ellos y luego reúnete con Ubay y trasmítele las buenas nuevas que transformarán vuestras vidas. Y no temas en ser efusivo con ese chico ni en darle otras buenas raciones de esa estupenda medicina que llevas en la entrepierna. Ve con él, mi buen barón, y hazlo dichoso hasta que no pueda creer que aún sigue en la tierra y no está ya en el paraíso”.

Nuño atrajo hacia sí al mancebo y lo besó intensamente en la boca.
Y éste se atrevió a decirle al amo: “Si te ruego que no castigues con severidad a mis compañeros tendrás en cuenta mis deseos?”


Y Nuño le respondió: “Sólo voy a disfrutar un poco enrojeciendo las nalgas de esos putos porque ya sabes que me satisface hacerlo y quiero disfrutar de sus culos un rato. Sin demasiado esfuerzo, puesto que el agujero que quiero volver a reventar más tarde es el tuyo. Creo que te gozaré en solitario más a menudo que hasta ahora. Cada día te amo y deseo más. Así que no sufras por ellos y vuelve con tus eunucos para que te relajen los músculos del culo que te voy a follar hasta que pierdas el sentido y no sepas ni en que lugar del universo estamos, solos y juntos para siempre”.

El mancebo no ocultó su dicha con un gesto de júbilo y antes de irse le preguntó a su señor hasta cuando tenía previsto permanecer en el oasis.
Y el señor dijo: “Los heridos están casi recuperados y vuelven a tener fuerzas para galopar y luchar si es preciso. Mañana reuniré a mis capitanes y al día siguiente sin más tardanza saldremos para Marrakech. Tengo ganas de terminar esta misión y regresar a casa. Echo de menos a Sol y a mis hijos y creo que es hora de pasar un tiempo con ellos y ocuparme personalmente de la educación de mi heredero."

“Yo también los echo de menos y sobre todo añoro las partidas de ajedrez con mi muy querida amiga y esposa de mi señor. Y quiero enseñarle a Fernando a manejar el arco como un verdadero furtivo para que nunca yerre la puntería al abatir a una presa”, dijo el mancebo con nostalgia.

Y Nuño añadió: “Además ya contamos con el flamante barón de Lanzón para que me libere de las cosas más cotidianas que hasta ahora requerían mi atención para la defensa y administración de mis tierras; y, gracias a eso, tú y yo podremos solazarnos por los bosques y refrescar nuestra pasión en lagos y ríos. Ya sabes que me gusta follarte en plena naturaleza como si volviese a cazarte y te forzase a la fuerza violando ese culo que siempre será el que más estimule mi polla y haga que mi leche quiera abandonar este par de cojones que te voy a pegar al ojete en cuanto termine de arreglarle las cachas a eso tres truhanes que tengo por esclavos. Y ahora dame otro beso y lárgate a que tus dos zorras castradas te dejen bien sedado y te acicalen aún más si cabe para ser el más apetitoso bocado que pruebe este día”.

domingo, 4 de agosto de 2013

Capítulo LXXIX

El mancebo estaba tumbado sobre cojines de damasco y al ver entrar a su amo se giró levemente para mostrarle mejor el culo e incitar a su amante a que se sirviese de lo que era suyo.
El conde sonrió con una mueca en sus labios y se despojó de todo lo que llevaba encima del cuerpo; y al quedarse en cueros vivos se dejó caer sobre su amado y le sujetó fuertemente los brazos por detrás de la espalda y muy pegado a la cara le dijo: “Voy a recordarte como folla tu dueño cuando su amado le provoca un estado de total lujuria enseñándole de esa manera el culo. Nunca me cansaré de besar este cuello que me excita tanto como esas cachas que tengo bajo mi vientre. Y quiero recorrer despacio estos lugares divinos que tienes entre la nuca y los hombros y detenerme en tus orejas para morderlas con la punta de los dientes y hacer que chilles levemente como cuando acaricias la panza de una gata mimosa. Me enloqueces, Guzmán, y cada día que paso contigo me encelo más y más deseo gozarte sin desperdiciar mis fuerzas y energías con otros cuerpos. Ya ves, ese joven cautivo es una pieza preciosa que en otro tiempo no dudaría en tomar y usar de grado o por fuerza. Sin embargo, hoy y en este desierto, teniéndolo en mi poder e indefenso, no voy a tocar ni un pelo de su cabeza aunque él mismo viniese a ofrecerme su apetitoso agujero. Me quedo con este otro que voy a taladrar en un instante y que es la maravillosa entrada a mi paraíso. Ojalá que ese otro lindo ojal sepa aprovecharlo Sergo sin emplear la fuerza. Para eso dejé a su cuidado al chaval y estoy seguro que nuestro apuesto vikingo se lo lleva al huerto como a una linda y dócil cordera. Pero que ellos hagan lo que deben y tú dame los labios para confundirlos con los míos y deja que nuestras lenguas se lacen y no puedan separarse hasta que mi leche corra por tus entrañas fecundándote hasta el cerebro”.


Guzmán se derretía bajo el cuerpo de su amante y con cada embestida de su potente verga sentía que se le iba la vida en un puro goce de un erotismo bestial.
Se le ponía la piel como la de un pollo y hasta el cabello se le levantaba imitando al pene que ya no podía estar ni más duro ni más tieso.
Y con palabras entrecortadas por jadeos y gemidos, el mancebo pudo decirle a su amante que lo adoraba más que a un dios, puesto que lo amaba por encima de todo y lo deseaba con tal ansia que le dolían los sentidos de gozar con su placer.

Guzmán hasta lloraba de gusto al sentirse dominado y sodomizado con violencia por su amo y antes de notar la descarga del semen en sus tripas, su polla dejó salir la leche que pugnaba por abandonar sus apretados cojones.

Pero ese sólo sería el primer polvo y nada más tranquilizarse unos minutos los dos, sin que el conde le sacase la verga del culo a su amado, ya estaba dándole caña de nuevo y dejándole el ojete más rojo y ardido que un carbón quemándose en un pebetero.
Y realmente el cuerpo del mancebo era un recipiente ceremonial para el conde, pero no para quemar esencias o incienso, sino el ardiente amor que consumía a los dos enamorados.
Y no había mejores perfumes para ellos que el olor de sus cuerpos sudorosos y del semen vertido como fruto de su pasión.

El conde y su mancebo follaron toda la noche hasta el amanecer y no faltaron ni fuertes palmadas en las nalgas del rapaz para acelerar la circulación de su sangre y ponerlo más fogoso para complacer a su señor, ni tampoco caricias y lametones con mamadas de polla y comida de esfínter, ya que todo eso ponía muy cachondo tanto al conde como a su amado mancebo y alargaba aún más la jodienda entre los dos.

El resto de los esclavos no tenían permiso explícito del amo para follar entre ellos, pero a Ramiro le reventaban los huevos y la polla se le deshacía de calentura estando tan cerca de Ariel y rozarse contra su cuerpo, además de besarlo y sobarlo por todas partes.
Y al chico tampoco le faltaban ganas de desahogar el sofoco y el calor que le producía el contacto con ese joven tan guapo y fuerte, que le parecía el hombre más viril y bello de la tierra.
Tan sólo con verlo se empalmaba y si le rozaba con un dedo soltaba babilla por el pito como si ya fuese a correrse, el muy puto.

Ariel estaba loco por Ramiro y ya era algo tan evidente que hasta un ciego podría verlo y darse cuenta de lo que sentían esos chicos al estar juntos.
Y esa noche, después de ver como Ramiro le daba por culo a Iñigo y lo dejaba preñado y sedado, mientras Ariel le chupaba la polla al rubio efebo, el chico se metió en el mismo lecho con Ramiro y éste lo estrechó contra su cuerpo primero y al oír la serena respiración del otro esclavo, que ya dormía, Ramiro le dio la vuelta a Ariel y se la clavó por el culo amándolo con la tierna pureza de unos adolescentes.

Se confesaron su amor y Ramiro incluso lloró de emoción cuando el otro chaval le rogaba que le partiese el culo en pleno orgasmo.
Y repitieron una y otra vez, porque si debían ser castigados por hacerlo sin autorización del amo, les daba igual que les zurrase por uno polvo que por media docena.
Además el conde los castigaría igualmente por follar antes con Iñigo y por eso no merecía la pena morderse las ganas de ser felices los dos juntos.


El gozo y placer mutuo que sintieron esa noche les compensaba de toda penitencia que pudiera imponerle su señor.
Sin embargo, Sergo quiso estar más comedido con Ubay y durante la primera mitad de la noche no pasó de acariciarlo y besarlo en la frente dudando si el rapaz se daba cuenta de ello o ya dormía como un bendito acurrucado en sus brazos.
Mas esa incertidumbre se desvaneció en cuanto dejó de hacerlo, porque el chico lo miró con ojos de cordero y le dijo que se encontraba muy a gusto con él y que no dejase de hacerle esas caricias tan dulces.

Pero a Sergo le dolían los cojones de tanto tocar y no joder ni hacer nada más que acunar al rapaz como si fuese un niño.
Y ya le estaba gustando demasiado ese chico como para no desear poseerlo y gozar con él un buen rato.
Al menos se podría creer que fuese para aliviar la pesada carga de sus bolas, que se resentían de tanto continencia y no paraban de elaborar sustancia lechosa provocada por el aroma y el tacto de la piel del joven y hermoso cautivo que tenía en sus brazos.

Sería tan fácil amarrarlo abusando de su fuerza y violentarlo hasta perforarle el culo para descargar su lascivia dentro de ese vientre plano y prieto!
Pero ese no era el estilo de Sergo ni su voluntad y conciencia estaban por la labor de violar al zagal.

Sería el chico quien tendría que darse la vuelta y ofrecerle el ano separándose las nalgas con sus propias manos y rogarle que lo penetrase con su verga hasta preñarlo.
Y eso no parecía que fuese a producirse por el momento.
Así que a Sergo no le quedaba otro remedio que aguantar y hacerse una paja silenciosa aprovechando el sueño de Ubay y procurando no despertarlo.

O hacía eso o sus pelotas estallarían como castañas al fuego.
Y en cuanto creyó que el chico estaba dormido como un ángel, Sergo comenzó a menearse la polla con su mano derecha, pero no llegó muy lejos con la paja, pues otra mano, más pequeña y no tan fuerte como la suya, detuvo el movimiento masturbador y el potente y recio mozo sintió en su labios un dulce y húmedo beso que le abría la boca para introducir en ella otra lengua que sabía besar muy bien.

Los ojos de Ubay resplandecieron en la penumbra mirando las incrédulas pupilas de Sergo y éste respondió a ese beso con otro tan pasional como ansioso por ser dueño de esa boca que se le brindaba deseosa de sus labios.
La mano de Sergo se retiró de su verga y la otra la agarró con decisión para proseguir lo que esa abandonaba, pero Sergo dijo en voz muy baja: “No lo hagas. No quiero eso de ti. Estoy muy caliente y mis huevos no pueden más de tan inflados que los tengo, porque tocarte y verte me resulta muy excitante, pero no pretendo apagar mi locura y ansia de tu cuerpo con una simple paja aunque sea esa bella mano la que me la haga. Deja que mi polla recupere la cordura y vuelve a cerrar los ojos para dormirte entre mis brazos”.

Mas el chico no quiso dormir tan pronto y se apretó contra Sergo dándole la espalda y colocando su culo justo pegado a la gruesa verga del otro.
Y Sergo creyó perder la razón y el conocimiento al notar que esa mano dirigía su cipote hacia el centro de las dos apretadas nalgas del rapaz.
Sintió el roce del ano en su glande y también se dio cuenta que Ubay se mojara con saliva el agujero.

 Y casi sin darse cuenta ya estaba entrando en el recto del cautivo, conducido por la hábil diestra del chaval que conocía muy bien el camino para llegar hasta el interior de sus entrañas.
Y la razón no quería imponerse a la lujuria, pero Sergo, casi incapaz de rechazar ese cuerpo divino que se entregaba a él sin presión y por propia voluntad, le dijo al chico: “No lo hagas si no sientes algo más por mí que un simple deseo o necesidad sexual, ni tampoco por agradecer algo que yo pudiera haberte dado en este tiempo que pasamos juntos, intentando así aliviar mi excitación y la molestia que siento en mis testículos. No quiero hacer esto contigo como un desahogo. No deseo follarte si no amarte y que tú me ames a mí. Si te entregas ha de ser por que deseas ser mío y yo te tomaré para quererte por el resto de mi vida. Si sientes lo mismo por mí, di si quieres que te haga el amor. Y dime también si deseas ser mío”.

Ubay quizás en principio sólo buscaba en la fuerza de Sergo el amparo a su soledad y necesitaba sentirse protegido por otro hombre que fuese un buen macho para cubrir sus necesidades y deseos sexuales.
Y no cabía duda que si alguien reunía tales dotes, ese era el rubicundo mozo de las tierras del norte; que, además, se estaba prendando locamente del joven cautivo del conde, al que debía obediencia y respeto como amo, pero ante ese agujero húmedo latiendo ante su polla era normal que la cordura abandonase al valiente vikingo y no reparase en prendas para entrar con todas sus ganas en el culo de Ubay.

Sergo insistió de nuevo para que Ubay le respondiese cuando su glande ya acariciaba la entrada del ano del chico y éste contestó con un corto monosílabo: “Sí”.


Y ya no se lo preguntó más veces.
Ubay continuó la labor de lazarillo que había empezado y el primer polvo fue memorable y no sólo para Sergo.
El joven cautivo gimió como nunca y creyó que su cuerpo flotaba en una nube mágica de la que no quería bajar en toda la noche.
Y apenas se apeó del rabo que el otro mozo le metió por detrás para llenarlo de leche unas cuantas veces.
 Estaba claro que el pobre rapaz estaba tan necesitado de leche fresca de macho como del mismo alimento que cada día le servían para fortalecerse y recuperarse plenamente de sus heridas.
Y si algo iba a curarlo del todo era precisamente este suministro de semen por el culo que generosamente le dio el apuesto y fornido esclavo del conde y que en su intención estaba repetir las dosis al menos todas las noches en que estuviese al lado de ese bello chaval que el destino y su amo pusieran en sus manos.