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Autor: Maestro Andreas

martes, 28 de mayo de 2013

Capítulo LXIII


 El conde se quedó dormido después de follar a sus esclavos, menos al mancebo que lo dejara castigado a palo seco y sin tocarse ni el pito para mear, por impertinente y hacer preguntas tontas sin venir a cuento, y con el amo pegaron la pestaña los tres usados esa tarde, siendo Guzmán el único que seguía despierto y con el pito tieso como una vara de nardo fresca y lozana.
Y nada más pasar la media tarde, Aldalahá hizo su aparición en los aposentos del conde para decirle que tenía el gusto y el honor de haber organizado una fiesta para él y todos sus muchachos esa misma noche.
Pero no debían asistir a ella vestidos de caballeros castellanos, sino que unos esclavos castrados les traerían oportunamente las ropas que todos habrían de llevar puestas para el festejo.
A cada uno de ellos les pondrían las más adecuadas y que mejor resaltasen sus bellos atributos masculinos con atuendos al estilo árabe, mas el noble anfitrión suplicó a su amigo el conde que por esa noche dejase que su hermoso mancebo llevase la vestimenta propia de un príncipe almohade.


Nuño se hizo el duro para acceder a ese capricho de su buen y generoso amigo, pero en el fondo estaba deseando ver a su amado adornado como lo que era no sólo para Aldalahá y los jóvenes moros, sino también para él.
Guzmán no se atrevía ni a mirar a los dos señores que hablaban refiriéndose a su persona, uno con elogios y el otro, su amo, con un tono de desdén falsamente fingido.
El chico no levantaba la vista del suelo y adoptaba un gesto de humildad que conmovería al ser más duro de corazón.

Y el conde se acercó a su amado esclavo y levantándole la barbilla con la mano le dijo: “Por esta noche serás como un príncipe y al terminar la fiesta volverás a ser tu mismo sin más apelativos ni privilegios que ser mi puto esclavo. Y ahora sonríe y en cuanto nuestro amable anfitrión se vaya de esta estancia, que tus eunucos te laven por dentro y ponte a cuatro patas sobre esos cojines que te voy a reventar el culo y llenarte el vientre de leche. Y podrás vaciar tus cojones en cuanto notes que mi semen invade tus tripas. Agradece a mi noble amigo su deferencia hacia ti y lo muy espléndido que es con un ser tan indigno como tú”.
“Gracias. mi señor. Y también os doy las gracias a vos, mi buen Aldalahá, ya que no soy merecedor de tantos honores ni trato preferente respecto al resto de mis compañeros. Pero si la voluntad de mi amo es que vaya vestido como un príncipe, yo no puedo hacer otra cosa que obedecerlo y darle gusto como el diga”, dijo el mancebo con sumisión y respeto para con ambos señores.
“Está bien, Guzmán. Antes de ser Yusuf por unas horas prepárate para darme placer como debe hacer la ramera mejor enseñada de entre mis esclavos”, añadió el conde al tiempo que despedía a Aldalahá para volver a encontrarse más tarde en el magnífico salón principal del palacio.

Y el esclavo se entregó a los cuidados de sus dos eunucos para que dejasen su cuerpo limpio y en condiciones de recibir la verga de su señor.
Y la recibió más bruscamente que ninguno de los otros mozos y el amo le dio por el culo casi más como si estuviese castigando al chaval, que gozando al penetrarlo hasta el fondo y para ello apretaba con fuerza su vientre contra las nalgas del chico.


Pero al mancebo esa forma de follarlo su amo lo encendía más que las caricias o los polvos tranquilos que le metía en plena noche y casi sin despertarlo.
Cuando su dueño le atizaba con dureza y se la clavaba haciéndole daño en el agujero, Guzmán disfrutaba como nadie abriendo y entregando el culo para el deleite de su adorado amante.
Y tal era el gusto de Nuño al hacerlo de ese modo, que pronto sentía que la leche le subía a la punta del pene y tenía que hacer grandes esfuerzos para retenerla y no acabar la follada demasiado pronto.

Le gustaba enormemente joder así al mancebo y procuraba regodearse con cada embestida y notando el roce brusco de su polla dentro del recto del muchacho.
Y, sobre todo, oír los quejumbroso jadeos y gemidos del chico lo encendía como un atea untada de grasa y le azotaba las cachas con violencia para dejarle marcados los diez dedos en ellas.
Y eso también sacaba de madre al mancebo y su pito babeaba sin parar pringando las almohadas como si tuviese una considerable incontinencia en el meato de ese pene inflamado y enrojecido por la pasión y el deseo brutal de ser poseído por su dios.

Y al hacer su entrada en el salón el conde y sus hombres, Aldalahá y todos sus siervos y esclavos se quedaron pasmados de la labor realizada por los eunucos que se encargaron de vestirlos a todos.

Era una comitiva triunfal de machos casi irreales de puro hermosos.
Y sus rostros, arreglados cuidadosamente sin perder ni un ápice de su virilidad y recia masculinidad, se presentaban a los ojos del dueño de la casa y sus criados como envueltos de un halo de gloria e inalcanzables para cualquier criatura de este mundo.
Nuño iba apenas cubierto por un ropaje de tela finísima que trasparentaba lo suficiente para que se insinuase la potente estructura de su cuerpo y la envergadura de su sexo.


Y a su lado avanzaba con lentitud majestuosa el príncipe Yusuf, tocado con un turbante blanco de seda, cuyos pliegues se sujetaban con el broche del gran califa de Córdoba que antaño le regalara el mismo Aldalahá.
Iba casi desnudo, pues llevaba las nalgas al aire y solamente tapaba su miembro viril con un braguero dorado, a juego con los brazaletes de oro y pedrería que ceñían sus bíceps y las muñequeras y tobilleras del mismo metal que llevaba en los extremidades de sus miembros.
Y el pecho, tan bien esculpido y brillante por los afeites de le pusieran los eunucos, estaba adornado con una cadena de oro macizo que le colgaba del cuello y de la que pendía un medallón cuajado de esmeraldas.

Aunque en atención al rango del que estaba revestido, sólo él portaba una gran capa de un fuerte color azul que tras él sujetaban Hassan y Abdul para que no arrastrase por el suelo.
Y desde luego era la viva imagen de un poderoso y precioso sultán, merecedor del trono de un califa.
Pero la comitiva que seguía a la pareja no era menos llamativa por el lujo de sus atuendos.
Los otros esclavos del conde, al igual que los muchachos moros y los dos napolitanos, lucían sus torsos desnudos y un liviano bombacho de seda amarilla, traslúcida, que resaltaba la redondez de sus nalgas y dejaba ver sin traba alguna el resto del cuerpo que inútilmente hubiese pretendido ocultar; o cuando menos tamizar un poco para velar esas formas hermosas y tan atractivas que formaban la figura de esos jóvenes guerreros.
En el lugar de honor, al lado del anfitrión, se recostaron sobre cómodas almohadas el príncipe y su amante y el dueño de la casa hizo sonar un gong para dar comienzo al banquete.

Y docenas de esclavos entraron en la sala portando sabrosas viandas de todas clases, que por su aspecto y olor ya apetecía comérselas todas.
Los comensales rieron y disfrutaron de todos aquellos manjares y antes de llegar a los postres más de uno ya le estaba metiendo mano al compañero de al lado, incitados por el propio anfitrión que se solazaba desde el principio con el culo de dos eunucos guapísimos y muy cariñosos con su señor.

Nuño miraba de reojo a su amado al tiempo que prestaba atención a los bailarines y contorsionistas cuyos cuerpos eran más elásticos que varas de mimbre.
Y el conde pensó: “Follarse a uno de estos mozos debe ser toda una experiencia de lo más agradable, pues pueden comerse ellos mismos la polla mientras les das verga por el agujero del culo”.
Y rozando un muslo del mancebo se dobló hacia adelante para coger otro fruta casi tan jugosa como los labios de su príncipe esclavo, entrándole unas irresistibles ganas de comérselos despacio y a pequeños bocados.
Y al estar morreando con Guzmán, anunciaron la entrada en el bello patio al que daba la sala de diez imesebelen que traían dos regalos para el conde como obsequio del dueño de la finca a su gran amigo e invitado.

Y al ver de que se trataban esos presentes la concurrencia enmudeció y no se escuchaba en todo el recinto ni el vuelo de un mosquito.
 Pues tanta generosidad por parte del noble Aldalahá suponía un afecto hacia el conde más grande que si fuese su propio hijo.
Pero en realidad la magnanimidad del almohade estaba condicionada en gran medida por el amor y respeto inquebrantables que el buen hombre sentía por el mancebo.

viernes, 24 de mayo de 2013

Capítulo LXII

Nuño y Aldalahá se alejaron de la granja de esclavos guerreros y galoparon hacia otro extremo de la extensa finca donde se encontraba una amplia zona reservada a la cría y doma de caballos de pura raza árabe.
Los animales andaban sueltos por prados y vaguadas y salpicaban en millares de gotas la superficie de una laguna al trotar dentro de sus aguas fangosas, libres como el aire que se enredaba en sus crines, que parecía darles brío para correr más ligeros que el mismo viento.
Era una yeguada magnífica y tan bien cuidada y seleccionados los ejemplares que serían la envidia de la que en otros tiempos tuvieran los califas en las marismas del Guadalquivir y que todavía galopaban en estado salvaje por esos hermosos humedales.

A Nuño le fascinaban los buenos caballos, casi tanto como los bellos muchachos, pues gustaba de montar los machos de ambas especies y más domarlos y someterlos a su voluntad.
Era un buen jinete, tanto como buen follador, y sabía corregir las querencias de un noble bruto al igual que disciplinar los desvaríos o rebeldías de los muchachos que convertía en sus esclavos sexuales.
A unos y a otros les aplicaba el castigo justo y más adecuado para corregirlos y al mismo tiempo les sacaba el mejor rendimiento posible dadas sus aptitudes y carácter.
Pocos adiestradores podían hacerle sombra al domar un caballo y mucho menos al convertir a un joven macho en su mejor ramera para darle todo el placer que desease obtener del chaval.

Aldalahá llevó a Nuño al picadero donde se adiestraba a los caballos para la monta y se doblegaba el altivo orgullo y bravura de los jóvenes garañones para volverlos dóciles y manejables casi sin necesidad de fusta ni espuela.
Unos criados cepillaban dos corceles magníficos, mientras otros peinaban las colas y crines de otros tres, que, según le dijo al conde el noble almohade, iban a ser vendidos a nobles y ricos señores de la corte de Granada.
Nuño alabó la prestancia de aquellos ejemplares tanto como había ensalzado la fuerza y buena forma física de los guerreros negros; lo que enorgulleció a Aldalahá, pues si de algo estaba satisfecho era del producto que salía de ambos criaderos.

Pero el noble anfitrión también elogió el gusto del conde al elegir a sus esclavos sexuales y no se reprimió ni escatimó palabras para ensalzar la belleza de todos los muchachos que formaban la hueste de Nuño, haciendo especial hincapié en el extremado atractivo de los tres jóvenes caballeros que con el mancebo completaban el escogido grupo de esclavos personales del conde.

Tanto Iñigo como Ramiro y Sergo lo dejaran boquiabierto al verlos cubiertos tan sólo por ligeras túnicas de fino lino blanco.
Y en cuanto a Guzmán, Aldalahá no concebía un joven varón de mayor hermosura bajo las estrellas. Y allí, en ese reducto de cría caballar, el conde vio un carrusel de jinetes en una simbiosis perfecta entre machos en plena juventud.


Todos ellos eran preciosos animales que unían sus cuerpos pegando la piel uno al otro al montar los muchachos desnudos y a pelo sobre los lomos brillantes de corceles elegidos por sus virtudes de buena raza.
Trotaban en círculo al rededor de un redondel cercado con vallas de madera y el conde y su anfitrión se complacían con el espectáculo comentando cual de los equinos tenía la mejor estampa y de los chicos cual le parecía a cada señor el más elegante erguido en la grupa del noble bruto que montaba.
 Y la elección resultaba difícil pues sin ser iguales eran tremendamente bellos y finos todos los participantes, fuesen debajo a encima del otro ejemplar.

A Nuño se le salía la verga fuera de las calzas de tan gorda y crecida que se le puso viendo tanta hermosura, pero aún faltaban los números finales y Aldalahá dio dos palmadas sin advertir de nada al conde; y, para su sorpresa, los mozos se pusieron en pie sobre los lomos de los caballos haciendo piruetas imposibles sin que ninguno de ellos perdiese el equilibrio ni cayese a tierra.

No cabía duda que se trataba de hábiles y experimentados jinetes, más la prueba definitiva estaba por llegar cuando el amo de la finca ordenó que compitieran todos los participantes en la exhibición en una carrera de velocidad a todo galope.
Y los caballos con sus jinetes salieron del cercado en tropel bufando y comiéndose el aire para volar más rápidos y dieron vueltas a un circuito elíptico pegado al circular hasta que el noble almohade hizo una señal con la mano y dio como vencedor al que adelantaba un palmo la cabeza sobre los demás.
Y el muchacho que ganó la carrera se acercó a los dos señores con el caballo y se apeó para que Aldalahá le besara en la frente.
Luego se quedó quieto, como esperando también el premio del conde, y éste miró a su amigo y viendo en él una mirada de complacencia, casi invitándolo a gozar del chico, sujetó al mozo por las caderas y lo apretó contra su cuerpo besándolo rotundamente en la boca mientras las manos se le deslizaban hacia el culo.

Pero el conde pensó que quizás sería hubiese muy fuerte follar al chico delante del resto y en las mismas narices de su amo, mas esa opción estaba en la mente de Aldalahá y no haciéndolo el conde, le dio al muchacho la oportunidad de elegir a cual de sus compañeros quería darle por el culo allí mismo y delante de todos los otros jóvenes.
Y el rapaz le preguntó a su amo si podía ofrecerse a cualquiera para que lo follasen a él en lugar de metérsela a otro.
Los dos señores sonrieron y les hizo gracia la naturalidad del mozo y el dueño de la casa accedió gustoso a lo que el chico le pedía, pero no suponía que el muchacho tuviese la desfachatez de darle la espalda al conde y doblarse ante él abriéndose las cachas con las dos manos.


Y eso ya era demasiado para que Nuño despreciase un hermoso agujero tan sinceramente ofrecido para el deleite de su verga inflamada por el fuego de la lujuria.
Y sin ningún género de dudas ni titubeos, el conde se la calzó al joven jinete y le metió un polvo de muerte rodeado por el resto de los compañeros del chaval, que estaban excitados y con las pollas en ristre como si presentasen armas en un acontecimiento castrense.
Y Aldalahá también se animó al ver a Nuño y se la metió al segundo ganador de la carrera.

Los dos nobles regresaron al palacio cansados de piernas como si en lugar de ir a caballo corriesen por el campo como cervatos tras una hembra en su primer celo.
Y Nuño no disimuló en absoluto la fatiga y pidió que lo bañasen los eunucos y le diesen masajes por todas partes, por lo que el mancebo preguntó a su amo cual era la causa de ese agotamiento tan evidente.

El conde le respondió, pero no con palabras, sino que haciéndole una seña para que se acercase lo más posible, le atizó un guantazo en la cara y volvió a recostarse plácidamente en la acequia de agua caliente y olor a jazmín.

Estaba claro cual era el motivo del cansancio del amo, pero también quedaba más claro aún cual era la posición de cada uno y quien era el amo y quien el esclavo.
Guzmán se tragó las lágrimas porque le dolía tanto la hostia que le dio el amo, como la vergüenza por su atrevimiento y falta de respeto hacia su señor, mereciendo por ello ser golpeado ante los eunucos de Aldalahá.
Y se fue cabizbajo y arrepentido junto a sus otros compañeros, que al verlo así lo rodearon y quisieron saber cual era el motivo de su aflicción.

El mancebo se lo contó y Sergo le dijo: “Si yo fuese tu dueño también te azotaría mucho más fuerte por lo que has hecho, pues no sé como puedes osar importunar al amo con semejante pregunta. Es que ahora vas a sentir celos por lo que haga con otro? Guzmán cuando te llame arrodíllate a sus pies y pídele perdón llorando sinceramente tu estupidez. Pero ahora déjame besarte y consolarte acariciando tu pelo y oliendo ese aroma que me excita tanto como a nuestro amo”.

Y el mancebo no tardó en ir a postrarse a los pies del amo e implorar un perdón que ya tenía concedido de ante mano por la generosidad de su señor.


Pero tras el baño tonificante, Nuño no gozó de su esclavo favorito, sino que escogió a Iñigo para saciar su libidinosa naturaleza de macho cabrío.

Y cuando acabó con el rubio esclavo pasaron a ocupar el lecho del señor los otros dos esclavos, con los que fornicó dejando que Iñigo se aprovechase de la leche de ambos mozos.

Y, mientras, el mancebo sufría en silencio el castigo tácito que su amante le imponía por ser descarado y preguntar lo que no era de su incumbencia, más delante de siervos que ni siquiera eran propiedad de su señor.

lunes, 20 de mayo de 2013

Capítulo LXI


Nuño quedó fascinado al ver con sus propios ojos que criaba Aldalahá en aquella propiedad cercana a Sevilla.
Apartado del palacio y escondido tras altos setos de boj, bien recortados y tupidos, había más edificaciones de distintos tamaños y un recinto cuadrado de grandes dimensiones hecho en piedra y casi sin ventanas al exterior.
Aquello era una verdadera granja de ejemplares únicos dada su raza y la esmerada selección de los individuos que formarían cada unidad a desarrollar y perfeccionar para convertirlo en una máquina de matar casi perfecta.


Allí, a base de un estricto adiestramiento y bajo una férrea disciplina, se educaban, desarrollaban y endurecían los imesebelen del noble almohade, que eran traídos desde Senegal siendo niños aún.
Tras su captura en Africa se hacía una selección previa por los traficantes de esclavos, que los cazaban en sus poblados arrancándolos de los brazos de sus madres, y sólo dejaban con vida a los que mostraban un cuerpo fuerte y recio para el servicio al que iban a ser destinados.
 Luego, ya en poder de Aldalahá, se cribaba otra vez la mercancía y solamente quedaban los más hermosos y con mejor constitución física; y el resto eran vendidos a otros señores, tanto sevillanos como de otras ciudades y reinos.
Quizás era una forma de selección natural, donde sólo sobrevivirían los más fuertes, al igual que en la selva de donde provenían, pero no dejaba por ello de ser una forma cruel de mejorar esa raza de guerreros y convertirlos en esos hombres sin expresión y tampoco sentimientos, en apariencia al menos, cuyo fin y objetivo era matar y morir defendiendo al amo al que pertenecieran.


Los había de varias edades y también entre ellos se elegían a los maestros y monitores que harían de los otros lo que ellos eran.
Instrumentos mortíferos contra los que eran muy difícil luchar y salvar el pellejo sin perder la cabeza de un golpe de cimitarra o morir atravesado por una afilada flecha letal.

El conde vio aquellos cuerpos tallados en el más precioso ébano imaginable, donde se marcaban todos los músculos, por pequeños o insignificantes que fueran, y mostrando una piel tan lisa y perfecta a la vista y el tacto, que daban ganas de revolcase en el suelo con ellos para apreciar su textura en todas las partes de esas maravillosas anatomías de dioses mitológicos.

Aldalahá invitaba a Nuño a tocarlos y palpar sus carnes por todas partes, incluso metiéndoles mano entre las nalgas y penetrándoles el ano con los dedos, y al ver erguidas las enormes pollas de esos titanes, al conde se le puso la suya como un tronco de uno de los cipreses que adornaban el contorno de esa particular granja de cría de animales dignos de una fábula fantástica.

Aldalahá le explicó al conde que ninguno de ellos conocía mujer y que se les enseñaba también para dar placer a otro macho, ya fuese dándoselo con la verga o con el culo.
Por tanto daban o recibían con el mismo esmero y empeño en hacer gozar como disfrutar ellos mismos al hacerlo.
Esa era una novedad en la formación de los guerreros negros de Aldalahá, pues antes no se les permitía tener relaciones sexuales entre ellos y solamente se mataban a pajas hasta que no pescaban el culo de algún muchacho castrado para preñarlo y darle caña hasta dejarle el agujero sangrando. Como era el caso de los imesebelen del conde que se follaban a los dos eunucos y a la pareja de napolitanos, además de cualquier otro trasero o boca que se les permitiese joder.

Ahora, al no reprimirlos sexualmente, Aldalahá consideraba que sus mentes estaban más equilibradas y en la lucha todavía eran más fieros y aguerridos que antes, rayando incluso en la temeridad.
Y Nuño comprobó lo que su anfitrión le decía al verlos luchar para demostrarle sus habilidades y destreza tanto cuerpo a cuerpo como con toda clase de armas.
Y parte de esa educación espartana consistía en que ninguno de esos muchachos negros viesen mujeres en ningún lugar de la hacienda, en parte para que no les recordasen a sus madres y en gran medida para no tener cerca ningún signo de delicadeza o gestos de dulzura que sería entendida en ellos como una debilidad inadmisible a los fines para los que eran preparados.


Algunos parecían niños, de tan jóvenes que eran, y, sin embargo, eran tan bragados y peligrosos en la contienda como los más veteranos.
Al enzarzarse en la pelea sin armas, daban la impresión de ser perros de presa o fieras salvajes luchando por su propia supervivencia.
Y al terminar el asalto con el triunfo de uno sobre el otro, éste último se arrodillaba ante su compañero y le mamaba la polla hasta nutrirse con la leche del vencedor por haber sido el más fuerte o simplemente el mejor en esa ocasión.

Era un ritual para enardecer aún más a esos guerreros y ansiar incluso satisfacer sexualmente al que lo había derrotado.
Y como final en la demostración de las aptitudes de los imesebelen de Aldalahá, el noble almohade invitó al conde a presenciar un apareamiento entre los dos jóvenes más hermosos y mejor dotados de toda aquella escuela de campeones.

Y trajeron a dos muchachos desnudos, tan bellos que lastimaba la vista admirarlos.
Brillaban a la luz de sol como gladiadores romanos, pero sin necesidad de aceitar sus pieles.
Y como eso luchadores iban a entrelazar sus miembros y mostrar su fuerza y potencia, pero no sólo muscular sino como sementales.
Uno se follaría al otro después de lamerse y comerse ambos cada centímetro de sus cuerpos y dejar sus esfínteres lubricados por la saliva segregada en sus bocas; y pondría el culo el que más gusto recibiese de su compañero al meterle la lengua en el ano.
Y este fue el que tenía el culo más redondo y respingón y que se abría de cachas como una gata rabiosa por un ataque violento de celo.


Se puso a cuatro patas el chaval y su compañero se la clavó sin preámbulos dejándolo sin respiración al hacer tope con sus cojones en el ojete del enculado.
Era mucha verga para tragarla entera sin darle un respiro ni hacer una pausa en la penetración.
Pero el macho que se la endiñó al otro no reparó en esas lindezas y se la calcó con todas sus fuerzas como si en lugar de un cipote le clavase un largo estilete para atravesarle el culo de lado a lado.

Además los dos chicos calzaban unos aparatos reproductores que daban miedo al verlos empalmados, pues más parecían estacas para empalar que pollas para joder y dar placer.
Sin embargo pronto el que puso el culo asumió todo aquel grueso pedazo de carne dura y sus caderas cogieron ritmo y empezaron a moverse de tal modo que ni una bailarina del harén del amo lo haría mejor al danzar con sus siete velos enganchados a la cintura.

Pero a pesar de la maestría en dar y tomar, tardaron tiempo en correrse los dos mozos negros y al hacerlo los jadeos y gemidos eran similares al rugido de los leones cuando se aparean en plena selva.

El conde quedó tan agotado como ellos, porque se corrió viéndolos como vertían la leche al mismo tiempo; y otro joven negro le limpió el semen de su vientre y la polla por orden de Aldalahá, que miraba divertido como a su noble amigo se le habían vaciado los huevos por la calentura que le entró al ver como follaban sus dos bellos esclavos senegaleses.

Y más por tomarle el pelo a Nuño que por auténtica intención de obsequiarlo echando un buen polvo con uno de esos adonis de color azabache, Aldalahá le dijo al conde que era una lástima que se hubiese corrido y no le diese tiempo a probar el culo de alguno de esos ardientes muchachos, que resultan más calientes y fogosos en la cama que la más experimentada ramera.

Y Nuño le respondió con sorna a su anfitrión que le agradecía la oferta y desde luego no pensaba irse de su casa sin antes catar a un par de esos preciosos ejemplares por lo menos.

Y los dos amigos abandonaron la granja de esclavos guerreros riéndose y celebrando lo hermosa que puede ser la vida cuando se sabe vivirla tan bien como lo hacían ellos.

jueves, 16 de mayo de 2013

Capítulo LX

 
Un pasillo interminable de cipreses alineados a cada lado de una vereda escoltaban al conde y sus hombres hasta alcanzar la entrada de la mansión campestre del noble almohade Aldalahá.
La casa era una mezcla de villa romana rematada y adornada con elementos arquitectónicos al estilo árabe y aún de lejos se apreciaba la suntuosidad del recinto y sus aledaños.
Estaba rodeada de jardines con estanques de los que se elevaban verticales chorros de agua y cantarines surtidores como en los chafariz de los reales alcázares de Sevilla o del mismo palacio cordobés.
A la mitad del camino que los llevaba hasta la gran casa, salieron de entre los árboles varios jinetes montados en caballos negros como la noche, cuyos atuendos y color de piel dejaban claro su origen senegalés.

Una docena de imesebelen les harían compañía hasta alcanzar la misma puerta del palacio, delante de la que en pie y vestido sin demasiado protocolo, los esperaba el dueño de la hacienda contento de ver de nuevo a su amigo el conde y, sobre todo, de estar otra vez ante su respetado y adorado príncipe Yusuf.

Los criados sujetaron las riendas de las monturas del conde y sus caballeros esclavos y echaron pie a tierra de un salto poniendo de manifiesto la agilidad y buena forma física de esos muchachos.
El conde abrazó al almohade y se besaron en las mejillas como es costumbre entre los árabes.

Y después Aldalahá se acercó al mancebo y éste fue a besarlo también en el rostro, pero el noble señor hincó la rodilla derecha en el suelo y bajando la cabeza besó la mano del chico diciendo: “Mi señor y príncipe, por fin vuelvo a besar tu mano rindiendo el homenaje de sumisión y respeto que tu sangre real merece. Eres el más digno de los príncipes y el más admirado de los hombres por esa humildad y bondad de la que haces gala. Y además tu valor, mi señor, es un ejemplo para todos los guerreros de este pueblo que es el de tus antepasados. Estoy seguro que tu abuelo el gran califa de Al-Andalus estaría orgulloso de un nieto con tales prendas físicas y espirituales”.

El mancebo sintió rubor en la cara al oír aquellos elogios dichos por un hombre tan sensato, culto e inteligente como Aldalahá, y levantándolo del suelo, le dijo: “Noble Aldalahá tú eres mucho más que un amigo para mi amado conde y para mí. Y no debes postrarte a mis pies porque sabes de sobra que mi mayor orgullo es llegar a ser como él y como tú, que siempre habéis sido el modelo a imitar y vuestro proceder marcó mi conducta en todos mis actos pasados y lo haréis también en el futuro. Y ni respecto al hombre que amo ni a ti puedo ser un príncipe, porque él es dueño de mi corazón y mi vida y tú siempre serás mi mejor maestro. Deja que yo también te bese y te abrace como si fuese tu propio hijo”.

El almohade estrechó al chico y besó sus mejillas con tanto afecto que las lágrimas rodaron por su rostro.
Y agarrando al conde y a Guzmán por el brazo entraron en la casa seguidos del resto de los muchachos que acompañaban a la pareja.
Todos quedaban deslumbrados del refinado lujo de las estancias por las que pasaban y llamaban su atención los pájaros exóticos que había en los patios, fuese enjaulados o en libertad, así como un par de grandes felinos moteados y muy esbeltos, que a pesar de su apariencia de leopardos no tenían garras y solamente estaban sujetos por unas cadenas dorados que agarraba un esclavo medio desnudo.


Alguno de los chicos se asustó al verlos, pero el anfitrión dijo que se trataba de unos veloces animales traídos de Africa llamados guepardos que estaban domesticados y no atacarían a nadie a no ser que su cuidador les incitase a ello.

Eran muy buenos cazadores y no había otro animal que les ganase corriendo.
Pero lo que más llamó la atención del conde fue no ver a ninguna mujer en la casa, fuese concubina o esclava, y solamente se viesen hombres jóvenes de cuerpos esculturales.
Y se lo preguntó al noble Aldalahá y éste le respondió que efectivamente no había ninguna en toda la finca.
Y que más tarde entendería el por que.

A Nuño le intrigó la respuesta, pero no indagó más al respecto en espera de que llegase el momento de conocer la razón de ese detalle que de entrada ya le parecía curioso y muy significativo.
Y unos esclavos eunucos lo condujeron con sus caballeros esclavos y el resto de su comitiva a unos aposentos amplios que daban a un gran patio bordeado de columnas de mármol rosado sobre bases de piedra negruzca y un estanque rectangular en el centro, de un tamaño considerable, formando todo ello un conjunto no sólo bello sino armónico y tan agradable a la vista con su gran variedad de flores y plantas, como al oído por el trino de pájaros cantores que revoloteaban en sus jaulas doradas, sin cansarse de subir y bajar de un palo a otro o columpiarse con indolencia despreocupados por las miradas de esos otros intrusos que ahora les hacían compañía.

El señor ocupó las habitaciones más grandes y principales y el resto de los hombres del conde fueron alojados en estancias anejas a las suyas, que también daban al mismo patio.
Y una vez instalados, media docena de jóvenes castrados prepararon un perfumado baño en el estanque, donde se metieron con el conde y sus esclavos y también los muchachos moros, para limpiarles los cuerpos cubiertos del polvo del camino y hacer que sus mentes se liberasen de toda preocupación, procurando asimismo calmar el cansancio de sus esforzados músculos con masajes y frotamientos.


Era un regalo para la vista ver tantos cuerpos jóvenes y perfectos dentro de un agua tapizada de pétalos de rosas, que jugaban a tocarse y salpicarse sorteando nenúfares y dejando que los dedos resbalasen por la piel como las gotas de agua que escurrían desde sus cabellos hacia el cuello y la espalda.
Nuño se encontraba a gusto entre todos esos muchachos y le hizo una seña a Mustafá y Sadán para que se acercasen más a él y sus cuatro esclavos. Los siete hombres se arrimaron al borde de la acequia y se quedaron tranquilos mirando al resto de los jóvenes moros que ya se sobaban y besaban entre ellos y hasta alguno buscaba la polla de otro para agarrarla con la mano y metérsela por el culo bajo el agua.

Y pronto empezaron a follar casi todos, incluidos los eunucos, pues alguno de los moros los usaron de concubinas al mismo tiempo que otro compañero les daba a ellos por detrás.
Y Mustafá se puso tierno con su amante y lo besó en los labios y le susurró al oído que se la metiese también.
Sadán le acarició el pelo y bajando por su cuello a besos lo puso de espaldas a él y con mucha habilidad lo sentó en su verga penetrándolo de golpe.
Mustafá chilló por la fuerte metida de polla en su ano, pero sólo hizo falta un instante para gemir como una gacela y moverse al ritmo que le imponían los brazos de Sadán.


Y el conde no se quedó atrás y empezó por sentar en su rabo a Ramiro, al que se la cazó de un buen empujón y le torció la cara para comerle la boca con la misma ansia de un hambriento.
Los otros chicos del conde miraban a Ramiro gozar saltando sobre la polla del amo y esperaron pacientes a que Nuño les diese permiso para copular entre ellos también.
Y le ordenó a Sergo que se pusiese junto a él y sentase en su cipote a Iñigo para calcarle duro y hasta el fondo.

Mas al mancebo lo dejó sin sexo y sus ojos envidiaban a los otros esclavos y su pene salía del agua excitado y soltando baba por la punta del capullo.
El mancebo no podía aguantar más sin tocarse la polla o acariciarse el ojete y el amo alargó una mano y le introdujo dos dedos en el culo, pero le advirtió que no se corriese porque lo quería entero y bien cargado de semen para gozarlo más tarde.

Nuño necesitaba volver a estar a solas con su amado y disfrutar con él más como amante que como amo, para sentir su cuerpo vibrar con su caricias y estremecerse con cada beso que le diese en cualquier parte del ese cuerpo que Nuño adoraba sobre todos los demás.

Y empezó a producirse la eclosión de esos miembros viriles enardecidos de lujuria y los huevos se fueron vaciando en las entrañas de otros mozos o también en la boca de alguno de ellos.
Mustafá llegó a correrse dos veces seguidas sin que Sadán le sacase la verga del culo y Nuño y Sergo también soltaron abundantes chorros de leche en las barrigas de Ramiro e Iñigo.

Y el único que seguía con los cojones cargados a tope era el mancebo, que le costaba esfuerzos terribles no estallar y dejar que su simiente los pringase a todos.
Pero la expectativa de ser usado por su amo sin nadie que le restase la atención de su amante le daba fuerzas para soportar ese castigo de forzada castidad impuesto por su señor.

domingo, 12 de mayo de 2013

Capítulo LIX


Con la primera luz del sol partieron del Alcázar hacia el este y descendieron por la cuesta de Bailío desde la medina a la axerquía, atravesando la vieja muralla romana, y recorrieron el arrabal de Sabular, que era uno de los seis localizados en esta parte de la ciudad, mirando por última vez los alminares de las dos mezquitas situadas en esta zona de mayor extensión que la propia media y que ya fuera vici o barrio residencial en la época de los romanos.
Dejaban la capital califal, la bella Córdoba, la hermosa sultana que asombró al mundo por su grandeza y cultura, para ir más al sur, pasada la ciudad de Sevilla, donde se reunirían con el noble Aldalahá en su gran finca sita cerca de las tierras repartidas por el rey Don Alfonso X entre los caballeros que habían participado en la conquista de Sevilla bajo el reinado de su padre el rey Fernando III.
Y entre esos nobles señores destacaba un adalid leonés, llamado Gonzalo Nazareno, que fuera gran amigo y camarada en el campo de batalla del padre de Nuño, y vivía allí con sus dos hermanas Doña Elvira y Doña Estefanía, las cuales darían más tarde el nombre de Dos Hermanas a un asentamiento originado en ese lugar, pues a este jefe de partida, según el libro denominado Repartimiento de Sevilla, le correspondió
La propiedad quedaba cerca de las posesiones que el noble almohade tenía en ese parte del antiguo reino sevillano y Nuño se dirigía allí con sus hombres para preparar el salto hasta el estrecho por tierras del reino de Algeciras. 

Este reino era una taifa que surgiera tras la desmembración del califato con la ayuda del rey moro de Murcia, débil y por ello en peligro de caer en manos de los belicosos beréberes que ya dominaban la costa al otro lado del estrecho de Gibraltar. 
Sobrevivía constantemente presionado y acosado por el reino de Granada y la misma Castilla, que no cejaba en su empuje para arrinconar a todos esos reyes y expulsarlos de la península hispánica. 

Su rey no tenia suficientes fuerzas para enfrentarse a los reyes vecinos y transigía malamente con las incursiones que hacían en su territorio dada su notoria debilidad frente a ellos. 
Por eso no se opondría al paso del conde por su reino, pero vigilaría sus movimientos hasta verlo cruzar el estrecho, aún sabiendo que su objetivo por el momento no eran sus posesiones sino ir a cumplir alguna misión encomendada por su rey al otro lado del mar. 

De todos modos cualquier maniobra de los castellanos causaba recelos fundados en los reinos moros, puesto que el poder de este otro era cada vez mayor y constituía una seria amenaza para la supervivencia de los más débiles. 

Mas el peligro fundamental en este viaje de Nuño y sus hombres estaba en África, ya que todo el territorio ocupado por los benimerines les era hostil y la única forma de llegar a Marrakech, no sin problemas, era atravesar el desierto del Sahara procurando no llamar la atención de las temibles tribus beréberes aglutinadas por el liderazgo indiscutible de Banu Marin firmemente instalado en su corte de Fez. 

Seria un periplo arriesgado, pero era la mejor manera de llegar a lo que quedaba del esplendor del califato almohade, que atrincherado en su corte al borde de la tórridas arenas del desierto se defendía con dificultad de los zarpazos que le daba el ambicioso rey de los benimerines. 


Y para llevar a cabo esta misión en tierras enemigas, a Nuño le era imprescindible la colaboración de su amigo Aldalahá, que contaba con la amistad de las indómitas tribus nómadas del desierto, que siendo bereberes no acataban más caudillaje que el de sus propios líderes. “Esos guerreros son los valerosos tuaregs, cuyas cabezas las cubren con turbantes de color azul añil y dominan los desiertos del noroeste africano imponiendo su ley y controlando cuanto suceda en las arenas abrasadoras del Sahara”, les dijo el conde a los suyos antes de salir de Córdoba. 

El conde, a la cabeza de sus guerreros y seguidos por los camaradas de Mustafá, rumiaba en su mente cuanto había sucedido en los últimos días de su estancia en Córdoba y repasaba cada momento vivido en la preciosa ciudad de los califas, deteniendo su examen en las horas de placer con sus esclavos y especialmente esos momentos más íntimos a solas con el mancebo. 

Ningún otro le hacia gozar tanto como ese esclavo, probablemente por el hecho de amarlo más que al resto, pues su cuerpo, siendo muy hermoso y sugerente, no era menos atractivo que el de los otros, pero tampoco mucho más apetecible si sólo se tuviese en cuenta su físico. 
Guzmán era bello e inteligente y tan valiente como el que más, pero a eso se unía la pasión ciega del amo hacia él y el amor conque el muchacho también correspondía a su dueño. 
Puesto que, después de todo, eran amantes y sus destinos ya eran inseparables. 

Y el conde volvió la mirada hacia Guzmán y el chico entendió que su amo quería usarlo de hembra en cuanto ordenase detener la marcha. 
Pero también se dieron cuenta de eso los otros tres esclavos y sus pollas reaccionaron al unísono empalmándose lo mismo que el amo y el mancebo. 

Si el conde iba a desahogar sus cojones, que ya le dolían por la presión de la leche, estaba claro que los del resto de los hombres de su séquito también necesitaban aliviarse de esa pesada carga y sería un gesto de generosidad por parte del jefe de la tropa que dejase vaciarlos a todos antes de proseguir el camino hacia las proximidades de Sevilla. 

Y no tardó el señor en ordenar que todos descabalgasen y se relajasen para descansar mejor y afrontar ligeros otro tramo más del esforzado cabalgar hacia el sur de la península. 
El llamó al mancebo a su lado y antes los ojos de todos los demás le descubrió las cachas para sobárselas y comerle el ojete metiendo la lengua bien adentro. 
 
Tenia ganas de saborear ese culo que le trastornaba el sentido y hacia que su verga sudase lujuria con sólo olerlo. 
Y para no poner fuera de madre a los demás chavales, le ordenó a todos follar libremente y sin más restricciones que las propias que afectaban a sus tres mozos de su exclusivo uso sexual. 
Ellos sólo follarían cuando expresamente se lo autorizase su amo y harían únicamente lo que él les permitiese. 
Y los tres se sentaron al pie de un encina y se miraban los pitos duros e hinchados bajo las calzas manchadas por la abundante baba que les manaba por el meato. 

Se miraban con lujuria y, a cada cual, los dedos de las manos se le hacían huéspedes queriendo tocar la carne caliente de la entrepierna de los otros dos. 
Mas el conde no parecía advertir la penuria de sus otros esclavos y seguía lamiendo la raja del culo de Guzmán, que a su vez arañaba el tronco de la encina donde estaba apoyado para no caerse al suelo de gusto. 

Y como si de pronto un relámpago le iluminase el recuerdo, trayendo a su cabeza la existencia de los tres mozos que miraban a palo seco como disfrutaba su compañero, Nuño dirigió la avista hacia ellos y les dijo que se acercaran. 
Los tres se levantaron como si un resorte los impulsase hacia arriba y se colocaron al lado del amo y el mancebo en espera de esas otras órdenes que estaban deseando oír de boca del conde. 

Y el amo les mandó que se bajaran las calzas y se comiesen el culo unos a otros mientras él terminaba de solazarse con el de Guzmán. 
Y cuando se hartó de ese dulce agujero, el amo se la metió por allí al esclavo y le dio unos empellones profundos, pero se la sacó y agarró a Iñigo para hacerle lo mismo. 
Pasó luego a ocupar el sitio amarrado a la encina Ramiro y también llevó su parte del rabo del amo y tras él puso el culo Sergo que gimió como un gato al cubrir a una hembra en celo. 

Y Perforados los cuatro anos de sus esclavos, el conde volvió a endiñarle la verga al mancebo y le dijo a Ramiro que se la clavase a Iñigo y pusiese el culo en pompa para que el rubicundo zagal de los mares del norte se la metiese a él hasta el fondo. 
 

 Y así estaban los tres muchachos enganchados por los rabos, cuando el conde, dejando que Guzmán se corriese antes que él, decidió sacársela otra vez al mancebo y terminar dándole por el culo al vikingo y preñarle las entrañas como el chico se las llenaba de leche al cachondo morenazo de fuertes músculos y carnes duras, que ya se había vaciado en el bello chaval de cabellos de oro. 

Y con los huevos flojos y las pollas bajas estaban otro vez en condiciones de continuar el camino a caballo todos los muchachos del conde feroz y el resto de su hueste de bravos guerreros.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Capítulo LVIII


Ni Nuño ni el mancebo decían una palabra y caminaban hacia la salida de la mezquita mirándose de soslayo y con un gesto de gravedad en el rostro que presagiaba en breve un posible ataque de cólera del conde.
Al reunirse con el resto de los muchachos en el patio exterior, Nuño, aunque suponía sobre que versara la charla entre le imán y su esclavo, le preguntó que tenía que decirle al respecto.
Y el chico miró temeroso a su amo y le respondió que le permitiera reservar el asunto hasta que estuviesen los dos solos y otros oídos no escuchasen lo que tenía que contarle.


El conde comprendía la importancia de mantener el secreto sobre tal conversación, pero le jodía que otros creyesen que Guzmán era algo más que su esclavo y le tocaba los cojones toda esa patraña de tomarlo por un príncipe y aún peor por un salvador de causas ajenas a su relación, que debía ser exclusivamente de posesión y dominio del amo sobre el esclavo.
Y para dejárselo claro a Guzmán, Nuño lo sujetó por un brazo, deteniendo el paso, y le aseguró que al llegar al alcázar lo pondría en su sitio y le recordaría a varazos que sólo era su mísero y puto animal de compañía, sin más categoría ni consideración que la que merece un fiel perro.


El chaval casi tembló al oír las palabras de su amo, pues sabía como se las gastaba cuando estaba cabreado y quería dejar constancia del puesto que ocupaba cada cual.
Ya sentía los golpes del mimbre en sus posaderas hasta dejárselas rayadas como las ancas de una cebra y encarnadas como fresas a punto de reventar; y notaba también los empujones que luego le daría con los muslos en sus nalgas doloridas mientras le diese por el culo con una rabia desmedida para sentirse más dueño del chico y éste a su vez más poseído por su amante.

Guzmán ya sudaba esperando la dura sesión que le aguardaba nada más entrar en los aposentos del palacio, pero también era cierto que su esfínter se humedecía a cada paso que daba para llegar hasta el lugar donde se hallaba ese dulce potro de tortura en el que lo sometería su amo al dolor de los azotes y al gozo de una penetración salvaje.

Eran dos aspectos del placer que Guzmán no rechazaba y aunque temiese la furia de su señor, ansiaba ese calor en su sangre que le hacía revivir y ascender a un paraíso de sublimes deleites casi sobrehumanos.
Saber que Nuño iba a gozar con su castigo lo mismo que follándole el culo, disparaba la libido del mancebo y su polla segregaba jugos que se escurrían por uno de sus muslos sorteando el escaso vello que el chaval tenía en las piernas.
Le temblaba el culo y le ardía la carne a lo largo de la raja como si una llama saliese por su agujero y se extendiese en dos direcciones, hasta los cojones, descendiendo, y ascendiendo hacia la nuca recorriendo su espalda por la columna vertebral.

Y no menos excitada andaba la verga del conde que apuntaba al ombligo y mantenía apretados los huevos evitando que se bamboleasen al caminar.
Estaba segregando leche en ellos a marchas forzadas y todo ese caudal de vida iba a regar el interior del bello cuerpo de su puto esclavo después de hacerle bailar al son del silbido de una cimbreante vara de mimbre, bien manejada por la experta mano del conde feroz.

El resto de los muchachos, incluidos Mustafá, Sadán y los otros jóvenes moros, no abrieron la boca ni pretendieron saber que le había dicho el imán al mancebo.
Más los esclavos del conde sabían de sobra la suerte que correría su compañero al atravesar las puertas del real alcázar.
Tampoco necesitaban palabras para leer en la cara del conde que iba a zurrarle la badana de lo lindo a Guzmán y que luego le jodería el culo con una saña y empeño en partírselo en dos cachos, como jamás ninguno de ellos lo habían experimentado al ser follados por el amo.

Los tres chicos tenían claro quien era el verdadero amado del conde y jamás osarían competir con Guzmán para conseguir ese puesto en la cama de su dueño.
Ellos le complacían con sus cuerpos y sobre todo sus culos, bastando ese conocimiento para hacerlos felices y estar orgullosos de servir a tan noble señor.
Y, además, a dos de ellos les bastaba para ser completamente dichosos en su esclavitud saber que alguna vez podían tocar y disfrutar el cuerpo del hermoso príncipe esclavo al que deseaban con más ansia cada día.
Pero tampoco querían ser privados de la fuerza sexual del amo al darles por el culo, pues Nuño era un macho cabrío de sexualidad desenfrenada al montar a cualquier macho menos fuerte que él y más si se trataba de uno de esos jóvenes que consideraba suyos de por vida y para su absoluto deleite y placer.
Esos chicos eran algo especial para el conde y nunca permitiría que otro hombre los gozase fuera de su estrecho círculo de íntimo deleito erótico.

Los tres chavales se quedaron en la antesala del aposento del conde, tristes, nerviosos y preocupados por su compañero, que encerrado con el amo se preparaba para afrontar la bronca que iba a echarle antes de proceder al tremendo castigo de azotes con mimbre y una vez que le contase su charla con el anciano imán.

No oyeron las palabras pero sí el silbar de la vara y estallido sobre la carne de Guzmán, que ahogaba los quejidos mordiendo un trozo de cuero para no morderse la lengua.
El conde no sólo quiso arrearle en las posaderas, sino que le atizó también en las palmas de los pies y eso le resultó insoportable al mancebo.


Le dolía demasiado para no llorar y suplicar piedad al amo; pero si se la pidió no fue tanto para evitar la contundencia de los golpes como para enervar más a Nuño y acrecentar en él el deseo de darle con más brío para que después lo jodiese con más ganas.

Guzmán conocía muy bien a su amante y sabía que cuanto más fuerte pegaba más quería al amado que soportaba su ira con resignación y pensando sólo en darle todo el placer que desease disfrutar su señor a costa de sus pobres carnes laceradas.
Guzmán se retorcía a cada descarga que Nuño le daba con el mimbre aplicando toda su mala hostia en el zurriagazo.
Pero también tenía muy presente que al terminar el suplicio vendría ese gozo indescriptible que sentía al notar como el dilatado glande del enorme cipote del amo le entraba rozando con aspereza las paredes interiores de sus tripas para preñarlas con unos potentes chorros de semen.

Y llegó ese momento por el que Guzmán soportaría todos los castigos previos que su dueño quisiese darle y su carne lastimada y ardiendo de calor y escozor, se abrió como un trozo de manteca se derrite al clavarle un trozo de hierro incandescente.


Las nalgas del mancebo se separaron y su rosado agujero pidió a gritos ser llenado de vida palpitante y rozado sin piedad hasta dejarlo escocido y rojo como un pimiento de esos que llaman guindillas y que pican como la rabia.

Y Nuño por fin le habló para algo más que echarle en cara sus reproches y recordarle que no era nadie ni nada que él, como su amo, no quisiese otorgarle con suma magnanimidad.
Le repitió mil veces que le bajaría los humos a latigazos si cada vez que se creerse algo más que el mísero trozo de carne de un puto siervo que su dueño usa como le viene en gana.
Y el chico sólo se humillaba ante el conde rogándole que perdonase su atrevimiento por permitir que otros le hablasen como si fuese algo más que un perro.
El sabía bien lo que era, pero otros hombres se empeñaban en decir y hacer creer a los demás que su sangre era diferente y de más nobleza que la del mismo conde que era su propietario; y eso realmente enorgullecía a Nuño, que había propiciado el reconocimiento de la verdadera identidad del mozo. Pero el miedo a perder a su amado dada su prosapia, le sublevaba la sangre y el furor embotaba su cabeza y le cegaba los ojos no pudiendo ver más que la forzada separación que ya evitara al simular la muerte del chico.

El conde no soportaba esa idea y la mera posibilidad de volver a vivir el desasosiego de entonces, le hacía reaccionar de forma tan violenta contra el mancebo, como si él chaval fuese culpable de haber nacido de la unión de dos príncipes.
Y quedaron exhaustos tras el dolor y el gozo y su cuerpos descansaron unidos y encarnados uno en otro hasta que el sueño los venció y aplacó a los dos amantes fundidos en una estrecho abrazo de amor.


Pero antes de cerrar los ojos, Nuño le dijo al mancebo besando su oído: “Te quiero tanto que no sé que hacer para que nada ni nadie te arrebate de mi lado. Sé que tienes una misión que cumplir por tu bien y por el de los reinos de tu tío, además de intentar ayudar a ese noble pueblo al que perteneces por la sangre de tu madre, tal y como te dijo el imán. Pero no quiero ocultarte a que nos enfrentaremos tan pronto salgamos de las fronteras de Castilla. El reino taifa de Algeciras encierra muchos riesgos para nosotros, así que iremos a un asentamiento cerca de Sevilla, donde tiene una gran propiedad nuestro viejo amigo Aldalahá y él nos ayudará para emprender esa etapa del viaje que nos llevará a Tarifa. Ahora durmamos un rato antes de permitir a los otros esclavos que vengan a servirme, pues a ellos también he de saciarlos y antes de la media noche les romperé el culo a todos a vergazos y les calentaré las cachas para que también sepan como te queman las tuyas después de la zurra que te metí por si tu mente olvida quien eres y el lugar que ocupas a mi lado. Duerme y descansa mi amor que volveré a follarte más tarde”.

 “Gracias, mi amo, por tu bondad hacia el más miserable de tus esclavos”, dijo el mancebo y al poco los dos quedaron dormidos como troncos.

Y como troncos recios también seguían sus pollas que se mantenían erectas como si la jodienda no les fuese suficiente todavía para enfriar la calentura de esa sangre tan joven que los quemaba por dentro reclamando sexo y amor continuamente.

sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo LVII


 Ni el baño con esencias orientales ni un agua tibia perfumada de pétalos de rosas y jazmines lograron relajar del todo los cuerpos tensos del conde y sus cuatro esclavos.
Los eunucos los bañaron y perfumaron antes de vestirlos con suaves túnicas de seda blanca y tendidos en un amplio lecho de almohadas y cojines de raso y terciopelo, rematados en cordoncillo de oro y borlas en las cuatro esquinas,
Nuño besaba a sus bellos muchachos y miraba sus caras queriendo grabar esos rasgos perfectos en la retina de sus ojos para no olvidar ni uno solo de los detalles de sus fisonomías al cerrarlos y soñar con un mundo en el que solamente fuese necesario hacer el amor y desear felicidad para todos los hombres, sin lucha, ni muerte, ni otro dolor que no fuese el deseado por placer.

Ramiro veía con reverencia al mancebo, pues no olvidaba su condición real, y le acarició un hombro a Sergo, incitándolo a que le devolviera esa caricia entre machos, que pudiera ser el preludio de un intenso apareamiento entre los dos, mal disimulado al menos por parte de Ramiro.
El rubicundo mozo de fuertes brazos, devolvió la caricia al otro chico, pero no en el hombro sino en un muslo, a la altura de la entrepierna y rozando con la punta de los dedos la ingle, y el amo, que ya tenía prendido de su verga al mamón de Iñigo, se dio media vuelta hacia ellos y palpó el culo de Ramiro diciéndole al otro que lo montase.

El mancebo estaba muy pegado al conde, pero su mirada estaba ausente y sus manos se aferraban a la espalda de su amo no queriendo que se separase de él ni un ápice más.
Nuño echó una mano hacia atrás y agarró al mancebo por un brazo obligándole a subirse sobre su cuerpo; y al tener su boca al alcance de la suya lo besó y le dijo muy bajito que se sentase sobre su rabo, totalmente erecto y pringado de babas, porque iba a darle por el culo para hacerle olvidar el mal trago que pasaran juntos en las ruinas de la vieja medina del califa de Córdoba.
Iñigo soltó la teta que succionaba con fruición y Guzmán se clavó el cipote de Nuño en el culo para sentir la vida de su dueño dentro de la suya, que al fin de cuentas era la misma.

La escena era hermosa con Ramiro tumbado boca abajo mientras Sergo lo follaba con brío; y a su lado, a horcajadas sobre el vientre del conde, Guzmán cabalgaba a pelo y sin sujetarse a nada para poder rozarse los pezones con las puntas de los dedos.


E Iñigo, con la boca abierta como un polluelo en el nido esperando el alimento y dos dedos metidos por el culo, aguardaba que la polla de Guzmán explotase y lanzase en su garganta el semen que llenaba sus cojones hinchados y doloridos por tanta presión.

Pero no eran ellos solamente los que follaban a destajo en el alcázar, pues además de los imesebelen con sus queridos putos y los nueve muchachos moros que se divirtieron remojándose en el estanque de uno de los patios del palacio y terminaron revueltos en una animada orgía de todos con todos, al igual que cachorros ansiosos de tocarse y revolcarse por el suelo enzarzados de piernas y brazos,

Mustafá gozaba por el ano con la polla de Sadán, que se la tenía clavada hasta el fondo y le separaba las patas para pegar totalmente sus cojones al culo de su amado.
Las nalgas de Mustafá se veían coloradas, pues el amante le daba fuertes azotes con cada envestida que le arreaba empujando con fuerza para penetrarlo aún más lo más.
Sadán dominaba sexualmente al otro muchacho, que no era más que su ramera en la cama, aunque durante el resto del día tuviese como jefe absoluto la obediencia ciega de todo el grupo de aquellos jóvenes guerreros moros.


Pero en cuanto Sadán le tocaba las nalgas a Mustafá, éste se derretía de gusto y sus bombachos se mojaban por detrás ansiando ya el puntazo que pronto le entraría de golpe por el esfínter.
Los dos muchachos gozaban plenamente uniéndose sexualmente y Mustafá, que era más joven que su amante, se entregaba a él como la mejor concubina del harén de un emir.
Y eran absolutamente felices con ese reparto de papeles que les tocaba representar de día o de noche.

Y poco antes del medio día estaban ante la fachada norte de la mezquita y todos se detuvieron ante la puerta de entrada al recinto y el conde les dijo a los imesebelen que aguardasen allí a que salieran de nuevo.
El imán le había pedido al mancebo que acudiese solo a la cita en el mihrab y dejase fuera del templo a quienes le acompañasen, pues lo que habría de decirle sólo debía ser escuchado por él.
Y eso suponía un problema difícil de solventar porque ni el conde ni los nuevos guardianes del joven príncipe estaban dispuestos a dejarlo ni a sol ni a sombra, aunque solamente fuese para hacer sus necesidades, pues le hacían compañía aún yendo a defecar.

Más que un ser protegido parecía un preso por el que se espera recibir un considerable rescate y hay que vigilarlo para que no huya y sus captores se queden sin la codiciada recompensa a cambio de su liberación.
Pero no era ese el caso de Guzmán respecto a sus guardianes, sino el miedo a que fuese atacado nuevamente por los sicarios de su tío Don Fadrique.
Nuño, muy a regañadientes y con un humor de perros, accedió a no ir con el mancebo junto al imán, pero no permitió que entrase sin él en la mezquita y ordenó al resto de los hombres que iban con ellos que se quedasen en el patio de las abluciones muy atentos por si era necesario que acudiesen en su ayuda.

A Mustafá no le hizo gracia la decisión del conde y Guzmán, siempre atento a los gestos y cambios de cara de quienes estaban a su lado, le insinuó a su amo que dejase que el chico y Sadán entrasen también y se quedasen rezagados unos metros manteniendo una prudencial distancia para no contrariar al imán.

Y penetraron en la mezquita los cuatro hombres solamente, dejando fuera al resto de la comitiva que se quedaron bajo la sombra del alminar que apuntaba al cielo alargando su estructura por encima de los tejados dando eternamente las gracias con su místico canto.

El conde iba receloso, pero al pisar el suelo de la mezquita su temperamento inquieto se calmó y retrasó el paso para dejar avanzar en solitario al mancebo.
Lo mismo hicieron Mustafá y su amante, que se quedaron detrás de una columna vigilando todos los lados por los que pudiera aparecer un asesino.


Y Guzmán se internó en un fascinante bosque de más de un millar de columnas de mármol, jaspe y granito que sostenían innumerables arcos de herradura bicolores.
No dejaba de asombrarse de la magnificencia del conjunto yendo por aquellas naves hacia el lugar santo que señala el sur y no la Meca, pues quiso su fundador que se orientase al río que le llevaba hasta la ciudad de Damasco donde había nacido.
Y al llegar al mihrab quedó anonadado y sus ojos se deslumbraron admirando ese joyel hecho de cobre, plata, mármol, estuco y mosaicos bizantinos.

El lucernario le pareció una pieza de pura artesanía sin precedentes, o al menos que él hubiese visto hasta entonces, y se deleitó siguiendo la traza de los arcos lobulados en sus muros, cuyo adorno se esmera más en la cabecera destacando la decoración de las cúpulas a base de arcos cruzados, así como los mosaicos de las paredes.


Y estaba embobado mirando todo aquello y no se dio cuenta que ya estaba a su lado el anciano imán que le hablaba llamándole por su nombre árabe: “Te das cuenta, Yusuf, de cuanta grandeza hay en este bello lugar erigido por nuestros antepasados? Tu vida es preciosa para todos nosotros y tus méritos y nobleza nos hacen soñar con un futuro prometedor para este pueblo que ahora sobrevive a costa de someter su orgullo ante otros pueblos como míseros vencidos... Mi príncipe, dime que sientes al encontrarte en este lugar que incita al recogimiento y la reflexión?”
 “Amigo mío, siento el influjo de una cultura y un poder que me sobrepasa y que al tiempo que me atrae con enorme fuerza me da miedo y me asusta pensar que es lo que se quiere de mí y pretenden hacer conmigo”, respondió el mancebo sin demostrar que estaba asustado, pero no ocultando su nerviosismo y su desazón por la atmósfera extraña que se estaba creando en su entorno.
Y el imán prosiguió: “Yusuf, eres el elegido para dirigir a tu pueblo y llevarlo tras de ti para lograr que cumpla su destino. Sé que esto te parece excesivo y no te crees capacitado para ello, pero yo te digo, mi estimado príncipe, que pocos hombres lograrían hacerlo como puedes realizarlo tú. Eres fruto del amor entre dos seres que dejaron sus diferencias a un lado y se amaron con locura. Y por ese amor, que eres tú mismo, hasta hubieran renunciado a todo si el destino les diera entonces esa oportunidad. Pero no siempre salen las cosas como uno quiere o procura y su felicidad y futuro se truncaron antes de tiempo. Mas dejaron un legado hecho con la carne y la sangre de sus dos mundos; y en ti se juntan las esencias de dos culturas y dos razas. No desperdicies ese legado de tus padres, Yusuf, y condúcenos a todos a un reino más igual y menos dramático. Debes cruzar el estrecho en compañía del conde y, una vez allí, muchos te aclamarán como a su verdadero y único rey y señor, acatando tus mandatos y doblando la cabeza ante ti, pero con el inmenso orgullo de seguir a un líder y no como dóciles ovejas sometidas a un pastor autoritario o tiránico”.


El mancebo quiso hablar y protestar quizás ante esa quimera que estaba oyendo en boca del imán, pero éste no se lo permitió y siguió con su parlamento: “No te asustes ni creas que traicionas a la otra mitad de tu sangre, porque a ellos también les amenaza el mismo enemigo que ahora tienen los nuestros al otro lado del mar. Ese otro pueblo de hombres fieros que nos pone en peligro a todos son ambiciosos y peligrosos y no tardarán en intentar saltar el estrecho para atacar tanto al reino de Castilla como al de Granada. Yendo con los tuyos no traicionas a tu tío Don Alfonso y mucho menos deshonras la memoria de tu noble padre Don Fernando, al que siempre he respetado. Simplemente vas a reclamar lo que por nacimiento y casta te pertenece y quien te quiere de verdad está deseoso de darte, pues esperan que levantes a tu pueblo y recuperes los territorios que nos arrebató el temible Banu-Merin tras la emboscada que ese hombre con su tribu del desierto le tendió al ejercito de tu abuelo que regresaba de esta península después de la derrota de las Navas. Luego ese zorro de las arenas prosiguió su conquista hasta Fez y se atrevió a fundar una nueva dinastía, los benimerines, que amenaza con acabar con los almohades, cuyo actual sultán, pues ya no ostenta el título de califa, se encuentra en dificultades para no sucumbir definitivamente ante el constante ataque de esos nómadas que le disputan el poder y todo su reino. Marrakech, donde todavía está el gran palacio de tu abuelo, peligra, mi príncipe, y tú debes ir en su ayuda para librarla de caer en manos de sus enemigos asentados ahora en Fez. El trono de tus abuelos reclama tu presencia y el poder de muchas generaciones de los más grandes entre los califas te pide que salves su prestigio y anules la amenaza que suponen los benimerines para tu pueblo. Mi señor, quiero ser el primero en rendir homenaje al gran hombre que gobernará los reinos de nuestros antepasados”.

Guzmán palideció y casi sin aliento le dijo al anciano: “No rechazo de plano lo que dices y me propones, pero deja que asiente esas ideas en mi cabeza y madure todo ese arriesgado y complicado proyecto. Y te anticipo que iré con el conde a Tarifa y cruzaremos el estrecho, pues hay motivos que requieren nuestra presencia e intervención en ese otro lado del mar y al parecer están relacionados con los que tú me cuentas. Los planes que mencionas y has elaborado seguramente con minuciosidad, no son muy diferentes a los del rey de Castilla, estimado anciano, aunque él los vea desde otra perspectiva y con otros fundamentos”.

Y el chico se despidió del imán dándole un abrazo y fue a reunirse con su amo y amante que lo observaba con un mal disimulado nerviosismo, interés y curiosidad por conocer lo que el anciano imán tenía que decirle a su príncipe esclavo sin que él estuviese delante.

Medida absurda, pensaba el conde, pues el chico le contaría de plano y sin omitir ni una coma cuanto el otro le dijese y él le hubiere contestado, pues no en balde era su puto esclavo por mucho que ese y otros lo tomasen por un príncipe.