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Autor: Maestro Andreas

domingo, 27 de enero de 2013

Capítulo XXXIII


Tan sólo traspasar la puerta de la ciudad se abría ante ellos una empinada calleja que ascendía hasta el centro de la urbe, que remata en lo alto el viejo alcázar árabe; pero ellos debían ir bordeando por el interior de la murallas hasta alcanzar la puerta sur y atravesar el puente de Alcántara para llegar a la otra ribera del río donde se ubica el castillo de San Servando, al pie del arroyo de la Rosa, que en principio sería su residencia mientras permaneciesen en esa ciudad.

Al doblar algunos recodos y sobresaliendo entre los tejados de las casas, se veía la silueta inacabada de la torre de la catedral de Santa María, que el conde ya le había dicho al mancebo que su fabrica gótica llevaba trazas de ser magnifica.

Mas al esclavo le interesaban sobre manera otros templos de esa ciudad, construidos en otros estilos y consagrados al culto judío, de los que ya le hablaran en Sevilla, como por ejemplo la sinagoga del Tránsito, una verdadera joya del mudéjar, tan característico de estas tierras.

Ramiro e Iñigo tampoco perdían detalle de cuanto iban viendo y hasta Sergo se mostraba más interesado que otras veces en admirar las portadas de los palacios e iglesias, aunque al no ascender por las calles hacia el alcázar, no llegaban a vislumbrar las primorosas arquitecturas y filigranas diversas que pudieran ir encontrando al doblar cualquier esquina en esa antigua ciudad que fuera la capital del reino visigodo; y, en cierto modo, sus habitantes, fuesen del credo o condición que fueran, consideraban a su ciudad la capital del reino por derecho propio, pues lo fuera de la vieja Hispania.

A todos les hubiese gustado detenerse en aquellas calles y plazas que adivinaban hermosas, pero el cansancio del galope extenuante se hacía notar tanto en los nobles brutos como en sus jinetes; y sin excepción estaban deseando llegar cuanto antes al castillo y apearse unos de las monturas y los caballos ir a un estable acogedor y caliente donde les diesen cebada y alfalfa fresca y agua en cantidad.
Y más tarde un cepillado de capa y crines y dormir de pie en espera de otra jornada de agotadora marcha a uña de caballo.

Y ya desde el puente vieron las torres cilíndricas de la fortaleza, en cuyo borde se alzaba amenazadora la masa pétrea de la del homenaje, como gritando al mundo que el pendón que enarbola en su cúspide es el más grande y glorioso de cualquier otro reino que ose discutirle su primacía.

Y antes de que la comitiva llegase a la primera hilera de murallas, les salió al encuentro el alcaide, Don Senén, y un cuerpo de honores con picas luciendo banderolas con las armas de León y Castilla y de la propia ciudad de Toledo.
Los dos caballeros se saludaron afectuosamente y cruzaron sus antebrazos, asidos fuertemente con sus manos, en un gesto de camaradería militar como si los dos hombres hubiesen peleado más de una vez codo a codo por la gloria de su señor y rey.
Sin embargo, no se conocían en persona, pero el alcaide era conocedor de la fama y gestas del conde y eso lo alzaba ante sus ojos en un pedestal de héroe mítico que tan sólo con rozar su manto ya participas de su grandeza.

El alcaide tampoco conocía a Ramiro, aunque tenía buena amistad con el padre del chico, y en un principio creyó que era el otro chaval de los ojos negros, mas el conde enseguida lo sacó de su error diciéndole a Ramiro que se adelantase y saludase al caballero que por voluntad de su abuelo sería a partir de entonces quien continuase con su formación como guerrero y caballero.


Ramiro saludó con seriedad al alcaide del castillo, pero su mirada no podía ocultar le disgusto que las palabras del conde le producían.
Dejar de servir a ese hombre que no sólo le enseñaba artes bélicas de ataque y defensa, sino también de otro tipo, tan esforzadas o más que las anteriores y mucho más placenteras, a estas alturas ya le rompía los esquemas y le suponía un gran disgusto.

Cómo iba a separarse de esos otros muchachos con los que compartiera horas de sexo y, sobre todo, jamás le dejaría de buen grado el campo libre a Sergo para que acaparase a sus anchas al hermoso mancebo que le trastornaba el sentido.
No podía quedarse en Toledo con ese otro guerrero, por muy amigo que fuera de su padre y porque así lo decidiera su abuelo, viendo de brazos cruzados como se alejaba el conde con los otros chicos y entre ellos el más bello zagal que viera en su vida.
Eso estaría bien antes de conocer a esos jóvenes y saber que clase de vida llevaría junto al conde.
Pero ahora que ya catara ese tipo de experiencias y que su culo ya no se asustaba ante un congestionado glande que se dispusiese a perforarlo, la cosa era muy diferente y él deseaba seguir su instrucción al lado del conde y no con ningún otro caballero, fuese quien fuese el que lo hubiera decidido.
A no ser que se lo dijese u ordenase el propio conde, que ya era su amo y señor.

Nuño tampoco estaba por la labor de dejar atrás al muchacho y entregárselo a otro después de haberlo desvirgado.
E, inconscientemente, volvió la cabeza hacia Guzmán y la mirada del mancebo terminó por convencerle de que Ramiro ya era suyo y no se quedaría en Toledo con aquel hombre como deseaba su abuelo.
Sólo él terminaría de educar al chico y haría de él un buen caballero y hombre de armas.
Y Ramiro sería otro de sus esclavos soldados y otra puta más en las noches cálidas de sexo en las que la lujuria imperaba en el ánimo del conde feroz.

Pero con ello se presentaba otro problema y tenía que romperse el coco para encontrar la mejor forma de quedarse con el muchacho sin que fuese por la fuerza de las armas.
Puesto que si esa era la única manera de mantenerlo a su lado, Nuño no dudaría en desenvainar la espada y ordenar a sus hombres que se lanzasen a la lucha por mantener junto a ellos al esclavo en disputa.
Para el conde la propiedad era sagrada y más la de un esclavo tan hermoso y sugestivamente atractivo como Ramiro.


Esa mezcla de macho viril y carne de ramera, que arde como la yesca ante una verga empalmada, le daba al conde un aliciente poderoso para no desprenderse de ese joven tan pronto.
Sin olvidar que los ojos profundos del chico eran el complemento de esos otros acerados de luz plateada que le miraban desde la grupa de Siroco, rogándole que no se lo entregase a nadie porque ya lo quería demasiado para separarse y perderlo.

Pero aún quedaba tiempo de plantar cara al alcaide y por el momento habría que seguirle el juego y no darle pistas de lo que estaba barruntando el conde respecto a dejar en sus manos la formación militar de Ramiro.

Y lo primero era ordenar las ideas y ver la mejor manera de enfocar la cuestión para planteársela al buen marqués de Olmo.
Los caballos iban al paso y así de forma moderada entraron en el castillo pisando fuerte sobre la tierra que se marcaba de herraduras y quedaba herida sin dolor ni sangre.

Varios criados, mozos y palafreneros salieron al encuentro de los visitantes y se apresuraron en sujetar por las riendas a los caballos y prestar ayuda a los jinetes para desmontar.
Cosa que en la mayor parte de los casos no fue necesaria, pues los chicos brincaron a tierra antes de que su corcel se hubiese detenido totalmente.

La agilidad de estos chavales no podía ponerse en entredicho, como tampoco había duda sobre su formación física y fuerza muscular.
Todos ellos exhibían unas auténticas mazas por brazos y sus muslos eran jamones bien curados al aire y de la mejor calidad, sin grasa y recios como el frío de los montes o el pedernal.

Pero aún así necesitaban descanso, un buen baño y ante todo esperaban que el amo les ordenase servirlo en todo lo que pudiera necesitar o desear.

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