Autor

Autor: Maestro Andreas

jueves, 17 de enero de 2013

Capítulo XXX


El viaje iba transcurriendo con relativa tranquilidad entre los hombres del conde y hasta Sergo y Ramiro parecía que preferían alternarse para ir al lado del mancebo en lugar de disputarse la plaza y andar a la greña el uno y el otro para obstaculizarse e impedir que uno de ellos estuviese más tiempo que el otro junto a Guzmán.
Cierto que tal aptitud de aparente concierto entre los dos mozos no surgiera de motu propio ni la adoptaron de buenas maneras, sino que les fue impuesta por el amo so pena de cortarles la polla a los dos.

Llegó un momento que el conde estaba hasta los huevos de tanta tontería y celos por parte de los dos jodidos machitos, que en una de las veces que ordenó detenerse para beber o cualquier otra necesidad perentoria, se llevó con él a los dos chavales y al volver estaban suaves como dos malvas.
Ramiro traía la cabeza más baja que Sergo, pero se veía a las claras que a ambos les había leído la cartilla el señor.
Y quien dice leído, dice aplicado un correctivo adecuado a su terca obstinación en asediar al mancebo y pretender ser el único con derecho a cabalgar a su lado y charlar con él.

Sencillamente el conde les bajó los humos a los dos, arreándoles tralla primero y luego humillándolos uno frente al otro para dejarles claro que tan sólo eran viles animales y que aunque pudiesen hablar, no eran más que un buen caballo o un fiel perro.


Y para que les quedase grabado en sus mentes, el conde se lo remarcó con unos fuertes azotes en las nalgas y los remató follándose a Sergo, que a su vez se la metió a Ramiro, lo cual le dejó la autoestima por los suelos al muchacho y al otro también, pues aunque montó a ese rapaz con ganas y apretó todo lo que pudo con los riñones para joderlo más, el conde se encargó de humillarlo tratándolo como a una mísera prostituta a la que se la folla cualquier buhonero en un asqueroso figón.

Al terminar los tres al unísono echando leche en cantidad, lo que menos deseaba Sergo era pavonearse delante de Ramiro por haberle dado por el culo; y menos todavía podía y quería presumir éste, pues si uno hizo de ramera, el otro no desempeñó un papel mejor ni más destacado en el acto sexual a tres bandas dirigidos por el amo.

Y sin más incidentes avistaron Torrijos, que tras la batalla de las Navas y para conmemorar tal victoria fuera regalada por el rey Alfonso VIII al arzobispo de Toledo Jiménez de Rada, siendo, por tanto, una villa propiedad del cabildo de la catedral.
Y a ella llegaban el conde y sus aguerridos muchachos, vestidos con cotas de malla tejidas en hierro y pectorales sobre los que lucían las nobles armas de su señor sobre campo de sangre.
Sus rostros estaban medio ocultos por los yelmos y sobre sus fogosos caballos, ágiles y de pelaje lustroso, semejaban un cortejo más celestial y eterno que terrenal y perecedero.


A la mente de cualquiera que los veía le costaría admitir que el tiempo ajase y marchitase la piel lozana de esos jóvenes, erguidos sobre la silla de sus monturas y desafiantes ante cualquiera que osase ofender el honor y la fama del amo al que servían.
Los chiquillos saltaban jubilosos y correteaban de un lado a otro al paso del cortejo por las callejuelas de la villa; y puede que fantasías eróticas nacían en alguna moza cargada de ilusiones y con los pechos repletos de ansias nocturnas y solitarias caricias en la entrepierna al verse desnuda y tumbada en el áspero y frío lecho donde cada noche aguarda inútilmente un amanecer distinto y pleno de satisfacciones carnales.

Ya en la plaza les esperaba un representante del arzobispo; aunque para ser más fieles a la verdad, debería decirse un emisario del infante Don Sancho, hermano del rey y administrador del arzobispado primado.
El canónigo catedralicio hizo una notoria y protocolaria reverencia ante el conde, sin darle siquiera tiempo a descabalgar; y Nuño, con un gesto de la mano derecha, le indicó que se alzase, quizás diciendo por lo bajo: “Desdóblate, hombre de Dios!. Que a tus años te va a costar trabajo incorporarte de nuevo... Sobre todo con esa escandalosa tripa que tienes asociada al abdomen... Menudo tripón es el tipo este!”

Y Don Alpidio lo era.
Un barrigón casi indecente que hasta le costaba respirar con tanta grasa acumulada sobre su vientre y que le oprimía el pecho, que también lo formaban dos tetas que casi eran ubres de vaca frisona.
Aquel hombre tenía que comer por cuatro; y hasta en las vigilias de cuaresma se pondría las botas engullendo a cuatro carrillos, el muy glotón.
Todos desmontaron y a Don Alpidio se le iban los ojos tras cualquiera de los chicos del conde, pero en especial su mirada se posó en el culo de uno en concreto.

Y no era otro que el trasero de Rui, que , como siempre, le daba un meneo al andar que hasta cantaban las piedras al pisarlas con sus pies.
O el chico sabía donde lanzaba sus dardos, o su natural coquetería lo llevaba a provocar a otros hombres sin pretenderlo a propósito.
Lo cual, viniendo del tal, era bastante dudoso, pues, en opinión del mancebo, esa zorra sabía muy bien lo que quería en todo momento y también como conseguirlo.

El conde justificaba a ese chico y amonestaba a Guzmán por ser tan negativo enjuiciando su conducta, mas sabiendo que desde el principio no le había caído simpático ese chaval.
Nuño lo achacaba a algo de celos porque Rui tardó mucho en desistir y dejar de lanzarle el anzuelo a Sergo por si picaba y se la endiñaba por detrás con las mismas ganas conque se la metía a Guzmán.
Y evidentemente eso era motivo suficiente para que el mancebo lo tuviese enfilado y puesto en cuarentena por puta golfa.
Y a Guzmán se le iluminaron los ojos pensando en que quizás si amo le regalase al canónigo el jodido rapaz criado entre las faldas de unas monjas.

Pero inmediatamente también se dijo para sí: “Joder!. Con un tío tan gordo! No merece tanto castigo esa zorra de Rui... Si se le pone encima lo aplasta... Vamos, que al primer polvo ese perillán queda como una oblea debajo de la panza de ese hombre. Espero que mi amo le encuentre otro más adecuado y si puede ser atractivo también”.



En el fondo, el mancebo tampoco le quería tan mal a ese muchacho como para desearle un amante como Don Alpidio.
Y en la casa de uno de los hidalgos de la villa, encontró el conde alojamiento para sus guerreros y descanso para las bestias.
Habían hecho una larga jornada de camino hasta allí; y todos sin excepción estaban cansados y con ganas de estirar las piernas tumbados sobre cómodos lechos o sobre cualquier suelo que les permitiese tomar la horizontal y bostezar a gusto, antes de pensar en otra cosa que no fuese beber el agua fresca de un pozo bien saneado y llenar el estómago con algo de carne asada y pan recién hecho.
Si además de eso les daban algo más contundente, mejor que mejor.
Pero, seguramente antes de dormir, unos darían y otros tomarían la sabrosa leche que manase de sus cojones.
Y ese siempre sería el postre más apreciado por ellos y lo que les dejaba serenos y relajados para pasar una buena noche sin pesadillas ni sobresaltos.
Y aunque Rui ya no gozaba de la de Ramiro, el chico esperaba que se la diese cualquier otro o quizás uno de los formidables guerreros africanos, cuyas pollas lo tenían sobrecogido y al mismo tiempo con el culo es ascuas por probar uno de aquellos tremendos carajos oscuros y sentirlo entrar por su agujero.

Cada noche se repetía para sus adentros que esa pudiese ser la que tanto esperaba y uno de ellos, con su brillante cuerpazo de ébano, fuese a buscarlo y lo llevase al catre ensartado en su enorme tranca y sin poder tocar el suelo con los pies.

Una ilusión, quizás, pero al lado del conde feroz toda fantasía podía ser posible y realizarse en el momento menos esperado por los muchachos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario