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Autor: Maestro Andreas

jueves, 24 de enero de 2013

Capítulo XXXII


Sergo fue el primero en ir esa mañana, nada más amanecer, al aposento del amo para darle la nefasta noticia.
Don Alpidio no pudo aguantar la emoción de ver al natural, tal y como vino al mundo, el culo de Rui y la presión arterial acabó con él.
Algo le reventó al canónigo dentro del pecho o la cabeza, pero el caso es que se fue al otro mundo intentando cabalgar sobre el lomo del sensual muchacho.

El chico no se lo tomó por la tremenda y se limitó a ir en busca de los otros chavales para ponerlos al corriente de la situación.
Y mientras Ramiro, dándoselas de hombre que sabe responder ante cualquier imprevisto y este lo era, lo acompañó al cuarto del eclesiástico ya difunto, Sergo tomó la iniciativa de ponerlo en conocimiento del amo y allí fue a decírselo.

A Nuño casi le da la risa al escuchar al esclavo, pero se reprimió y puso cara de circunstancias para no mostrar tan poca consideración con el pobre hombre que tuvo la felicidad de irse del mundo montado a espaldas, mejor nalgas, de un precioso cabrito que sabía encender la pasión de un macho hasta hacerle perder la vida.


Nadie pondría en duda ya las excelencias físicas, ni mucho menos las habilidades eróticas del chaval.
Pero lo cierto era que objetivamente considerado, Rui estaba muy bien por todas partes de su anatomía y más en el tramo que iba del final de la espalda a las rodillas.
Ese par de nalguitas prietas y tan turgentes movían voluntades y dejaban secos a varios pares de cojones en un solo día, si se abría de patas delante de un nutrido grupo de machos.
Tranquilamente serviría para ser la ramera de un batallón de soldados faltos de coños para sus pollas.

Y el mancebo sintió la muerte del canónigo por dos motivos.
El primero por consideración al muerto y el segundo porque se esfumaba la posibilidad de empaquetar al jodido rapaz, que cada día le caía peor, puesto que no paraba de pretender encelar a Sergo al no tener a su disposición la verga de Ramiro.

Mas no disponía el conde de tiempo para dedicarlo a velar el cadáver y ordenó emprender la partida hacia Toledo, en cuanto el dueño de la casa se despertase y se hiciese cargo del pastel que quedaba en sus manos.

Al hombre casi le da un soponcio al enterarse de la noticia, pero lógicamente el conde obvió contarle las circunstancias en que se produjera el deceso.
Simplemente lo atribuyó a un mala digestión y a los excesos del canónigo con la comida durante la cena.
Delicadeza de Nuño innecesaria e inútil, pues Don Alpidio era viejo conocido del hidalgo y éste sabia de sobra por donde le apretaba el zapato a ese gordinflón, puesto que en otras ocasiones en que frecuentara la casa de este noble hombre, lo hizo bien acompañado por algún mozalbete, guapo y de amables maneras, con el que compartió cama sin el menor recato ni cuidarse de hacer ruidos notorios y descriptivos de estar follando con el chaval.
Como dijo el conde a sus esclavos, el hombre se fue con las pupilas dilatadas y las narices llenas del olor acre y dulce del culo de un bello zagal.
Y tan intenso y agradable le fue ese aroma, que su cerebro quiso detenerse para siempre deleitándose en ese gusto y le ordenó al corazón que parase su marcha. Y eternizó el momento feliz de un orgasmo mental que le durará para siempre.

Casi todos en la casa estaban afectados por la muerte de aquel tío gordo y quizás el que menos lo estaba era precisamente Rui, que debería estar nervioso cuando menos.
Pero la verdad es que a ese chaval lo que lo tenía de los nervios era no meter un buen rabo por el culo y sentir la barriga bien encharcada de leche de macho.
Y Guzmán, que si por algo destacaba más sobre el resto de los chicos era por su perspicacia, se lo hizo notar al conde; y éste, que ya le urgía abandonar la villa, lo arregló enseguida ordenándole a uno de los imponentes negros que calmase con su verga el furor del chaval.
Y el imesebelen así lo hizo delante del conde y los otros y le dio de mamar primero y antes de que le sacase la leche lo puso de cara a la pared y le fue clavando el cipote por el culo hasta que no quedó nada fuera.

 Rui pataleaba de gozo, la muy perra, y daba la impresión que se partiría en dos como siguiese apretando más adentro el negro; pero ni se rompió el chico por muy fuerte que el otro le daba, ni dejó de jadear suplicando más y con más fuerza, el puto vicioso.
Los últimos empellones que le daba el africano a Rui sonaban a bombeo dentro de un tubo encharcado, pues la leche empezaba a salirle por el agujero al chaval y todavía los cojones del guerrero no terminaran de vaciarse del todo.


 La visión, el olor a semen y el calor del ambiente creado en rededor de la pareja entregada al coito, contagiaban a los otros muchachos que no habían tenido desahogo carnal esa noche; y sus pollas, enhiestas, se destacaban bajo la ropa de los chicos formando un bulto considerable.
Pero ya no quedaba tiempo de más polvos ni pajas y el conde dio orden de partir en cuanto el imesebelen sacó la verga del culo de Rui.

El chico se cubrió como pudo el trasero, que no paraba de rezumar esperma, y todos picaron espuelas a sus caballos en dirección a Toledo.
No sería larga la jornada hasta dicha ciudad, pero al conde le había entrado una prisa repentina por llegar cuanto antes y empezar a poner en práctica los planes elaborados de ante mano en aras de conseguir llevar a buen término el encargo del rey.

Pero por mucha prisa que se lleve en un viaje, es normal detenerse lo necesario por exigencias orgánicas; y Nuño aprovechó tal coyuntura para dejar que Sergo y Ramiro se ordeñasen mutuamente viendo como el amo se la calzaba a su otro esclavo de cabellos rubios.
Esta vez fue Iñigo el beneficiado por el favor de su señor y se inclinó orgulloso ofreciendo el culo al amo para que los otros se pajeasen mientras él gozaba con la verga del conde en sus entrañas.
Y en esta ocasión, Guzmán sólo miró, pero no se le permitió tocársela ni aligerar peso en sus testículos.
Ahora era él el condenado a una castidad dolorosa, al tiempo que oía los gemidos de los otros esclavos y veía como sus pollas eyaculaban chorros de semen, blanco y espeso como la leche cargada de nata.

Volvieron a montar y las herraduras de los corceles lanzaban chispas al golpear en las piedras del camino, yendo a galope tendido y obligando a los jinetes que iban detrás a esquivar de vez en cuando algún guijarro que saltaba hacia ellos despedido por los cascos traseros de los caballos que les precedían.

Parecían volar en una nube de polvo y entre ruidos de hierros, pues las medias armaduras, los yelmos y las cotas de malla, además de los escudos y armas que portaban pendiendo de sus cinturones o del arzón de la silla de sus monturas, formaban un concierto marcial que marcaba el ritmo de la marcha de esos guerreros.

Y como por encanto, allá a lo lejos, recortada en el horizonte, aparecía a la vista la ciudad amurallada, destacando contra el cielo las torres de sus defensas y de los castillos que se enseñoreaban de ella mostrando al viento las altivas enseñas reales de León y Castilla.


Toledo estaba ya al alcance de la mano y tan sólo un tiro de piedra los separaba de la puerta vieja de Bisagra, que el rey Alfonso VI mandara construir para abrir otro acceso a la ciudad.
Al lado contrario se presentía la presencia del Tajo, con sus aguas pardas que circundan la ciudad por el sur.

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