Don Senén dispuso un ala del castillo para albergar al conde y todos sus hombres, permaneciendo con ellos Ramiro por expresa e imperiosa voluntad y decisión del conde, a quien el alcaide no osó discutir ni oponerse no sólo por el respeto que le infundía, sino también por algo de miedo a su airada reacción.
Nuño tenía entre los nobles del reino tanta fama de hombre valiente y de honor como de colérico si alguien intentaba pisar su mejor derecho sobre algo o alguien.
Y a esa aureola de caballero valiente sumaba la de uno de los mejores en el manejo de las armas de todo tipo.
No se conocía nadie que le igualase en el combate cuerpo a cuerpo ni tampoco en cruzar y tirar lanzas en torneo.
Así que Don Senén, prudente y sopesando que en realidad donde durmiese Ramiro le importaba tres cojones, se mostró amable y ordenó que nada les faltase a tan ilustres huéspedes ni tampoco a sus acompañantes ni criados.
Cómo iba a suponer Don Senén que sólo se trataba de un señor y el resto no eran más que putos esclavos sin más derecho que otro animal cualquiera al servicio del noble conde, legítimo amo y señor de todos aquellos muchachos.
El comienzo de la noche fue agitado en esa parte del castillo donde estaba el conde y sus chicos.
Hubo una tremenda orgía de sexo entre ellos, sin que se quedasen atrás en eso de la jodienda los imesebelen que se despacharon a sus predilectos putitos uniendo a ellos también al provocativo Rui; que después de probar un rabo de tal envergadura su cuerpo le pedía a gritos más carne de ese tamaño y consistencia.
Los castrados no soltaron a su dos negros y le dedicaron tales atenciones a sus pollas que éstos les dieron caña y leche a placer.
Los otros cuatro africanos se dividieron para gozar de los dos napolitanos y el agregado ahora a ese juego carnal que los dejaba a todos agotados, pero también relajados para dormir como tiernos infantes plenamente satisfechos.
Y si algunos durmieron como lirones tras el esfuerzo, fueron los cuatro esclavos favoritos del conde y el propio señor, porque se la metió por el culo a todos ellos y, además, permitió que se comiesen el culo unos a otros y hasta Ramiro tuvo el gozo de rozar por primera vez su glande contra el ano jugoso del mancebo, mientras éste se la mamaba al amo y se abría de patas para sentir las caricias del rabo del otro joven entre sus nalgas.
A Sergo no le hizo gracia en principio que Ramiro hiciese eso en el culo de Guzmán, pero en cuanto el conde le dio permiso para taladrarle el agujero a ese rapaz de cabello oscuro, mirada todavía inocente y un cuerpo de hombre viril, su resquemor se disipó y gozó como un becerro dándole por el culo a Ramiro.
Luego también se la metió a Iñigo, tras haberse follado el amo a ese bonito rubiales.
Y hasta le gustó que su rival, aunque ya no su enemigo ni oponente en el afecto del mancebo, le diese también a él por detrás, al tiempo que Guzmán lo alimentaba con su leche.
Iñigo terminó con la barriga repleta de semen de al menos tres machos; y el amado del amo sólo recibió en sus tripas la de su señor, pero él dio su leche a los otros dos mozos que se disputaban su favor.
Y estos dos chavales con pinta de machitos folladores, pusieron el culo para ser preñados por el amo y entre ellos mismos se follaron alternativamente cada vez que el conde se lo ordenaba para verlos retozar y montarse como dos enérgicos potros indómitos.
Pero lo que ellos deseaban no lo tuvieron esa noche, pues el amo no les dejó meterla en el culo del mancebo, sino sólo acariciárselo y lamérselo por fuera y mamarle la polla para degustar la sabrosa leche de sus bolas.
Esa noche sólo el conde metió su verga por el ano de Guzmán y su simiente fecundó a ese esclavo con chorros espesos y cargados de lascivia y amor.
Pero ya estallaba alegre la mañana y el sol invitaba a salir a disfrutar el calor de sus rayos y el conde no dudó en decidir que irían a la ciudad para que la conociesen los chicos y recorriesen sus calles y plazas pulsado el ambiente y el trajín de una población laboriosa y entregada al quehacer diario con tesón y empeño de ganarse el sustento de sus familias.
La vida de los plebeyos era dura y eso lo sabían bien algunos de los chavales del conde, aunque para otros, como era el caso de Iñigo y Ramiro, la escasez y el sufrimiento de las pobres gentes del pueblo y los menesterosos no estaban entre las enseñanzas que recibieran desde pequeños.
Ellos eran nobles por nacimiento y de familia rica y hasta poderosa y jamás tuvieron la necesidad de buscarse la vida como furtivos ni de correr riesgos por tal causa.
Y si de entre ellos algunos conocían esa existencia mísera y peligrosa, llena de sobresaltos y miedos a casi todo lo extraño o que viniese de otros hombres, eran precisamente los dos rapaces que mejor conectaban quizás por tal circunstancia.
Sergo y el mancebo sabían bien que era el frío del invierno al raso y sin cobijo alguno y los ruidos de las tripas que les pedían algo de comer para poder dar un paso más y no caer al suelo por la debilidad de sus miembros.
Esos tiempos ya habían pasado para los dos, pero no por eso dejaban de recordarlos, agradeciendo aún más al amo que los hiciese sus esclavos.
Y Guzmán, que llegó a tener todo en sus manos, dado su origen real, prefería volver a la más absoluta pobreza si con ello continuaba al lado del hombre que era su amante.
Nuño era rico y poderoso, pero si no lo fuese o de repente cayese en desgracia ante el rey, el mancebo lo seguiría al fin del mundo y soportaría todas las humillaciones y miserias que cayesen sobre su amo.
Todo sería bien acogido en su ánimo antes de separarse del conde, que era el fin de sus anhelos y el motivo de su misma existencia.
Pasearon por muchos sitios y pasada la media mañana ya todos estaba con los pies recalentados de patear por esas calles de empedrado irregular que les iba cansando poco a poco sin apenas darse cuenta.
Pasaron por delante de iglesias y casonas blasonadas, pero lo que les llamó la atención fue un palacio de factura mudéjar, a medio acabar, que según un paisano que por allí pasaba en ese momento se conocía en Toledo como el palacio de Galiana.
Al conde le interesó verlo, porque le pareció hermoso, y golpeó con la aldaba sobre el bronce del llamador y pronto un criado, ya viejo y muy enjuto, abrió el portalón de la casa y muy respetuoso preguntó quien era el que llamaba a la puerta de su señor.
Nuño se presentó y anunció sin olvidar ninguno de sus títulos y honores y al rato el sirviente volvía con andar cansino precediendo a una mujer que ya dejara atrás su años mozos de lozanía, pero todavía se la veía atractiva y su cuidada piel era fresca y mostraba un buen color en su rostro.
La señora se movía con elegancia y un toque de regia distinción en todos sus ademanes, como dejando claro que su alcurnia y rango eran el de una gran dama, casi de tanta realeza como la misma reina de Castilla.
Ella, con una sonrisa, hizo pasar al conde y sus acompañantes a una sala cercana al zaguán y ordenó que les sirviesen vino, queso de oveja y frutos secos con higos y miel, comenzando la amigable charla con Nuño interesándose por su esposa e hijos, pues la señora ya había oído hablar del famoso conde.
La dama mostraba sentir una especial simpatía por Doña Sol, a la que no conocía en persona, pero sabía bastante sobre ella, por cuanto la condesa era la pupila de la reina Doña Violante.
Nuño quiso salir del atolladero que le suponía tener que hablar de su mujer e hijos con alguien desconocido, tema que consideraba tan íntimo como decir algo sobre sus esclavos, y aprovecho la mención de la soberana para derivar hacia ella la conversación.
Pero en cuanto la señora dijo las primeras frases sobre la mujer del rey, el conde entendió que ese personaje egregio no era santo de devoción de la elegante dama.
Y ella salió de la situación piropeando a los chicos del conde, que más de uno se puso hasta colorado por los elogios que la señora hizo de sus respectivas bellezas.
Y detuvo su atención en uno en concreto, cuya misteriosa expresión y el sugestivo encanto de una mirada profunda e inteligente, que brillaba en un par de ojos negros, cautivó a la dama y parecía recordarle a otra persona que sin duda le era entrañable.
La especial atención de aquella mujer al fijarse en el mancebo, produjo un respingo en la espalda del conde y sin saber aún el motivo notó que la sangre se helaba en sus venas.