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Autor: Maestro Andreas

domingo, 21 de julio de 2013

Capítulo LXXVI


 Abu Hafs Umar al-Murtada, sultán almohade de Marrakech, se hallaba en el magnífico y umbroso patio principal de su harén, adornado de altas palmeras y estirados y místicos cipreses traídos de al-Andalus en otros tiempos, y rodeado de sus bellas concubinas, un centenar de hermosas esclavas que danzaban para su señor y una nutrida pléyade de eunucos muy jóvenes que atendían los deseos del amo y también los caprichos de las cuatro esposas e hijas del sultán y la caterva de hijos varones preadolescentes que el soberano había engendrado con esas mujeres y el resto de sus favoritas.
Era la familia real casi al completo, pues solamente faltaba para rematar el cuadro los hijos con pene en su entrepierna, ya en la adolescencia, y los más mayores, que andaban más a su aire por otras dependencias del palacio real metiendo la verga en algún coño recién desflorado o ya acostumbrado a los envites del macho de sangre regia que se lo beneficiaba.
Y tampoco faltaba alguno que en lugar de por un coño de hembra la metía por el agujero anal de un mozalbete o de algún castrado de facciones bellas y carácter obediente y complaciente para los deseos y gustos de su amo y señor.


El canto de las fuentes y el burbujeo juguetón del agua daba un tono y un aroma refrescante a las flores, que propiciaba a la pereza y a no querer hacer otra cosa que deleitarse con los más tranquilos placeres de una vida de molicie que transcurría sin sobresaltos con un intenso olor a incienso y otras esencias de bálsamos y perfumes del oriente.
Las músicas y cantos deleitaban los oídos del sultán y el jefe de los eunucos se acercó a su amo y le entregó un pergamino enrollado y sellado con lacre.

Y Abu Hafs Umar al-Murtada, con indolencia y sin muchas ganas de romper el sello, le entregó la misiva a uno de sus castrados que le servía a modo de mayordomo y éste liberó la carta del cierre lacrado e hizo ademán de entregársela al rey.
Pero el sultán declinó en su esclavo la tarea de leer el texto y el joven castrado comenzó a recitar su contenido con una voz bastante aflautada.
Todos los presentes en el amplio patio guardaron silencio y sólo resonó entre las columnas y arcos de herradura que lo cercaban las palabras del esclavo que habló en nombre de quien remitía la misiva.

Era un mensaje del jeque Al Cadacid, jefe de la más numerosa tribu de los tuareg del Sahara, y en ella le contaba lo sucedido en el oasis y requería al sultán para que una tropa de su ejército saliese en busca del príncipe Yusuf y su comitiva para llevarlos salvos y sanos hasta esa ciudad donde el sultán tenía instalada su corte.
También le decía que su oponente el sultán de Fez, de la dinastía meriní, Abu Yahya ben Abd al-Haqq, estaba intentando acabar con la vida del descendiente del califa, por todos los medios a su alcance, y que hasta el momento sus hombres habían logrado casi por milagro proteger la vida e integridad del ilustre príncipe almohade.
Pero cuanto más se aproximaban a Marrakech, la presión de Abu Yahya sería mayor y ya no podía desplazar más guerreros de su tribu hasta esas latitudes, pues desprotegería sus campamentos y a su propia familia y la de sus hombres.

Abu Hafs Umar, señor de Marrakech, haciendo un esfuerzo para vencer la pereza de esas horas de la calurosa tarde, se incorporó en su lecho de almohadas y ordenó a dos de sus eunucos que le ayudasen a levantarse.
No miró a ninguna de la mujeres que estaban cerca de su poltrona y abandonó el bello y placentero recinto del harén como si trasladarse a otro aposento supusiese una pesada carga para la real persona.
 Dos eunucos le servían de apoyo y caminaban despacio para no cansar en exceso al gran sultán. Apenas habían dado unos pasos fuera del harén y ya otros criados negros de piel brillante y muy musculosos acudieron para asistir a su amo y hacerle más llevadero el camino hasta el rico salón donde recibía y ya le esperaban los nobles del reino y el resto de los prohombres de su corte.

El sultán se acomodó en otro lecho de cojines de seda recamados en oro y el más joven de los eunucos que lo acompañaban se sentó a sus pies mientras el otro lo hacía al lado del gran señor y éste comenzó a pasar la mano por el lampiño mentón del chico, que sonreía y se mostraba tan mimoso y dulce como un pequeño gato de angora.
El soberano hizo un gesto con su mano izquierda, pues la derecha estaba ocupada jugando con la barbilla del eunuco, y se aproximó el chambelán para oír las palabras que el sultán le dijo a media voz, como no queriendo gastar más energía que las imprescindibles para ser oído sin esfuerzo.

El gran mayordomo de la corte salió de la sala y todos los presentes quedaron expectantes sin que apenas se escuchase un leve murmullo de comentarios entre ellos, que supuestamente especulaban sobre que decisión habría tomado el monarca, dueño absoluto de sus vidas y voluntades.
Al rato entró de nuevo el chambelán, seguido por un noble joven muy apuesto y elegantemente vestido, y al llegar ante el sultán este muchacho se inclinó con un gracioso ademán de su brazo que ascendía desde el pecho hasta la frente simulando rozar su barbilla y la punta de la nariz.

Abu Hafs Umar hizo otro gesto y el joven se acercó más a la preciosa poltrona del rey esperando que éste indicase al chambelán o a otro esclavo que le trajesen un escabel donde sentarse en presencia de su señor.
Y así sucedió y Nauzet, que ese era el nombre del atractivo y joven noble, tomó asiento junto al sultán y miró sonriente a los dos eunucos que le servían de entretenimiento a su amo y éstos se ruborizaron.


Todavía no había abierto la boca el sultán y otro esclavo apareció en el salón y con mucha prisa se postró hincándose de hinojos y besando el suelo, solicitando de ese modo que el rey atendiese lo que tenía que trasmitirle.

Y el esclavo dijo: “Mi señor, un mensajero ha traído noticias de Fez.
Vuestro enemigo el que se hace llamar sultán y señor de todo este reino que os pertenece por sangre y derecho, ha mandado una tropa más grande y mejor armada que la anterior para interceptarle el camino al príncipe Yusuf y que ni él ni sus séquito puedan llegar vivos a esta ciudad”.
Y el gran sultán preguntó al siervo: “Y por qué motivo no se presenta ante su señor ese mensajero?”
“Ese soldado está exhausto por el esfuerzo al venir a uña de caballo y sin descanso alguno hasta reventar el corcel que montaba, mi amo”, contestó el esclavo besando el suelo donde antes pisara su dueño y soberano.

Recorrió la corte un calofrío como si un viento helado soplase entre las pilastras y el sultán dirigió la vista hacia Nauzet, que mantenía la calma y sus manos no denotaban alteración alguna de sus nervios, y le dijo al gallardo noble: “Príncipe, eres uno de los más queridos miembros de mi familia y aunque no seas hijo mío te amo tanto como si fueses mi heredero. Ahora te necesito y quiero que al frente de un destacamento de mi guardia personal vayas en busca de ese otro príncipe y lo traigas sano y salvo hasta mí. Confidencialmente te digo que no me importaría lo que le ocurriese a ese personaje, que ni conozco y hasta puede resultar peligroso por su origen y ascendientes, así como por lo que representa entre nuestro pueblo. Pero no debemos olvidar que también es el sobrino del rey de Castilla, cuya amistad nos es muy necesaria y puede que imprescindible para sobrevivir al empuje de los benimerines. Ni tampoco dejes a un lado en tu misión que va acompañado por uno de los más nobles y poderosos señores de aquellos reinos. El conde de Alguízar es muy rico y sus dominios y poder son enormes. E incluso dicen que es el amante de ese príncipe de nuestra sangre y por eso lo acompaña y protege. Ve y que la suerte te acompañe, mi estimado príncipe Nauzet. No podría dejar en mejores manos esta tarea”.


Y el guerrero partió capitaneando un tropel de feroces imsebelen, que hacían estremecerse hasta las piedras de los caminos al paso de sus caballos.
Era como si el olor a muerte los siguiese como un rastro que no dejaba duda de cuales eran la artes y maneras de esos soldados para cumplir y ejecutar las órdenes y deseos de su señor.
El príncipe, bien armado y muy elegantemente vestido con ropas muy ricas, aunque sin perder el aire militar de un aguerrido soldado, cabalgaba a la cabeza de la tropa sobre un pura sangre de color blanco como la más limpia nieve que jamás vieron sus ojos y que tan sólo conocía su existencia por lo que otros más viejos le contaran cuando todavía era un niño.

Iba serio, pues no despreciaba los peligros conque se enfrentaría si les atacaban las fuerzas del sultán de Fez, pero también sabía que esos hombres que le seguían eran casi invencibles en la lucha y desde luego los mejores y más fieles soldados que podía llevar a una encarnizada batalla.
Y a cada paso que daba su caballo, en el corazón de Nauzet aumentaban las ansias por ver a ese famoso príncipe del que las lenguas alababan su belleza y señorío, así como su inteligencia y dotes para las letras y otras ciencias, ya que aseguraban los que oyeran hablar de él que tales conocimientos los aprendiera con los mejores maestros árabes y judíos de la corte del rey castellano.

Al parecer, según le contaran los espías y embajadores, ese joven príncipe no sólo era muy hermoso y deseado por su virtudes y prendas físicas, sino también por estas otras del espíritu que le daban un gran predicamento en los centros de mayor erudición y en la corte de su tío y de otros grandes señores.
Nauzet tenía enormes ganas de conocer a ese muchacho, que siendo algo más joven que él ya deslumbrara a quien lo trataran y era admirado y amado por siervos y caballeros por su valor y su donaire al moverse y hablar con las gentes.

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