Precedió una extraña calma y se desató la tormenta en medio del estruendo y los alaridos guerreros de los soldados benimerines que cayeron sobre el conde y sus hombres cuando ya se disponían a refrescarse en las seductoras aguas de aquel oasis.
Docenas de jinetes armados con alfanjes y lanzas les atacaban por todos los flancos y ni la alarma de los centinelas pudo evitar el golpe, casi por sorpresa, que cogió al conde y al resto de sus guerreros sin las armas a mano y sin tiempo para montar en sus corceles y presentar pelea de igual a igual.
La paridad en la lucha tampoco hubiese sido posible, pues los enemigos superaban con creces el número de los hombres que formaban la hueste de Nuño; y, a pesar del denuedo que pusieron en la defensa, pronto fueron reducidos y acorralados bajo un grupo de palmeras, usando algunos fardos como parapeto contra la embestida de los lanceros.
En poco tiempo un considerable numero de cadáveres de ambos bandos teñía la arena de sangre y no siendo inferior el balance de víctimas a favor del conde.
Sus fuerzas estaban siendo diezmadas y los jóvenes guerreros que lo acompañaban caían tras pelear como jabatos en un esforzado intento por proteger y salvar la vida del adorado príncipe Yusuf.
El objetivo de los seguidores del conde, tanto almohades como imesebelen, era no permitir que el mancebo cayese en las manos del rey de Fez y a ese fin sacrificaron la vida no sólo un buen número de ellos, sino que la zarpa mortal alcanzó igualmente a la mayor parte de los valientes tuareg que se unieran a ellos para protegerlos en su camino a Marrakech.
Mustafá fue herido y su amante Sadán tuvo que defenderlo hasta el agotamiento y fue el propio Nuño el que los socorrió poniendo en riesgo la vida para evitar que los dos muchachos pereciesen al primer encuentro con sus oponentes en la escaramuza.
Los tres hombres se libraron por pelos de morir degollados por las espadas bereberes fieles al trono de Fez, pero no tuvieron la misma suerte la mayor parte de los muchachos que se unieran a ellos en Córdoba, puesto que muchos perecieron sobre las arenas del oasis.
Y de los imesebelen solamente quedaban los fieles esclavos del príncipe Yusuf, que le servían desde años atrás, y un reducido cinturón humano de negros titanes, que plantados de rodillas en el suelo rodeaban al mancebo y al resto de los esclavos del séquito del conde, vendiendo caras sus vidas antes de permitir que los asaltantes franqueasen ese muro humano formado por ellos y pudiesen alcanzar y rozar el valioso cuerpo del príncipe almohade y los de sus compañeros.
Aún así y a pesar de las certeras flechas lanzadas por Sergo y Guzmán y también por los dos napolitanos, cuya puntería había mejorado ostensiblemente, las bajas entre los enemigos no eran suficientes para resistir mucho más aquel furibundo ataque y Nuño pensaba ya en alguna solución para salir del mal paso en que estaban metidos sin posibilidad aparente de salvar el pellejo y librarse de un final que se presentaba ante ellos como irremediable.
Sadán le aconsejó a Nuño que intentase llegar hasta los caballos y huyese con el príncipe y sus esclavos y el reducido número de imesebelen que quedaban vivos, mientras él y los pocos jóvenes que todavía estaban en condiciones de pelear le cubriría la retirada y harían lo humanamente imposible por retener a los benimerines el tiempo necesario para darles una cierta ventaja sobre ellos. Nuño rechazó la oferta y juró que no abandonaría a nadie a su suerte sin intentar defenderlo mientras a él le quedase una gota de sangre en las venas.
Pero si aceptó que el mancebo se fuese con los otros esclavos y eunucos, protegidos por cuatro de sus fieles guerreros senegaleses, decisión que Guzmán rechazó y también Iñigo, Sergo y Ramiro, pues su condición de caballeros les obligaba y exigía luchar con valor y mantener la dignidad hasta exhalar el último suspiro.
Hasta los dos napolitanos y los eunucos, mostrando un arrojo propio de feroces guerreros, rogaron al conde que les permitiese quedarse a su lado, pues preferían la muerte a abandonarlo en tan trágico trance.
Y mucho más si la huida suponía irse sin su amado príncipe.
El más asustado era Ariel, que incapaz de articular palabra no se separaba de Ramiro, pues éste se había erigido en su protector y el más firme defensor del hermoso joven.
Al llegar al oasis y cuando todavía no se escuchaba el sordo rumor, que fue creciendo hasta volverse un ruido aterrador de alaridos guerreros y relincho de bestias, mientras el conde, apartado del resto, follaba con el mancebo, estos dos amantes, inconscientes aún de lo que su corazón sentía, se besaban en los labios y acariciaban sus cuerpos bajo la observadora mirada de Sergo, que con una mano jugaba con el dorado cabello de Iñigo y con la otra le tocaba el culo poniéndolo más cachondo que una zorra al comienzo de la primavera.
Pero no sólo al conde y al mancebo se les cortó la follada a medio correrse al advertir lo que se les venia encima en forma de aquella tromba de hierro y sudor envuelta en una nube de arena.
Ahora olía a sangre y muerte y todo se había ennegrecido; y hasta el sol quiso empezar a ocultarse para no ver la matanza que se producía en un oasis que a unos bellos muchachos les había hecho soñar con placeres y un descanso en el agotador viaje a la bella perla del imperio almohade.
La hermosa ciudad de Marrakech, donde el abuelo del mancebo gozó de los mejores años de su reinado y su corte brillara con el esplendor de la cultura y las cuantiosas riquezas del poderoso califa.
Muchos lucharon y encontraron la muerte medio desnudos al estar a punto de gozar o saboreando ya las mieles del sexo con otros compañeros.
Incluso hubo quien sacó la verga de un culo para empuñar la cimitarra o la espada y disponerse a morir matando en un loco intento por conservar la vida y salvaguardar la de un joven heredero del último gran califa de Al-Andalus.
Y el mancebo veía con dolor la funesta escena que se presentaba ante sus ojos atónitos y llenos de llanto por tanta hermosa juventud desperdiciada por una causa posiblemente perdida y sin sentido desde el principio de aquella aventura que les llevara la norte de Africa.
Guzmán miró a Nuño y en su mirada se leía la terrible tragedia que ocurría a su alrededor.
Iñigo sonrió y besó a sus dos compañeros antes de pedirle al amo que le besase en la boca quizás por última vez.
Y lo mismo hizo Ramiro, pero cogiendo por la mano a Ariel, que le ofreció su boca al hermoso muchacho y luego al conde con un gesto que suplicaba otro instante de pasión desenfrenada, rematado por una penetración que le jodiese hasta el alma antes de irse y dejar esa nueva vida que tanto le deleitaba los sentidos.
Y el conde, con el corazón compungido pero aparentemente frío y erguido sobre el suelo de su orgullo de noble caballero, posó su mirada en todo sus bellos muchachos y, después de basarlos uno a uno, agarró la mano de su amado y sin temblor en su voz ni demostrar el menor atisbo de debilidad o pánico, le dijo: "Mi amor, jamás pude soñar que se cumpliese de un modo tan exacto la dicha de morir a tu lado y al mismo tiempo, sin que uno de los dos abandone al otro ni un instante para seguir juntos por toda la eternidad. Te amé desde que te vi en mis bosques y ni un solo minuto desde entonces he dejado de adorarte y desearte sobre cualquier otra persona y muy por encima de todos los bienes y honores. Eres mi vida y mi alma está en ti, porque en mi cuerpo no cabe otra cosa que no sea amor para desearte y ansia para poseerte. Guzmán, mi querido príncipe Yusuf, te quiero hasta la muerte que ya nos ronda a los dos... Ataquemos todos como un solo hombre y marchémonos de este mundo con el honor y la gloria de morir antes que admitir la derrota. Mis amados guerreros, que la memoria de los hombres recuerde nuestra gesta y tiemblen nuestros enemigos ante la furia de nuestros espíritus. Con la misma satisfacción y placer que os abracé, ahora abrazo la muerte a vuestro lado y marchando codo con codo con vosotros, mis fieles caballeros y estimados esclavos".
Y embargados por la emoción el conde feroz y su mancebo se besaron con la más grande de las pasiones y el mejor de los besos, que parecía poner el broche final a su relación de amo y esclavo, aunque no de amantes ni en definitiva a su amor que ya era infinito y más intenso y duradero que el tiempo mismo.
Luego, sólo atronó el cielo el grito del conde lanzando al ataque a sus valerosos y bellos guerreros.
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