Autor

Autor: Maestro Andreas

sábado, 13 de julio de 2013

Capítulo LXXIV


Abrió los ojos y no podía acertar el lugar donde se hallaba ni que había ocurrido hasta llegar a ese momento.
Vio el techo de una jaima y quiso pensar que soñaba y la realidad era otro día más en el lecho de su señor.
 Mas ese catre donde estaba tumbado no eran las muelles almohadas donde su dueño lo amaba, ni los cómodos cojines que sostenían su vientre mientras su amo lo penetraba y le preñaba el vientre con su sabia y su amor.
Se dio cuenta que le molestaba el costado y quiso levantar la cabeza para ver que pasaba y que tenía en ese lado de su cuerpo para sentir incomodidad y algo de dolor.
Miró con ansia y se vio desnudo y con el torso vendado con finas y limpias tiras de lino blanco.
Pero por qué estaba sin ropas y en un lugar que le era extraño?

Y como si un fogonazo hiriese su mente recordó la batalla y el cuerpo de su amo tendido boca abajo en la arena tras ser abatido por una flecha que le atravesó la garganta.
Y quiso ir hacia él para socorrerlo o morir a su lado, pues la vida sin su amo y amante no podía ser vida sino martirio.
Y antes de alcanzar el cuerpo de su señor, otra fecha se clavó en su carne y cayó al suelo sin fuerzas creyendo morir separado de su amor.
Pero antes de flaquear del todo pudo arrastrarse penosamente y llegar junto a su amado, pero no aspiró su último aliento pues ya la vida había abandonado su cuerpo.
Y quiso morir allí para ir con su amo al paraíso, pero la mirada de unos ojos negros se clavaron en sus párpados y tuvo que abrir los suyos que todavía lloraban la pérdida del hombre que lo amó y al que él amaba por encima del mundo y de su propia vida.

Ahora sabía que ocurriera, pero no podía recordar más, pues le abandonó la consciencia y su cuerpo quedó a merced de los enemigos de su amado señor.
Qué le esperaba en poder de estos hombres malvados que mataron a su amo y a todos sus hombres? Quién era ese otro que evitó que muriera y se empeñó en salvarlo?
Ubay, tuvo miedo y aspiró con fuerza una bocanada de aire sintiendo daño al hacerlo.
Con esfuerzo miró hacia los lados y no vio a nadie cerca de su lecho, supuso que estaría vigilado, pero no había muestras de que aquella tienda fuese una prisión ni tampoco estaban dentro de ella guardianes u otras personas que pudiesen observarlo.
E intentó incorporarse, mas le fallaron las fuerzas y volvió a sentir una punzada seca y aguda en su costado.

Pensó en su amado señor, el valeroso y noble Bentehuí, hijo de un poderoso jeque y señor de una gran tribu, que estaba muerto y se había ido sin él a ese paraíso que tantas veces le prometiera al amarlo bajo el resplandor de plata de la luna y junto al gran estanque del palacio del sultán en la hermosa ciudad de Fez.
El valiente capitán formaba parte de los mejores jefes del reino benimerín y sus aposentos en el palacio real eran de los más confortables y lujosos de la corte.
Tenían jardines adosados a los bellos patios de columnas y fuentes y estanques de agua rumorosa y especialmente refrescante cuando el calor se adueñaba de la ciudad.
En aquellos aposentos fuera tan feliz que ahora eso era el sueño y su dolor y su llanto la realidad.

A una edad muy temprana fuera comprado por el gran sultán y al llegar a la mitad de la adolescencia el rey, entre otros bienes, joyas y objetos preciosos, se lo regaló al noble capitán como recompensa por sus inestimables y valiosos servicios.
Y desde entonces estuvo al servicio de su nuevo señor y poco a poco se enamoró de su amo y éste se prendó perdidamente del chico haciéndolo su favorito y considerándolo más su amante concubina que su esclavo.

Su amo le diera tantos lujos como su riqueza le permitía y Ubay agradecía este enorme afecto de su señor con la más absoluta entrega a su placer y a darle el mayor gozo que un hombre puede imaginar.
Se hizo un experto en el arte de amar a un macho y las noches con su amo fueron tan ardientes e intensas que en breve tiempo desplazó del lecho de su dueño no sólo a cualquiera de sus cuatro esposas, sino también a sus muchas concubinas y esclavas.


Bentehuí solamente catara ese culo masculino en toda su vida y no probó otro que no fuera el de su amado Ubay.
Pero desde que lo penetrara por primera vez, ya no pudo prescindir de hacerlo cada noche y volver a entrar en el ano del esclavo cada vez que su polla le reclamaba saciar la lujuria que le provocaba ese cuerpo fibroso de piel lisa y tostada, tan suave y perfumada como la de la más bella hurí del harén de su señor el sultán.
Y lo dejó solo en el mundo sin llevárselo con él a ese paraíso que le mencionaba al besarle los labios y acariciarle las nalgas después de entrar con su verga en el agujero redondo y estrecho que guardaban celosamente sus dos sedosas nalgas.
Qué placer le daba su señor al hacerle el amor y abrirle ese pequeño ojal con su verga gruesa y larga para dejarle dentro del vientre la semilla de su vida y su estirpe!
Qué gusto sentía Ubay al notar la fuerza del semen de su dueño subiendo por su recto como un chorro de agua salido del caño de un chafariz de esos que enlucían los jardines del palacio!
Cómo desearía poder irse con su amo para seguir disfrutando de su apasionada lujuria y sus caricias tan dulces y cariñosas que nunca otro ser en el mundo podría darle!
Nada parecido sería posible con otro hombre ni menos con tanto amor y ternura.
Sin embargo estaba en poder de sus enemigos sin poder valerse por si mismo, ni tampoco con posibilidad de defenderse de ellos o intentar huir de los presuntos hierros conque encadenarían sus manos y pies en cuanto pudiese sostenerse erguido.
Y en cuanto recobrase las fuerzas y su salud mejorase sin duda sería vendido a otro amo y él se quitaría la vida a la menor oportunidad para no soportar el hecho de ser propiedad de otro dueño que no fuese su amado señor.

Estaba seguro que nunca jamás aceptaría pertenecer de buen grado a otro hombre, ni con nadie volvería a ser un sumiso siervo usado como objeto de placer sexual, pues su existencia no era suya desde que lo tomara como esclavo el noble Bentehuí y sólo a su memoria rendiría el respeto que se debe tener hacia un amo.

Ubay volvió a llorar en silencio su desgracia, pues no había consuelo para su alma escarnecida por el infortunio de perder a su señor que tanto amaba.
Y cuando entró Guzmán en el compartimento de la jaima donde estaba el herido, éste quiso intentar levantarse como si quisiese defenderse de un agresor.
El mancebo le habló con amabilidad y se acercó al lecho para ver al cautivo y comprobar si su estado iba mejorando adecuadamente y recuperaba las fuerzas perdidas.
Durante toda la convalecencia, Ubay estaba atendido permanentemente por los dos eunucos del mancebo y solo ellos tenían contacto con el paciente, que apenas sabía de los cuidados que los castrados le habían procurado, ni los había visto con plena consciencia.
Esta era la primera vez que percibía con claridad la presencia de una persona y esa novedad le causó alarma y extrañeza.
Qué querría ese joven y cuales eran sus intenciones al ir a verlo, se preguntó temeroso Ubay.

No habló ni contestó al saludo del mancebo y se fijó en el visitante escudriñando sus facciones y gestos.
No perdía detalle de los movimientos que realizaba Guzmán y los seguía con la cabeza como si en realidad esperase un golpe mortal de manos de aquel bello joven.
Pero Guzmán se limitó a sentarse a su lado y le preguntó cual era su nombre.
 Ubay dudó en responder, pero ante la insistencia del otro muchacho le dijo como se llamaba, pero no añadió nada más y permaneció en silencio escuchando lo que el mancebo decía.
Y éste le dijo que lamentaba mucho que estuviese herido, pero que se alegraba de que al menos pudiese evitar a tiempo su muerte.
Y Ubay miró para otro lado para que el mancebo no viese las lágrimas asomando a sus ojos verdes. Pero Guzmán si las vio y con ello no hizo más que confirmar lo que sospechaba acerca de la causa de ese llanto.
Y le dijo: “En la arena de ese oasis maldito quizás quedó enterrado tu amor. Y lo siento, como siento y lamento todas las muertes inútiles que ocurrieron ese día. Soy el motivo de la masacre y al que vinisteis a matar por el simple hecho de llevar vuestra misma sangre en mis venas, pero de otra tribu y estirpe distinta. Por mi cuerpo fluyen genes de diferentes razas y culturas y mis antepasados fueron dueños de muchos pueblos, pero en mí no hay ambición de quitarle a nadie ni un ápice de su poder, ni menos mermar la gloria de sus reinados. No tengo nada que ver en las luchas que mantienen la corte de Fez y la de Marrakech para ser dueños de este reino que perteneció en otro tiempo a uno de mis abuelos, ni deseo que mueran más hombre por mi causa. El objetivo de vuestro jefe en esa malhadada escaramuza era acabar con mi vida y el destino y la desventura quiso que fuese la suya la que acabó sobre la arena del oasis, así como la de un gran número de buenos guerreros de ambos bandos; y eso no sólo es un desastre sino también un dolor y una pena que me acongoja y forma un nudo insoportable en mi corazón. La flecha que segó la vida de ese soldado, hasta cuyo cadáver te arrastraste, salió de mi arco y mi buena puntería se la arrebató en un instante. Y si lo hice fue para salvar a mi amado y al resto de mis compañeros, pues era evidente que ese hombre valeroso era el jefe que capitaneaba vuestra tropa. Y creo que para ti era algo más que eso. Y es algo que acrecienta mi pena y martiriza mi conciencia al ser consciente que, involuntariamente, soy la causa de tal desgracia”.

Guzmán calló unos momentos para ver la reacción del muchacho, que seguía llorando, y prosiguió su discurso: “La misión que el rey de Castilla encomendó a mi señor en estas tierras, en nada pone en peligro a vuestro poderoso rey, ya que tan sólo nos dirigimos a Marrakech para llevar a cabo la empresa que se nos ha encomendado. Y, sin embargo, sin conocer cual es el motivo de nuestro viaje ni saber si nuestras intenciones son adversas a Fez, vuestro soberano ha decretado mi muerte y la de todos los hombres que acompañan a mi señor el conde de Alguízar. Y La vida de ese noble caballero está por encima de la de cualquier otro mortal y mataré sin dudarlo a quien ose amenazarla, como ocurrió recientemente en ese oasis. Vi los rastros que dejaste sobre la arena al arrastrarte herido hasta aquel cuerpo sin vida y comprendí cual era la causa y el verdadero motivo de tu esfuerzo. Entiendo lo que pretendías y te digo que yo hubiese hecho lo mismo para morir junto a mi amante, pues sé que la vida sin él solamente es un castigo insoportable”


Se hizo el silencio y por primera vez Guzmán reparó en el cuerpo desnudo del herido y se dio cuenta de la hermosura que exhibía aquel muchacho tan joven y guapo.
Resultaba tan atrayente al verlo que hasta causaría dolor en los ojos de tanto mirarlo sin poder apartar la vista de su agradable fisonomía.
Era un zagal muy agraciado de cara y cuerpo; y al ver su piel bronceada sin necesidad de sol, incitaba a tocarlo porque prometía finos deleites al tacto como si se tratase de un suave terciopelo.
Y el mancebo alargó una mano y tocó ligeramente un brazo del chico.

Ubay intentó apartarse bruscamente y se resintió de su herida en el costado sin lograr zafarse de la mano de Guzmán, que al contacto con esa bonita piel prolongó la caricia hasta llegar a la mano.
El cautivo ya no tuvo redaños suficientes para impedir que el mancebo le agarrase esa mano y se la llevase a los labios para besarla y pedirle perdón por haber matado a su amor.
Y Ubay rompió a llorar con desconsuelo, dejando que Guzmán apretase su mano con las lágrimas asomando también a sus ojos negros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario