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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 17 de julio de 2013

Capítulo LXXV


Ante el estado de los heridos y para evitar que una marcha precipitada quebrantase más su salud o le supusiese a más de uno la muerte, el conde decidiera montar el campamento en otra zona del oasis, algo apartada del lugar donde ya descansaban los muertos en la refriega, con el fin de permanecer en ese lugar hasta que los más graves mejorasen y pudiesen proseguir el camino sin tanto peligro.
Y aunque ello retrasase los planes de viaje hacia Marrakech, suponiendo mayores riesgos por un nuevo ataque de los benimerines, Nuño adoptó esa media tras sopesar fríamente los pros y los contras que eso conllevaba para su tropa y la empresa encomendada por su rey, sin dejar de valorar también que la presencia y ayuda de lo tuareg posiblemente disuadiría a sus enemigos y se abstendrían o se medirían más antes de molestarlos otra vez.
Y los jóvenes soldados ilesos se entretenían en peleas de entrenamiento o compitiendo entre ellos en improvisadas carreras y otros juegos típicos de muchachos que necesitan gastar las energías y ejercitar sus músculos para no caer en una perjudicial molicie para sus cuerpos y espíritus.


Guzmán abandonó la jaima donde reposaba el cautivo y regreso junto a su amo entristecido y con el alma rota al ver la tristeza y desesperación de Ubay por la pérdida de su amado y no poder ir tras él para encontrarse de nuevo en ese paraíso que cada noche le construía con sus besos.
Y Nuño, siempre atento al estado de ánimo de su amado, le dijo que se acercarse y llevándolo a un apartado detrás de un bello y trabajado tapiz persa le preguntó: “Qué te pasa, mi amor? A qué se debe esa triste melancolía en tus ojos?”
Y el esclavo respondió casi sollozando: “Mi amo y mi gran amor, ese cautivo tan sólo es un muchacho al que le privamos de una vida feliz junto a su amado señor y amante. No soporta la vida sin ese hombre y yo lo entiendo y comprendo su agonía, pues sin ti ni podría ni querría seguir viendo. Y eso mismo le ocurre a él y no debí impedir que cumpliese ese deseo de permanecer para siempre junto a su amante. A mi me hubiese supuesto la muerte en vida que me mantuviesen en este mundo si tú no estás conmigo”.

El conde beso la frente del mancebo y lo apretó contra su pecho diciendo: “Cobíjate en mis brazos, pues no sólo he de defender tu vida sino también sanar tu alma cuando está lastimada por una pena. Supongo que te haces responsable de la muerte y desgracia de ese chico, pero no es cierto. Tú no tienes la culpa de la insensatez que ofusca en ocasiones las mentes de los hombres y menos la de los reyes. Además, piensa que el destino quiso que fueses tú precisamente quien matase al amante y salvases de la muerte a ese muchacho. Y si fue así, hay que entender que por algún designio desconocido tu alma se movió a la clemencia y paraste la mano que iba a rematar al rapaz”.
“No sé cual fue la causa que me hizo evitar su muerte. Sólo recuerdo que algo dentro de mi disparó un resorte que me obligó a salvarlo, pero no comprendo todavía la razón para haberlo hecho”, añadió el mancebo apretándose con fuerza contra el pecho de Nuño.
“Y cómo es ese joven?”, preguntó el conde a su esclavo.

Y éste contestó: ”Mi amo, cuando reparé en su cuerpo desnudo y tendido sobre el lecho, no puede dejar de mirarlo hasta que hice un gran esfuerzo para retirar de él mi vista y salir de donde es atendido por los eunucos. Tiene tanta belleza en su cuerpo que gustaría verlo hasta que los ojos lleguen a doler de mantenerlos fijos en él. Entiendo que cualquier hombre, tenga o no un gusto refinado para apreciar la hermosura, se enamore de su piel y las formas de sus miembros y del resto de su físico. Apenas tiene vello e incluso sobre el pene lo lleva muy recortado, semejando una sombra que oscurece algo más la piel del vientre. No tiene ni el menor atisbo de grasa que no sea la necesaria para darle a su carne la consistencia y el tacto apropiado para ser más sugestiva y agradable al tacto. Tan sólo agarré una de sus manos y le rocé levemente un brazo y me trasmitió una sensación de placer que casi no puedo ni describir. Pero sí te aseguro que fue algo cálido y tan electrizante que una corriente subió desde mis dedos hasta el cerebro y mi pene se empalmó sin contar con mi voluntad. Y te pido perdón por ello, mi amo, pues ese muchacho debería ser respetado en su dolor y la angustia de verse apartado del ser que más amó en su todavía corta vida”.

El conde besó a Guzmán en los labios suavemente pero con pasión y le dijo: “Nadie tocará ni hará el menor daño a ese joven. Pero tampoco dejaré que él se lo haga e intente quitarse la vida. Estará vigilado a todas horas y si para evitar que se mate es preciso encadenarlo, lo haré. Y hasta lo enjaularé como a una fiera salvaje, pues algo me dice que si está vivo es por algún motivo que no debemos consentir que se malogre. Ese chico está llamado a ser feliz y si es necesario lo será aún en contra de su voluntad. Ya entrará en razón por las buenas o a fuerza de tesón por mi parte y la de mis esclavos, porque a vosotros encomendaré la misión de conseguir que ese rapaz encuentre su destino a partir de ahora. Y en especial se lo encargo a Sergo, que será su guardián y carcelero mientras el chico no recapacite y entienda que su fin no estaba ligado al de ese hombre por el que ahora siente una devoción tan intensa. Verás, mi amor, como vuelve a reír y a ver la vida con ilusión y revive la fantasía en su espíritu; y vuelve a desear amar y ser amado por otro hombre que le descubra un sentimiento tan grande como el nuestro. Estoy seguro de que Sergo sabrá llevar a ese joven al estado de alegría y esperanza que yo deseo para él. Y ahora vamos a reunirnos con mis otros esclavos y alegra esa cara porque no quiero que te vean así”.

Y dándole una palmada en el culo, el conde volvió donde estaban los otros muchachos, que reían y jugaban entre ellos dándose pellizcos, calentándose las hormonas y sudando feromonas que disparaban sus ganas de sexo y placer.
Nuño llamó a Sergo y le encomendó la tarea de hacerse amigo y conseguir la confianza del cautivo, sin dejar de observar sus estados de ánimo ni principalmente sus reacciones ante cualquier cosa que al fornido esclavo le pareciese significativa y lo suficientemente elocuente como para comunicársela de inmediato al amo.
Al chico no pareció hacerle mucha gracia el encargo, pero no rechistó, no tanto por miedo a un castigo como por respeto a su señor, y acató la orden con la sumisión y presteza con que acostumbraba a obedecer los deseos e indicaciones del conde.


Al mancebo tampoco le alegraba mucho que fuese precisamente Sergo el encargado de vigilar a Ubay, puesto que sabiendo las cualidades que adornaban al chico y conociendo la inclinaciones sexuales del hermoso vikingo, a Guzmán no le cabía la menor duda que se encandilaría con ese cuerpo moreno y los destellos verdes de los ojos del muchacho harían estragos en los de Sergo.
Y para el mancebo ese fuerte joven de piel blanca, mirada de miel y cabello algo rojizo, seguía siendo algo muy suyo y tan especial que le costaba trabajo admitir que pudiese llegar a preferir a otro chico antes que a él.
Y bastante tenía Guzmán con ver los polvazos que le metía por el culo a Ramiro y ahora también a Ariel, como para que un nuevo agujero anal le hiciese perder el sentido a su querido y valeroso compañero de las tierras del noroeste peninsular.

Mas la voluntad del conde era ley para todos sus esclavos y sus decisiones no tenían ni discusión ni vuelta atrás.
Cómo iban a imaginar eses chavales los planes de futuro que ya estaba tramando su amo sin revelarles nada que les diese alguna pista al respecto?
Ni siquiera el mancebo imaginaba cuales eran las previsiones que el amo tenía en su mente y por el momento tan sólo le era posible elucubrar y aventurarse en cábalas que probablemente en nada se parecían ni se acercaban a los proyectos verdaderos del conde.

Todo tiene su tiempo y más aquellos planes que deben ser estudiados y sopesados cuidadosamente antes de ponerlos en práctica. Y si alguien era cuidadoso al tratarse de asuntos relacionados con sus esclavos, ese era el conde feroz, pues amaba sinceramente a esos muchachos que tan bien le servían y tanto placer le daban.

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