Como un solo cuerpo reaccionaron los guerreros supervivientes de las filas del conde al grito de ataque lanzado por su jefe.
Resplandecieron las espadas y las cimitarras y otra tanda de flechas surcó el aire para caer sobre los enemigos.
Ni un resorte mágico lograría poner en pie tan rápido a los heridos.
Y sin quedar uno en el suelo se precipitaron ciegos de rabia y valeroso orgullo que nacía de sus testículos y les recorría las vísceras para salirles del pecho una fuerza sobrenatural que les daba la energía necesaria y mágica para vencer a quienes se les enfrentaban.
Los adversarios se pasmaron por el arrojo de los contrarios, más estando debilitados, heridos y diezmados, pero aquel furor que se les venía encima les hizo temblar y dudar por unos instantes si atacar o recular para ponerse a buen recaudo de tal furia desatada entre sus contrincantes.
Aquellos muchachos, a cuya cabeza iba el conde, salieron a campo abierto poniendo por todo escudo sus pechos y como la más eficaz y contundente de las armas su corazón y sus ansias de dejar claro el valor que animaba sus almas.
El choque se produciría en breves instantes y probablemente el ímpetu arrollador de esos chicos se estrellaría contra las lanzas enemigas y su postrer aliento quedaría clavado en ellas o segado por el filo de un alfanje bereber.
Pero el miedo a la muerte no formaba parte del bagaje de tales guerreros y era preferible un final honroso a caer en manos enemigas.
El conde blandía su espada, invicta en innumerables batallas, y tras él el resto de su mermada mesnada apretaba los dientes y se aferraba a una ilusoria esperanza que la realidad del momento no justificaba más éxito que el de no sufrir demasiado antes de que cayese definitivamente de sus manos el arma.
Y volvió a rugir el alarido guerrero de los bereberes y su jefe los empujó al asalto definitivo arengándolos con sus gritos de ánimo.
Y como por ensalmo, esa voz calló de repente y el cuerpo de aquel hombre se desplomó sobre la arena.
Una flecha clavada en su garganta le dejara silenciosamente muerto y sus seguidores se paralizaron al ver sin vida al cabecilla.
La reacción del conde fue rápida y espoleó a sus hombres con voces de aliento moviendo sus espíritus a entablar la más encarnizada pelea que recordasen en toda su existencia.
Y ellos respondieron una vez más como un mismo cuerpo y ya llegaban junto a sus oponentes, dispuestos a fenecer luchando, cuando una lluvia espesa de saetas barrió el campo enemigo sembrando la muerte a discreción.
Como si las nubes se abriesen para escupir flechas, el cielo se rayó en gris, cruzado de dardos veloces que hacían blanco en la carne de los bereberes.
Y de dónde saliera la mortífera lluvia que dejó arrasado al enemigo?
Porque la flecha que mató al jefe saliera de la aljaba del mancebo, pero estas otras, que no dejaban cuerpo sin rozar o atravesar, no eran disparadas por él chico ni por ninguno de sus otros compañeros, sino que venían de un lugar más alejado pero suficientemente próximo para hacer blanco con tanto acierto.
Y después de las flechas, pero casi de inmediato, salieron de las arenas decenas de tuareg revoloteando sus alfanjes sobre las cabezas y ululando con estridencia para amedrentar más al contrario, que veía como sus hombres dejaban su postrer aliento caídos de bruces en la arena.
Eran los guerreros de Al Cadacid que, como hundidos en la profundidad del desierto y sin dejarse ver, seguían y vigilaban los movimientos de todo aquel que se aventurase por sus dominios y, por fortuna para el conde y los suyos, venían en su ayuda en el momento justo de evitar la muerte de tan esforzados y valientes muchachos.
Y, sin lugar a dudas, para salvar al estimado y valorado príncipe de los almohades, que suponía la esperanza para muchos de aquellos que conocieran u oyeran contar las grandezas de su ilustre abuelo el gran califa Muhammad An-Nasir.
El balance del resto de la contienda se inclinó a favor del conde y el fin fue rápido, sin que la inestimable ayuda de los tuareg impidiese algunos muertos entre sus filas y bastantes heridos de cierta gravedad o con lesiones más benignas, pero que necesitaban la urgente intervención de los expertos curanderos de la tribu, ayudados por los conocimientos en esa materia de los eunucos que servían y acompañaban al joven príncipe y su amado conde.
Entre los heridos figuraban algunos imesebelen, tales como Jafir, Otul y Jafez, y el napolitano Bruno, que casi pierde un brazo si no lo auxilia Sadif.
Sergo mostraba moratones y rasguños en la cara y cortes en los brazos y piernas, mientras que a Ramiro solamente le habían rozado el pecho sin llegar a producirle algo más serio que un arañazo.
Ariel seguía asustado y temblaba como una vara verde asido del antebrazo izquierdo de su hermoso valedor, el precioso joven de noble estirpe leonesa, y el mancebo sólo tenía suciedad en su cara y manos y huellas de la lucha en su corazón por tanta sangre derramada por su causa.
Nuño observó el rostro sucio y triste de su amado y al verlo como hundido en lúgubres pensamientos, lo agarró por los hombros y le susurró al oído unas palabras tan dulces que al chico se le alegró la mirada y sus labios pintaron una sonrisa llena de deseo y ganas de que se los comiese a besos su amante.
Y el conde así lo hizo, incluso antes de agradecer al jeque su providencial intervención salvándoles el pellejo, que ya daban por perdido tanto Nuño como el resto de los supervivientes a la masacre.
Sergo se sentó en el suelo para tocar con las manos la arena y darse cuenta que aún pisaba la tierra.
Y desde el suelo miró besarse al conde y a Guzmán, que un escalofrío recorría visiblemente su cuerpo que se estremecía de pies a cabeza, y deseó formar parte de ese beso intenso y morrear también la boca de los dos, pues, a ese fortachón rubicundo, volver a sentirse vivo le daba unas ganas terribles de soltar su adrenalina en forma de buenos chorros de leche salidos por el meato de su polla; y si entraban en el culo del mancebo, al tiempo que la del conde le encharcaba sus tripas, mucho mejor.
Esa combinación era perfecta para ese gladiador del sexo incansable y nunca harto de joder o ser jodido.
Y el amo el dijo que se levantase y lo atrajo hacia él sujetándolo por la nuca para unirlo al beso profundo que se daba con el ser amado por los dos.
Iñigo, cubierto de arena y sangre seca, se había quedado como desfondado y los nervios de la situación vivida minutos antes agotara sus fuerzas y se le veía apático y sin más ganas que ver sin mirar cuanto estaba sucediendo a su alrededor.
Más no era otra cosa que una apariencia, porque al chico también la sangre se le agolpaba en la polla y la tenía dura y necesitada de verter el jugo de sus cojones.
Pues si alguien le tocase el ojo del culo, notaría la humedad en su esfínter y como latía imaginando ya que la polla de su amo o la de uno de sus dos machos, también esclavos, le entrase hasta joderle las entrañas rompiéndole el culo en dos.
Lo mismo que pensaba y deseaba Ariel, pero quizás le daba prioridad en su ansia al bello Ramiro que al propio conde o a cualquiera de los otros dos machos de su harén.
Al chico le sudaba el ano al contacto de la piel de Ramiro y el fuego de sus ojos se cruzaba y se unía para danzar la eterna música de ese amor conque sueña un alma que está despertando a la feliz dicha de haber encontrado la otra mitad de su corazón.
Los cadáveres, esparcidos por la arena eran muchos y los tuareg revisaron los cuerpos antes de enterrarlos por si todavía quedaba alguno con algo de vida; cosa difícil puesto que en esa lucha se batieron ambos bandos sin cuartel y sin la menor intención de hacer prisioneros.
Tener que llevarse rehenes no era más que un estorbo, dadas las circunstancias, y la intención de los vencedores era rematar a los aún medio muertos, siempre que no fuesen de su propia hueste.
Y lo cierto es que no quedaba casi ninguno sin exhalar el último suspiro cuando los hombres del desierto terminaron la revista de despojos para comenzar con la inhumación de los cuerpos.
Pero sin duda no vieron bien que junto al cuerpo del jefe de los bereberes, que cayera fulminado por la flecha del mancebo, otro cuerpo tendido a su lado había dejado un rastro al haberse arrastrado hasta allí.
Ese otro sólo parecía un bulto sin vida, pero la agudeza visual de Guzmán percibió un atisbo de movimiento rítmico en lo que era la espalda de aquel caído.
Y se acercó para comprobar si sus ojos no le mentían dándole una falsa impresión de vida.
El mancebo se agachó al lado de ese cuerpo inerte y con cuidado le dio la vuelta y sólo vio el asta de una flecha rota clavada en su torso y unos ojos cerrados que dejaba ver el turbante que embozaba el rostro de aquel hombre.
Acercó el oído a su pecho y percibió el sonido de un corazón debilitado, pero que todavía latía un soplo de vida en su interior.
Y de entrada se alarmó cuando esos párpados se levantaron y dejaron al aire el par de ojos verdes, húmedos y brillantes de aquel guerrero.
Un tuareg se aproximó y al darse cuenta de que ese bereber estaba con vida quiso rematarlo, pero el mancebo se lo impidió y le ordenó que no tocase al herido.
Y, en eso, se acercó también el conde, que había estado compensando con besos el valor de sus otros esclavos, y al ver la escena intervino y le pregunto a su amado que pasaba.
Guzmán le explicó a su amo lo que ocurría y el conde ordenó que se cumpliese la voluntad del príncipe respetando la vida del prisionero.
Y mandó de inmediato que fuese atendido por los curanderos para intentar salvar la vida de ese hombre.
El prisionero no tenía fuerzas ni voluntad para resistirse y se dejó llevar entre dos hombres para ser atendido de sus heridas.
Y antes de llegar donde lo transportaban se desvaneció y perdió el conocimiento.
Nuño mandó que tras sepultar a los muertos todo el mundo se bañase y limpiase la sangre y la arena de sus rostros y miembros, pues no quería ver más miseria y restos del dolor sufrido en aquel oasis que les prometiera al llegar tantas delicias que fueron truncadas antes de paladearlas lo suficiente.
Pero eso iba a tener remedio, aunque ya no todos los que le acompañaron hasta allí pudiesen disfrutar ahora de ese paraíso.
Sin embargo, había que empezar a olvidar el mal trago para seguir viviendo y gozar nuevamente de la vida y sus placeres.
Y qué mejor medicina para el cuerpo y más para el espíritu de esos guerreros tan jóvenes que liarse entre ellos para practicar el sexo y aflojar las tensiones que la lucha les produjo?
Y, al poco tiempo de recuperar esos hombres un aspecto aceptable, comenzó una grandiosa orgía en el campamento del conde, incrementada con la participación de los tuareg que vinieran en su auxilio tan oportunamente.
Nuño se enceló con sus esclavos y los usó a todos, pero terminó llevándose al mancebo consigo y rematar la faena follándolo y saciándose con su cuerpo como si a esa apreciada prenda acabase de encontrarla en el desierto y fuese una novedad para él.
Quizás los dos habían nacido de nuevo tras la batalla a muerte, pero, si era así, ya vinieron otra vez a este mundo unidos y acoplados ambos en un cuerpo desdoblado pero que sentía y vivía con el mismo aliento de pasión y amor.
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