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Autor: Maestro Andreas
martes, 30 de julio de 2013
Capítulo LXXVIII
El mancebo abandonó la jaima dejando al resto de sus compañeros con su amo e iba feliz para disponer su cuerpo y recibir en sus tripas el gozo del conde hecho semen.
Y dentro de la tienda se oían risas y voces amables que indicaban juegos tranquilos propios de un atardecer en la plenitud arenosa del norte de África.
Podría asegurarse que todos aquellos hombres de armas estaban relajados y se entregaban a disfrutar del descanso y los placeres, pero sólo sería una engañosa apariencia, pues en puntos estratégicos que rodeaban el campamento destellaban pupilas oscuras que escudriñaban el horizonte girándose hacia los lados para comprobar el origen de todo ruido o susurro que se escuchase en su entorno.
Iñigo, sentado a la derecha de Ubay, observó que el chico sostenía erguida la cabeza con esfuerzo y con toda la dulzura que le caracterizaba al bello y rubio efebo, le preguntó al cautivo si estaba cansado, ofreciéndole su hombro para reclinar la cabeza.
Sergo sonrió ante el gesto de su compañero y también se preocupó por la aparente fatiga de Ubay, que negaba con la cabeza rechazando la amable oferta de Iñigo. Pero éste insistió y le dijo al joven: “Ubay, no te muestres tan arisco conmigo porque solamente deseo ser buen amigo tuyo y hacerte más agradable la estancia entre nosotros. Comprendo tu dolor y la desesperación que llena tu tiempo ahora, más creo que no debes cerrar la puerta a otra posibilidad de existencia que te permita aliviar la pena que te embarga. No seas terco y recuesta la cabeza sobre mi hombro, o incluso mejor en mi regazo, y así podría consolarte acariciándote el cabello hasta que fueses cerrando los ojos y cogieses el sueño tranquilamente sin temor ni miedo a nada, porque no somos tus enemigos ni ninguno de nosotros te desea mal alguno. Ven y deja que apoye tu preciosa cabeza en mis muslos”.
Y Ubay se rindió a las atenciones de Iñigo y se reclinó en su entrepierna sin oponerse ni esforzarse en mantener su abierta enemistad hacia cualquiera que estuviese con quienes consideraba los asesinos de su amante.
Los dedos de Iñigo fueron recorriendo el pelo del cautivo y se deslizaron por su frente y las mejillas dejando al rapaz en un estado de somnolencia que aflojó la dureza de su gesto y la rigidez de sus labios, que comenzaron a esbozar algo similar a una sonrisa.
Y Sergo se enterneció al verlo y también quiso demostrar su simpatía por ese muchacho que se hallaba desolado y se sentía tan solo y desvalido que movía a la mayor ternura hacia él.
El rubicundo mozo colocó una mano de Ubay sobre uno de sus muslos, casi a la altura de su suculenta polla, ya morcillona y avanzando hacia la erección, y puso su fuerte diestra sobre ella sin apretarla ni presionarla pero con la suficiente contundencia para dejar constancia de su contacto y del calor de la sangre que se encendía en las venas del joven esclavo y caballero.
Ubay sintió la fuerza de Sergo sobre el dorso de su mano y dejó que su imaginación volase hacia unos días atrás tan sólo cuando se encontraba en un lecho de almohadones de seda junto a su amante, al que veía tan vivo como entonces.
Pronto el olor del sexo de Iñigo y la consistencia que adquiría su verga por momentos, hicieron que, sin contar con su voluntad ni su consentimiento previo, el pene de Ubay se endureciese y comenzase a latir entre sus piernas llegándole el cosquilleo hasta el orificio del culo.
Los dos esclavos del conde se dieron cuenta de ello y sonrieron sin malicia pero ese detalle les dio pie para intensificar las cariñosas atenciones hacia el cautivo y Sergo apretó contra su excitado cipote la mano del rapaz para ver si éste la retiraba o hacía la intención de evitar un tocamiento tan directo y claro sobre sus partes.
Sin embargo, Ubay no hizo nada y dejó que la palma de su mano presionase la carne rígida del miembro viril del fornido y apuesto joven que se encargaba de su custodia de día y de noche.
Y creció su pene aún más y los latidos casi eran espasmos nerviosos que anunciaban la pérdida de líquido seminal por el meato de su redondeado y jugoso glande.
Y también el conde se percató de lo que pasaba entre sus esclavos y el cautivo y no pudo reprimir una sonrisa perversa congratulándose de lo muy sagaces y avispados que eran sus chicos para calentar y poner a punto de caramelo a otro joven que pretendía resistirse a dejar que su naturaleza se explayase y se vertiese por los normales derroteros del deseo y la necesidad de explosión erógena de unos órganos sexuales tan jóvenes y tan llenos de savia por brotar.
Pero Nuño no quería forzar a ese muchacho, ni que otros lo hiciesen hasta que él mismo se entregase de buen grado y pidiese convencido que un macho calmase su calentura y su ardor anal.
Y diciendo a sus esclavos que continuasen gozando de una velada tan serena y apacible, pero sin excesos, se levantó de su poltrona y salió de la tienda para reunirse con el mancebo.
Y a este otro sí que le esperaba algo mucho más movido y ardiente entre los brazos de su dueño y amante.
Ramiro no se paró en barras para besar en la boca a Ariel, que se entregaba a este joven y amoroso muchacho con tal pasión y vehemencia que era fácil adivinar que ya estaba colado por el guapo mozo que era caballero y esclavo del conde también.
Ariel cerraba los ojos al contacto de los voluptuosos labios de Ramiro y mezclaban su saliva metiéndose uno al otro la lengua y paladeando ese gustoso amor que se hace agua en la boca de los amantes.
Hubiesen follado allí mismo si contasen con el permiso de su amo, pero el sobeo que Ramiro le metió la otro bastaba para dejarles a ambos las bolas secas sin necesidad de masturbarse.
Escena que puso más cachondos a sus otros dos compañeros y aunque Ubay seguía sin abrir los ojos, también percibía el fuego que quemaba a la otra pareja de esclavos y su pito se puso como un tizón al rojo.
Tanto que manchó la ropa a la altura del paquete y Sergo se atrevió a darle un beso en la frente como si fuese un niño al que quería mimar y cumplirle algún capricho.
Y no hace falta decir cuál sería ese capricho que Sergo le cumpliría al cautivo.
Si de él dependiese lo levantaría en sus brazos y lo portaría de nuevo a la tienda donde se alojaba el chico y depositándolo sobre el lecho con cuidado se acostaría a su lado y lo abrazaría con fuerza para besarlo y comerle los labios hasta obligarle a pedirle que lo amara y le diese por el culo toda la noche y lo dejara preñado con su leche para olvidar por unas horas su pena y el dolor de la soledad en que estaba hundido.
Pero Sergo no se atrevía a contrariar las órdenes del conde ni tampoco a forzar al chico y desde ese momento temió que esa noche sería muy dura para él al estar tan cerca de ese joven hermoso y con la polla tan caliente y dura.
Porque la de Ubay estaba tanto o más que la de Sergo y el peso de la mano de este mozo y su beso hacían estragos en la férrea voluntad del chaval por mantenerse casto y guardar luto en su corazón por la muerte de su amante.
Pero aun así cogió al chaval en sus brazos y lo llevó a la otra jaima, sin dejar de mirarlo y pensar en lo muy dichoso que sería pudiendo darle por el culo a este bello muchacho y rompérselo a pollazos al clavarlo con fuerza en los almohadones que formaban el lecho donde descansaba Ubay.
Lo dejó en el lecho de almohadas con ternura y al intentar besarle la frente de nuevo Ubay abrió los ojos y le pidió por favor que no se fuese y se acostase a su lado.
Sergo creyó soñar pero el otro chaval lo trajo a la realidad al sujetarlo por una mano y repetirle que no lo dejase solo esa noche.
El fornido mozo le respondió que siempre estaba cerca de su lecho y nunca se quedaba solo en la jaima.
Mas Ubay, con mirada húmeda le llamó por su nombre y le apretó con fuerza la mano para retenerlo consigo.
Qué significaba aquello, se pregunto Sergo. “Es que el pobre muchacho ya no soporta en solitario su pena y quiere compartirla conmigo”, se decía para si Sergo.
Y el musculoso y recio guerrero, pero de tierno y dulce corazón, se reclinó al lado de Ubay y puso la cabeza muy pegada a la del chico para alcanzar más fácilmente sus mejillas y poder acariciarlas con sus labios.
Y Ubay se dejó besar como si Sergo fuese una amorosa madre y al poco se arrimó más a él y se metió entre sus fuertes brazos para sentirse seguro.
Al otro le rompió el alma el gesto del chaval y lo estrujó contra su pecho como si se tratase de una criatura, pues bien sabía Sergo lo que era estar necesitado de cariño y compañía.
Es verdad que amaba demasiado a Guzmán para entregar su corazón a otro joven.
Sin embargo, Ubay le provocaba un afecto tan grande y particularmente cálido que estando con él se sentía diferente y las horas detenían su marcha porque era como estar en un mundo donde no existía la violencia, ni el odio, ni la guerra entre los hombres y sólo hubiese libertad para todos.
La piel lisa y tostada del rapaz lo dejaba sin aliento; y junto a ese chico veía las cosas de otro modo y la luz de la mañana, al amanecer, le parecía más bella al reflejarse en las pupilas de Ubay.
viernes, 26 de julio de 2013
Capítulo LXXVII
Sergo, cumpliendo los deseos del amo, estaba ocupándose de Ubay, al que trataba con un mimo exquisito sin lograr con ello que el rapaz bajase la guardia ni se mostrase receptivo a las muestras de amistad y comprensión que le ofrecía el guapo mozo con toda su buena voluntad y empañado en consolar y alegrarle un poco la vida al cautivo.
Y esa mañana, nada más despertar, el desdichado rapaz quiso levantarse del lecho, que apenas había abandonado desde que fuera capturado, y el fornido esclavo del conde se incorporó en el catre que había instalado junto al del otro muchacho para vigilarlo mejor tanto de día como por la noche, evitando así que Ubay pudiese herirse o terminar con su vida, que era lo que temían el conde y el mancebo.
Sergo miró fijamente al chico y le preguntó si necesitaba algo.
Ubay negó con la cabeza y prosiguió con su intento de salir del lecho y el otro joven quiso saber que tal se encontraba de sus heridas.
El cautivo sólo movió la cabeza con un ademán que el otro tomó como contestación a su pregunta, interpretándola en el sentido de que ya estaba bien, y se dio prisa en levantarse también para ayudar al herido a ponerse en pie.
Ubay estaba totalmente desnudo y la visión de su cuerpo hizo estragos en la escudriñadora mirada de Sergo.
Y la ligera camisa que éste llevaba no ocultó el empalme que su polla adquirió al contemplar al completo y erguido el cuerpo de Ubay.
El prisionero se sonrojó al darse cuenta del efecto causado en el otro muchacho y se llevó las manos al pene para ocultarlo de esos ojos que se clavaban en su carne abrasándola como hierros candentes. Pero Sergo apenas pudo rozar el brazo de Ubay porque, como si una fuerza interior le diese un impulso formidable, el chaval plantó los dos pies en el suelo y se estiró cuanto pudo para demostrar que no necesitaba ninguna ayuda para sostenerse ni poder andar solo.
Y Sergo se retiró un paso del rapaz, pero no se confió por si éste se desmoronaba y caía sobre la alfombre de la jaima cuan largo era.
La desnudez incomodaba al cautivo, que se avergonzaba al exhibirse en pelotas ante otro hombre que no fuese su difunto amante, y Sergo, entendiendo los reparos del muchacho, alcanzó un lienzo grande y colocándose a la espalda del chico lo cubrió cuidadosamente para que no entendiese que pretendía tocarlo con otra intención que no fuese la de taparle el cuerpo.
Pero no pudo evitar fijarse más en el culo del chaval y esa preciosa imagen quedó grabada en su retina como si se la estampasen a fuego vivo.
Y pensó: “Mi amo me mataría si pongo mis manos sobre ti con intención de joderte ese culo o tan sólo sobártelo para satisfacer mi deseo. Más confieso que no es el miedo a semejante castigo lo que me sujeta las manos para no forzarte si no te entregas por placer, sino que no podría soportar el desprecio de mi amado Guzmán por cometer tal felonía. Eres un capricho para los sentidos y si logro contenerme después de haberte visto de este modo, me admiraré de mi propia fuerza de voluntad, que no será mérito mío sino únicamente amor por ese otro bello joven que es mi sueño y el único amor verdadero que tendré en mi vida, ya que por él soy esclavo y sirvo al hombre que es su amante y el dueño de su corazón. Pero he de reconocer que eres demasiado hermoso para no padecer al verte y no codiciar la suavidad que promete tu piel, ni esa tersura y firmeza que se aprecia en tus carnes. Iñigo o Ariel son bellos y su atractivo es diferente aunque no menor que el de Guzmán o el de Ramiro, pero tú compites de tal modo con las facciones de todos ellos, que casi estoy por asegurar que solamente un ángel puede tener tu rostro. Y si el amo no te cata sólo será por el mismo motivo que yo no lo hago. Por el amor que siente por Guzmán y porque ha prometido que nadie te pondrá ni un solo dedo encima con otra intención que no sea la de cuidarte o procurar que conserves la vida. Repito que eres un capricho de la naturaleza y como tal serás tratado por el conde y por todos nosotros. Pronto comprenderás la suerte que has tenido al caer en tan buenas manos, pues somos caballeros, y estoy convencido que te espera una auténtica vida de príncipe al lado de un afortunado macho que te enamore y consiga ser el dueño de tus sentidos y de tu alma”.
Ubay no dejaba de mirar de reojo a Sergo y en realidad se preguntaba cuales serían las verdaderas intenciones de ese apuesto y fornido joven guerrero para ser tan amable y considerado con él.
Y tampoco él pudo evitar fijarse en la verga dura del mozo y le sorprendió la envergadura que aparentaba ese miembro bajo la tela de la ligera camisa que la ocultaba sin disimular su erección.
Pero su voluntad era muy firme y la pena por la muerte de Bentehuí le incapacitaba para cualquier otro deseo que no fuese morir cuanto antes e ir a reunirse con su amante en el paraíso.
Sin embargo, tenía que admitir que aquel puto joven de pelo algo rojizo y fuertes músculos le ponía la carne de gallina cuando se le acercaba demasiado y el contacto de sus manos le hacía bullir la sangre bajo la entrepierna, llegando esa sensación hasta el mismo ojo del culo.
Sergo invitó a Ubay a salir del aposento en que estaban y el cautivo no rechistó ni negó con la cabeza para rechazar la oferta y declinar en abandonar su encierro.
Al traspasar las cortinas que los separaban del resto de la tienda, aparecieron como por ensalmo los dos eunucos del conde y Hassan dio por hecho que había que vestir adecuadamente al cautivo para poder presentarse ante su príncipe y el conde.
Y le dio instrucciones a Abdul para comenzar cuanto antes a preparar al muchacho y también poner algo más decoroso sobre el cuerpo del acalorado Sergo, que mantenía la polla enhiesta como si fuese el estandarte de su nobleza.
Y si esta era del calibre de la verga, por mil truenos que mucha nobleza atesoraba ese joven con aspecto nórdico.
Y pronto los eunucos los pusieron como dos pinceles, guapos y bien atusados para ser admirados por los otros muchachos; y por supuesto por el noble conde, que posiblemente, al verlo tan bello, se lamentaría y arrepentiría de haber dado palabra de respetar la integridad sexual de Ubay.
Los putos castrados, que sabían como nadie realzar la hermosura de cualquier criatura que cayese en sus manos para acicalarla convenientemente, habían puesto al chaval tan lindo y vestido con tanto esmero para destacar sus virtudes naturales, que sería la envidia de cualquier favorito de la corte de Fez o Marrakech.
Y de esa guisa aparecieron ante el amo y Guzmán los dos muchachos y en contraposición a la alegría del mancebo viendo tan repuesto al cautivo, la mirada del conde, hiriente como la daga y devastadora como el fuego de un relámpago, fue deshaciendo todo el trabajo de los eunucos y dejó mentalmente en cueros el cuerpo de Ubay, excitándose como un burro oliendo el sexo de una pollina todavía sin cubrir.
Y Nuño no pudo por menos que exclamar sin palabras: “La madre que parió a esta criatura! Será posible que tenga que ver algo así y no comerlo a besos mientras le dejo el culo como una estera desfondada! Por qué puto carajo habré dicho que no dejaría que nadie le hiciese daño a este chaval! Bueno, también es verdad que yo soy diferente al resto, pues para eso soy el amo. Y follarlo no es hacerle daño, sino hacer que goce como una puta perra y no sería raro que tuviese ya ganas de macho. Pero yo sé lo que le prometí a este otro cabrón que me absorbe el seso y me hace decir cosas que ni pienso ni deseo cumplir. Y eso implica no tocar a este precioso pastel si no se presta voluntariamente a ser comido. Y cómo podría lograr que se sirviera el solito en mi plato y se aderezase y ofreciese voluntariamente para hincarle el diente?
Qué manera más estúpida de complicarme la vida con algo que puedo coger sin problemas, pues me he ganado el derecho a usarlo como quiera, ya que es mío por botín de guerra. Pero tuvo que ponerse tierno y caritativo mi amado puto y mi corazón se enterneció al verlo llorar con cara mustia. Y eso me desarma y me desazona de tal modo que pierdo el norte y hasta olvido que el amo soy yo y él sólo es mi jodido esclavo, por más que otros quieran verlo como un príncipe. Pero mi adorado mancebo va a pagar esta calentura que me provoca esta otra maravilla y le voy a meter la verga hasta sacársela por el ombligo. Precioso príncipe, te vas a enterar de cuales son las consecuencias de provocar y encender la lujuria de un macho que tiene los cojones cargados de leche!”
Pero el mancebo, ignorante de los pensamientos de su amo, lo miró con agradecimiento por ser tan generoso con el cautivo y no se reprimió para besarlo en la boca diciéndole mil veces que lo amaba sin medida ni límite humano.
Y Nuño notó como le ardían los labios al esclavo deseando demostrarle de otro manera su contento y la gratitud por concederle el deseo de salvar y hacer que nadie molestase a ese infeliz muchacho que privara de la vida de su amante.
Y qué escozor en el ano y ardor en las nalgas le esperaban a Guzmán a cambio del supremo gozo de su amo en compensación de no disfrutar del culo y la jugosa y rosada boca de Ubay!
Eso lo sabría muy pronto, pues el conde le devolvió el beso acercándole después la boca al oído para susurrarle: “Vete y que tus eunucos te preparen bien para recibir en tu vientre a tu dueño. Que limpien a fondo tus tripas y que dejen tu recto tan puro y vacío que note como esa cavidad me absorbe la verga para sentirse llena y desalojar el aire”.
Y el mancebo tembló de pies a cabeza y su culo se humedeció de gusto tan sólo de pensar en lo que le iba a dar su amo por detrás.
domingo, 21 de julio de 2013
Capítulo LXXVI
Abu Hafs Umar al-Murtada, sultán almohade de Marrakech, se hallaba en el magnífico y umbroso patio principal de su harén, adornado de altas palmeras y estirados y místicos cipreses traídos de al-Andalus en otros tiempos, y rodeado de sus bellas concubinas, un centenar de hermosas esclavas que danzaban para su señor y una nutrida pléyade de eunucos muy jóvenes que atendían los deseos del amo y también los caprichos de las cuatro esposas e hijas del sultán y la caterva de hijos varones preadolescentes que el soberano había engendrado con esas mujeres y el resto de sus favoritas.
Era la familia real casi al completo, pues solamente faltaba para rematar el cuadro los hijos con pene en su entrepierna, ya en la adolescencia, y los más mayores, que andaban más a su aire por otras dependencias del palacio real metiendo la verga en algún coño recién desflorado o ya acostumbrado a los envites del macho de sangre regia que se lo beneficiaba.
Y tampoco faltaba alguno que en lugar de por un coño de hembra la metía por el agujero anal de un mozalbete o de algún castrado de facciones bellas y carácter obediente y complaciente para los deseos y gustos de su amo y señor.
El canto de las fuentes y el burbujeo juguetón del agua daba un tono y un aroma refrescante a las flores, que propiciaba a la pereza y a no querer hacer otra cosa que deleitarse con los más tranquilos placeres de una vida de molicie que transcurría sin sobresaltos con un intenso olor a incienso y otras esencias de bálsamos y perfumes del oriente.
Las músicas y cantos deleitaban los oídos del sultán y el jefe de los eunucos se acercó a su amo y le entregó un pergamino enrollado y sellado con lacre.
Y Abu Hafs Umar al-Murtada, con indolencia y sin muchas ganas de romper el sello, le entregó la misiva a uno de sus castrados que le servía a modo de mayordomo y éste liberó la carta del cierre lacrado e hizo ademán de entregársela al rey.
Pero el sultán declinó en su esclavo la tarea de leer el texto y el joven castrado comenzó a recitar su contenido con una voz bastante aflautada.
Todos los presentes en el amplio patio guardaron silencio y sólo resonó entre las columnas y arcos de herradura que lo cercaban las palabras del esclavo que habló en nombre de quien remitía la misiva.
Era un mensaje del jeque Al Cadacid, jefe de la más numerosa tribu de los tuareg del Sahara, y en ella le contaba lo sucedido en el oasis y requería al sultán para que una tropa de su ejército saliese en busca del príncipe Yusuf y su comitiva para llevarlos salvos y sanos hasta esa ciudad donde el sultán tenía instalada su corte.
También le decía que su oponente el sultán de Fez, de la dinastía meriní, Abu Yahya ben Abd al-Haqq, estaba intentando acabar con la vida del descendiente del califa, por todos los medios a su alcance, y que hasta el momento sus hombres habían logrado casi por milagro proteger la vida e integridad del ilustre príncipe almohade.
Pero cuanto más se aproximaban a Marrakech, la presión de Abu Yahya sería mayor y ya no podía desplazar más guerreros de su tribu hasta esas latitudes, pues desprotegería sus campamentos y a su propia familia y la de sus hombres.
Abu Hafs Umar, señor de Marrakech, haciendo un esfuerzo para vencer la pereza de esas horas de la calurosa tarde, se incorporó en su lecho de almohadas y ordenó a dos de sus eunucos que le ayudasen a levantarse.
No miró a ninguna de la mujeres que estaban cerca de su poltrona y abandonó el bello y placentero recinto del harén como si trasladarse a otro aposento supusiese una pesada carga para la real persona.
Dos eunucos le servían de apoyo y caminaban despacio para no cansar en exceso al gran sultán. Apenas habían dado unos pasos fuera del harén y ya otros criados negros de piel brillante y muy musculosos acudieron para asistir a su amo y hacerle más llevadero el camino hasta el rico salón donde recibía y ya le esperaban los nobles del reino y el resto de los prohombres de su corte.
El sultán se acomodó en otro lecho de cojines de seda recamados en oro y el más joven de los eunucos que lo acompañaban se sentó a sus pies mientras el otro lo hacía al lado del gran señor y éste comenzó a pasar la mano por el lampiño mentón del chico, que sonreía y se mostraba tan mimoso y dulce como un pequeño gato de angora.
El soberano hizo un gesto con su mano izquierda, pues la derecha estaba ocupada jugando con la barbilla del eunuco, y se aproximó el chambelán para oír las palabras que el sultán le dijo a media voz, como no queriendo gastar más energía que las imprescindibles para ser oído sin esfuerzo.
El gran mayordomo de la corte salió de la sala y todos los presentes quedaron expectantes sin que apenas se escuchase un leve murmullo de comentarios entre ellos, que supuestamente especulaban sobre que decisión habría tomado el monarca, dueño absoluto de sus vidas y voluntades.
Al rato entró de nuevo el chambelán, seguido por un noble joven muy apuesto y elegantemente vestido, y al llegar ante el sultán este muchacho se inclinó con un gracioso ademán de su brazo que ascendía desde el pecho hasta la frente simulando rozar su barbilla y la punta de la nariz.
Abu Hafs Umar hizo otro gesto y el joven se acercó más a la preciosa poltrona del rey esperando que éste indicase al chambelán o a otro esclavo que le trajesen un escabel donde sentarse en presencia de su señor.
Y así sucedió y Nauzet, que ese era el nombre del atractivo y joven noble, tomó asiento junto al sultán y miró sonriente a los dos eunucos que le servían de entretenimiento a su amo y éstos se ruborizaron.
Todavía no había abierto la boca el sultán y otro esclavo apareció en el salón y con mucha prisa se postró hincándose de hinojos y besando el suelo, solicitando de ese modo que el rey atendiese lo que tenía que trasmitirle.
Y el esclavo dijo: “Mi señor, un mensajero ha traído noticias de Fez.
Vuestro enemigo el que se hace llamar sultán y señor de todo este reino que os pertenece por sangre y derecho, ha mandado una tropa más grande y mejor armada que la anterior para interceptarle el camino al príncipe Yusuf y que ni él ni sus séquito puedan llegar vivos a esta ciudad”.
Y el gran sultán preguntó al siervo: “Y por qué motivo no se presenta ante su señor ese mensajero?”
“Ese soldado está exhausto por el esfuerzo al venir a uña de caballo y sin descanso alguno hasta reventar el corcel que montaba, mi amo”, contestó el esclavo besando el suelo donde antes pisara su dueño y soberano.
Recorrió la corte un calofrío como si un viento helado soplase entre las pilastras y el sultán dirigió la vista hacia Nauzet, que mantenía la calma y sus manos no denotaban alteración alguna de sus nervios, y le dijo al gallardo noble: “Príncipe, eres uno de los más queridos miembros de mi familia y aunque no seas hijo mío te amo tanto como si fueses mi heredero. Ahora te necesito y quiero que al frente de un destacamento de mi guardia personal vayas en busca de ese otro príncipe y lo traigas sano y salvo hasta mí. Confidencialmente te digo que no me importaría lo que le ocurriese a ese personaje, que ni conozco y hasta puede resultar peligroso por su origen y ascendientes, así como por lo que representa entre nuestro pueblo. Pero no debemos olvidar que también es el sobrino del rey de Castilla, cuya amistad nos es muy necesaria y puede que imprescindible para sobrevivir al empuje de los benimerines. Ni tampoco dejes a un lado en tu misión que va acompañado por uno de los más nobles y poderosos señores de aquellos reinos. El conde de Alguízar es muy rico y sus dominios y poder son enormes. E incluso dicen que es el amante de ese príncipe de nuestra sangre y por eso lo acompaña y protege. Ve y que la suerte te acompañe, mi estimado príncipe Nauzet. No podría dejar en mejores manos esta tarea”.
Y el guerrero partió capitaneando un tropel de feroces imsebelen, que hacían estremecerse hasta las piedras de los caminos al paso de sus caballos.
Era como si el olor a muerte los siguiese como un rastro que no dejaba duda de cuales eran la artes y maneras de esos soldados para cumplir y ejecutar las órdenes y deseos de su señor.
El príncipe, bien armado y muy elegantemente vestido con ropas muy ricas, aunque sin perder el aire militar de un aguerrido soldado, cabalgaba a la cabeza de la tropa sobre un pura sangre de color blanco como la más limpia nieve que jamás vieron sus ojos y que tan sólo conocía su existencia por lo que otros más viejos le contaran cuando todavía era un niño.
Iba serio, pues no despreciaba los peligros conque se enfrentaría si les atacaban las fuerzas del sultán de Fez, pero también sabía que esos hombres que le seguían eran casi invencibles en la lucha y desde luego los mejores y más fieles soldados que podía llevar a una encarnizada batalla.
Y a cada paso que daba su caballo, en el corazón de Nauzet aumentaban las ansias por ver a ese famoso príncipe del que las lenguas alababan su belleza y señorío, así como su inteligencia y dotes para las letras y otras ciencias, ya que aseguraban los que oyeran hablar de él que tales conocimientos los aprendiera con los mejores maestros árabes y judíos de la corte del rey castellano.
Al parecer, según le contaran los espías y embajadores, ese joven príncipe no sólo era muy hermoso y deseado por su virtudes y prendas físicas, sino también por estas otras del espíritu que le daban un gran predicamento en los centros de mayor erudición y en la corte de su tío y de otros grandes señores.
Nauzet tenía enormes ganas de conocer a ese muchacho, que siendo algo más joven que él ya deslumbrara a quien lo trataran y era admirado y amado por siervos y caballeros por su valor y su donaire al moverse y hablar con las gentes.
miércoles, 17 de julio de 2013
Capítulo LXXV
Ante el estado de los heridos y para evitar que una marcha precipitada quebrantase más su salud o le supusiese a más de uno la muerte, el conde decidiera montar el campamento en otra zona del oasis, algo apartada del lugar donde ya descansaban los muertos en la refriega, con el fin de permanecer en ese lugar hasta que los más graves mejorasen y pudiesen proseguir el camino sin tanto peligro.
Y aunque ello retrasase los planes de viaje hacia Marrakech, suponiendo mayores riesgos por un nuevo ataque de los benimerines, Nuño adoptó esa media tras sopesar fríamente los pros y los contras que eso conllevaba para su tropa y la empresa encomendada por su rey, sin dejar de valorar también que la presencia y ayuda de lo tuareg posiblemente disuadiría a sus enemigos y se abstendrían o se medirían más antes de molestarlos otra vez.
Y los jóvenes soldados ilesos se entretenían en peleas de entrenamiento o compitiendo entre ellos en improvisadas carreras y otros juegos típicos de muchachos que necesitan gastar las energías y ejercitar sus músculos para no caer en una perjudicial molicie para sus cuerpos y espíritus.
Guzmán abandonó la jaima donde reposaba el cautivo y regreso junto a su amo entristecido y con el alma rota al ver la tristeza y desesperación de Ubay por la pérdida de su amado y no poder ir tras él para encontrarse de nuevo en ese paraíso que cada noche le construía con sus besos.
Y Nuño, siempre atento al estado de ánimo de su amado, le dijo que se acercarse y llevándolo a un apartado detrás de un bello y trabajado tapiz persa le preguntó: “Qué te pasa, mi amor? A qué se debe esa triste melancolía en tus ojos?”
Y el esclavo respondió casi sollozando: “Mi amo y mi gran amor, ese cautivo tan sólo es un muchacho al que le privamos de una vida feliz junto a su amado señor y amante. No soporta la vida sin ese hombre y yo lo entiendo y comprendo su agonía, pues sin ti ni podría ni querría seguir viendo. Y eso mismo le ocurre a él y no debí impedir que cumpliese ese deseo de permanecer para siempre junto a su amante. A mi me hubiese supuesto la muerte en vida que me mantuviesen en este mundo si tú no estás conmigo”.
El conde beso la frente del mancebo y lo apretó contra su pecho diciendo: “Cobíjate en mis brazos, pues no sólo he de defender tu vida sino también sanar tu alma cuando está lastimada por una pena. Supongo que te haces responsable de la muerte y desgracia de ese chico, pero no es cierto. Tú no tienes la culpa de la insensatez que ofusca en ocasiones las mentes de los hombres y menos la de los reyes. Además, piensa que el destino quiso que fueses tú precisamente quien matase al amante y salvases de la muerte a ese muchacho. Y si fue así, hay que entender que por algún designio desconocido tu alma se movió a la clemencia y paraste la mano que iba a rematar al rapaz”.
“No sé cual fue la causa que me hizo evitar su muerte. Sólo recuerdo que algo dentro de mi disparó un resorte que me obligó a salvarlo, pero no comprendo todavía la razón para haberlo hecho”, añadió el mancebo apretándose con fuerza contra el pecho de Nuño.
“Y cómo es ese joven?”, preguntó el conde a su esclavo.
Y éste contestó: ”Mi amo, cuando reparé en su cuerpo desnudo y tendido sobre el lecho, no puede dejar de mirarlo hasta que hice un gran esfuerzo para retirar de él mi vista y salir de donde es atendido por los eunucos. Tiene tanta belleza en su cuerpo que gustaría verlo hasta que los ojos lleguen a doler de mantenerlos fijos en él. Entiendo que cualquier hombre, tenga o no un gusto refinado para apreciar la hermosura, se enamore de su piel y las formas de sus miembros y del resto de su físico. Apenas tiene vello e incluso sobre el pene lo lleva muy recortado, semejando una sombra que oscurece algo más la piel del vientre. No tiene ni el menor atisbo de grasa que no sea la necesaria para darle a su carne la consistencia y el tacto apropiado para ser más sugestiva y agradable al tacto. Tan sólo agarré una de sus manos y le rocé levemente un brazo y me trasmitió una sensación de placer que casi no puedo ni describir. Pero sí te aseguro que fue algo cálido y tan electrizante que una corriente subió desde mis dedos hasta el cerebro y mi pene se empalmó sin contar con mi voluntad. Y te pido perdón por ello, mi amo, pues ese muchacho debería ser respetado en su dolor y la angustia de verse apartado del ser que más amó en su todavía corta vida”.
El conde besó a Guzmán en los labios suavemente pero con pasión y le dijo: “Nadie tocará ni hará el menor daño a ese joven. Pero tampoco dejaré que él se lo haga e intente quitarse la vida. Estará vigilado a todas horas y si para evitar que se mate es preciso encadenarlo, lo haré. Y hasta lo enjaularé como a una fiera salvaje, pues algo me dice que si está vivo es por algún motivo que no debemos consentir que se malogre. Ese chico está llamado a ser feliz y si es necesario lo será aún en contra de su voluntad. Ya entrará en razón por las buenas o a fuerza de tesón por mi parte y la de mis esclavos, porque a vosotros encomendaré la misión de conseguir que ese rapaz encuentre su destino a partir de ahora. Y en especial se lo encargo a Sergo, que será su guardián y carcelero mientras el chico no recapacite y entienda que su fin no estaba ligado al de ese hombre por el que ahora siente una devoción tan intensa. Verás, mi amor, como vuelve a reír y a ver la vida con ilusión y revive la fantasía en su espíritu; y vuelve a desear amar y ser amado por otro hombre que le descubra un sentimiento tan grande como el nuestro. Estoy seguro de que Sergo sabrá llevar a ese joven al estado de alegría y esperanza que yo deseo para él. Y ahora vamos a reunirnos con mis otros esclavos y alegra esa cara porque no quiero que te vean así”.
Y dándole una palmada en el culo, el conde volvió donde estaban los otros muchachos, que reían y jugaban entre ellos dándose pellizcos, calentándose las hormonas y sudando feromonas que disparaban sus ganas de sexo y placer.
Nuño llamó a Sergo y le encomendó la tarea de hacerse amigo y conseguir la confianza del cautivo, sin dejar de observar sus estados de ánimo ni principalmente sus reacciones ante cualquier cosa que al fornido esclavo le pareciese significativa y lo suficientemente elocuente como para comunicársela de inmediato al amo.
Al chico no pareció hacerle mucha gracia el encargo, pero no rechistó, no tanto por miedo a un castigo como por respeto a su señor, y acató la orden con la sumisión y presteza con que acostumbraba a obedecer los deseos e indicaciones del conde.
Al mancebo tampoco le alegraba mucho que fuese precisamente Sergo el encargado de vigilar a Ubay, puesto que sabiendo las cualidades que adornaban al chico y conociendo la inclinaciones sexuales del hermoso vikingo, a Guzmán no le cabía la menor duda que se encandilaría con ese cuerpo moreno y los destellos verdes de los ojos del muchacho harían estragos en los de Sergo.
Y para el mancebo ese fuerte joven de piel blanca, mirada de miel y cabello algo rojizo, seguía siendo algo muy suyo y tan especial que le costaba trabajo admitir que pudiese llegar a preferir a otro chico antes que a él.
Y bastante tenía Guzmán con ver los polvazos que le metía por el culo a Ramiro y ahora también a Ariel, como para que un nuevo agujero anal le hiciese perder el sentido a su querido y valeroso compañero de las tierras del noroeste peninsular.
Mas la voluntad del conde era ley para todos sus esclavos y sus decisiones no tenían ni discusión ni vuelta atrás.
Cómo iban a imaginar eses chavales los planes de futuro que ya estaba tramando su amo sin revelarles nada que les diese alguna pista al respecto?
Ni siquiera el mancebo imaginaba cuales eran las previsiones que el amo tenía en su mente y por el momento tan sólo le era posible elucubrar y aventurarse en cábalas que probablemente en nada se parecían ni se acercaban a los proyectos verdaderos del conde.
Todo tiene su tiempo y más aquellos planes que deben ser estudiados y sopesados cuidadosamente antes de ponerlos en práctica. Y si alguien era cuidadoso al tratarse de asuntos relacionados con sus esclavos, ese era el conde feroz, pues amaba sinceramente a esos muchachos que tan bien le servían y tanto placer le daban.
sábado, 13 de julio de 2013
Capítulo LXXIV
Abrió los ojos y no podía acertar el lugar donde se hallaba ni que había ocurrido hasta llegar a ese momento.
Vio el techo de una jaima y quiso pensar que soñaba y la realidad era otro día más en el lecho de su señor.
Mas ese catre donde estaba tumbado no eran las muelles almohadas donde su dueño lo amaba, ni los cómodos cojines que sostenían su vientre mientras su amo lo penetraba y le preñaba el vientre con su sabia y su amor.
Se dio cuenta que le molestaba el costado y quiso levantar la cabeza para ver que pasaba y que tenía en ese lado de su cuerpo para sentir incomodidad y algo de dolor.
Miró con ansia y se vio desnudo y con el torso vendado con finas y limpias tiras de lino blanco.
Pero por qué estaba sin ropas y en un lugar que le era extraño?
Y como si un fogonazo hiriese su mente recordó la batalla y el cuerpo de su amo tendido boca abajo en la arena tras ser abatido por una flecha que le atravesó la garganta.
Y quiso ir hacia él para socorrerlo o morir a su lado, pues la vida sin su amo y amante no podía ser vida sino martirio.
Y antes de alcanzar el cuerpo de su señor, otra fecha se clavó en su carne y cayó al suelo sin fuerzas creyendo morir separado de su amor.
Pero antes de flaquear del todo pudo arrastrarse penosamente y llegar junto a su amado, pero no aspiró su último aliento pues ya la vida había abandonado su cuerpo.
Y quiso morir allí para ir con su amo al paraíso, pero la mirada de unos ojos negros se clavaron en sus párpados y tuvo que abrir los suyos que todavía lloraban la pérdida del hombre que lo amó y al que él amaba por encima del mundo y de su propia vida.
Ahora sabía que ocurriera, pero no podía recordar más, pues le abandonó la consciencia y su cuerpo quedó a merced de los enemigos de su amado señor.
Qué le esperaba en poder de estos hombres malvados que mataron a su amo y a todos sus hombres? Quién era ese otro que evitó que muriera y se empeñó en salvarlo?
Ubay, tuvo miedo y aspiró con fuerza una bocanada de aire sintiendo daño al hacerlo.
Con esfuerzo miró hacia los lados y no vio a nadie cerca de su lecho, supuso que estaría vigilado, pero no había muestras de que aquella tienda fuese una prisión ni tampoco estaban dentro de ella guardianes u otras personas que pudiesen observarlo.
E intentó incorporarse, mas le fallaron las fuerzas y volvió a sentir una punzada seca y aguda en su costado.
Pensó en su amado señor, el valeroso y noble Bentehuí, hijo de un poderoso jeque y señor de una gran tribu, que estaba muerto y se había ido sin él a ese paraíso que tantas veces le prometiera al amarlo bajo el resplandor de plata de la luna y junto al gran estanque del palacio del sultán en la hermosa ciudad de Fez.
El valiente capitán formaba parte de los mejores jefes del reino benimerín y sus aposentos en el palacio real eran de los más confortables y lujosos de la corte.
Tenían jardines adosados a los bellos patios de columnas y fuentes y estanques de agua rumorosa y especialmente refrescante cuando el calor se adueñaba de la ciudad.
En aquellos aposentos fuera tan feliz que ahora eso era el sueño y su dolor y su llanto la realidad.
A una edad muy temprana fuera comprado por el gran sultán y al llegar a la mitad de la adolescencia el rey, entre otros bienes, joyas y objetos preciosos, se lo regaló al noble capitán como recompensa por sus inestimables y valiosos servicios.
Y desde entonces estuvo al servicio de su nuevo señor y poco a poco se enamoró de su amo y éste se prendó perdidamente del chico haciéndolo su favorito y considerándolo más su amante concubina que su esclavo.
Su amo le diera tantos lujos como su riqueza le permitía y Ubay agradecía este enorme afecto de su señor con la más absoluta entrega a su placer y a darle el mayor gozo que un hombre puede imaginar.
Se hizo un experto en el arte de amar a un macho y las noches con su amo fueron tan ardientes e intensas que en breve tiempo desplazó del lecho de su dueño no sólo a cualquiera de sus cuatro esposas, sino también a sus muchas concubinas y esclavas.
Bentehuí solamente catara ese culo masculino en toda su vida y no probó otro que no fuera el de su amado Ubay.
Pero desde que lo penetrara por primera vez, ya no pudo prescindir de hacerlo cada noche y volver a entrar en el ano del esclavo cada vez que su polla le reclamaba saciar la lujuria que le provocaba ese cuerpo fibroso de piel lisa y tostada, tan suave y perfumada como la de la más bella hurí del harén de su señor el sultán.
Y lo dejó solo en el mundo sin llevárselo con él a ese paraíso que le mencionaba al besarle los labios y acariciarle las nalgas después de entrar con su verga en el agujero redondo y estrecho que guardaban celosamente sus dos sedosas nalgas.
Qué placer le daba su señor al hacerle el amor y abrirle ese pequeño ojal con su verga gruesa y larga para dejarle dentro del vientre la semilla de su vida y su estirpe!
Qué gusto sentía Ubay al notar la fuerza del semen de su dueño subiendo por su recto como un chorro de agua salido del caño de un chafariz de esos que enlucían los jardines del palacio!
Cómo desearía poder irse con su amo para seguir disfrutando de su apasionada lujuria y sus caricias tan dulces y cariñosas que nunca otro ser en el mundo podría darle!
Nada parecido sería posible con otro hombre ni menos con tanto amor y ternura.
Sin embargo estaba en poder de sus enemigos sin poder valerse por si mismo, ni tampoco con posibilidad de defenderse de ellos o intentar huir de los presuntos hierros conque encadenarían sus manos y pies en cuanto pudiese sostenerse erguido.
Y en cuanto recobrase las fuerzas y su salud mejorase sin duda sería vendido a otro amo y él se quitaría la vida a la menor oportunidad para no soportar el hecho de ser propiedad de otro dueño que no fuese su amado señor.
Estaba seguro que nunca jamás aceptaría pertenecer de buen grado a otro hombre, ni con nadie volvería a ser un sumiso siervo usado como objeto de placer sexual, pues su existencia no era suya desde que lo tomara como esclavo el noble Bentehuí y sólo a su memoria rendiría el respeto que se debe tener hacia un amo.
Ubay volvió a llorar en silencio su desgracia, pues no había consuelo para su alma escarnecida por el infortunio de perder a su señor que tanto amaba.
Y cuando entró Guzmán en el compartimento de la jaima donde estaba el herido, éste quiso intentar levantarse como si quisiese defenderse de un agresor.
El mancebo le habló con amabilidad y se acercó al lecho para ver al cautivo y comprobar si su estado iba mejorando adecuadamente y recuperaba las fuerzas perdidas.
Durante toda la convalecencia, Ubay estaba atendido permanentemente por los dos eunucos del mancebo y solo ellos tenían contacto con el paciente, que apenas sabía de los cuidados que los castrados le habían procurado, ni los había visto con plena consciencia.
Esta era la primera vez que percibía con claridad la presencia de una persona y esa novedad le causó alarma y extrañeza.
Qué querría ese joven y cuales eran sus intenciones al ir a verlo, se preguntó temeroso Ubay.
No habló ni contestó al saludo del mancebo y se fijó en el visitante escudriñando sus facciones y gestos.
No perdía detalle de los movimientos que realizaba Guzmán y los seguía con la cabeza como si en realidad esperase un golpe mortal de manos de aquel bello joven.
Pero Guzmán se limitó a sentarse a su lado y le preguntó cual era su nombre.
Ubay dudó en responder, pero ante la insistencia del otro muchacho le dijo como se llamaba, pero no añadió nada más y permaneció en silencio escuchando lo que el mancebo decía.
Y éste le dijo que lamentaba mucho que estuviese herido, pero que se alegraba de que al menos pudiese evitar a tiempo su muerte.
Y Ubay miró para otro lado para que el mancebo no viese las lágrimas asomando a sus ojos verdes. Pero Guzmán si las vio y con ello no hizo más que confirmar lo que sospechaba acerca de la causa de ese llanto.
Y le dijo: “En la arena de ese oasis maldito quizás quedó enterrado tu amor. Y lo siento, como siento y lamento todas las muertes inútiles que ocurrieron ese día. Soy el motivo de la masacre y al que vinisteis a matar por el simple hecho de llevar vuestra misma sangre en mis venas, pero de otra tribu y estirpe distinta. Por mi cuerpo fluyen genes de diferentes razas y culturas y mis antepasados fueron dueños de muchos pueblos, pero en mí no hay ambición de quitarle a nadie ni un ápice de su poder, ni menos mermar la gloria de sus reinados. No tengo nada que ver en las luchas que mantienen la corte de Fez y la de Marrakech para ser dueños de este reino que perteneció en otro tiempo a uno de mis abuelos, ni deseo que mueran más hombre por mi causa. El objetivo de vuestro jefe en esa malhadada escaramuza era acabar con mi vida y el destino y la desventura quiso que fuese la suya la que acabó sobre la arena del oasis, así como la de un gran número de buenos guerreros de ambos bandos; y eso no sólo es un desastre sino también un dolor y una pena que me acongoja y forma un nudo insoportable en mi corazón. La flecha que segó la vida de ese soldado, hasta cuyo cadáver te arrastraste, salió de mi arco y mi buena puntería se la arrebató en un instante. Y si lo hice fue para salvar a mi amado y al resto de mis compañeros, pues era evidente que ese hombre valeroso era el jefe que capitaneaba vuestra tropa. Y creo que para ti era algo más que eso. Y es algo que acrecienta mi pena y martiriza mi conciencia al ser consciente que, involuntariamente, soy la causa de tal desgracia”.
Guzmán calló unos momentos para ver la reacción del muchacho, que seguía llorando, y prosiguió su discurso: “La misión que el rey de Castilla encomendó a mi señor en estas tierras, en nada pone en peligro a vuestro poderoso rey, ya que tan sólo nos dirigimos a Marrakech para llevar a cabo la empresa que se nos ha encomendado. Y, sin embargo, sin conocer cual es el motivo de nuestro viaje ni saber si nuestras intenciones son adversas a Fez, vuestro soberano ha decretado mi muerte y la de todos los hombres que acompañan a mi señor el conde de Alguízar. Y La vida de ese noble caballero está por encima de la de cualquier otro mortal y mataré sin dudarlo a quien ose amenazarla, como ocurrió recientemente en ese oasis. Vi los rastros que dejaste sobre la arena al arrastrarte herido hasta aquel cuerpo sin vida y comprendí cual era la causa y el verdadero motivo de tu esfuerzo. Entiendo lo que pretendías y te digo que yo hubiese hecho lo mismo para morir junto a mi amante, pues sé que la vida sin él solamente es un castigo insoportable”
Se hizo el silencio y por primera vez Guzmán reparó en el cuerpo desnudo del herido y se dio cuenta de la hermosura que exhibía aquel muchacho tan joven y guapo.
Resultaba tan atrayente al verlo que hasta causaría dolor en los ojos de tanto mirarlo sin poder apartar la vista de su agradable fisonomía.
Era un zagal muy agraciado de cara y cuerpo; y al ver su piel bronceada sin necesidad de sol, incitaba a tocarlo porque prometía finos deleites al tacto como si se tratase de un suave terciopelo.
Y el mancebo alargó una mano y tocó ligeramente un brazo del chico.
Ubay intentó apartarse bruscamente y se resintió de su herida en el costado sin lograr zafarse de la mano de Guzmán, que al contacto con esa bonita piel prolongó la caricia hasta llegar a la mano.
El cautivo ya no tuvo redaños suficientes para impedir que el mancebo le agarrase esa mano y se la llevase a los labios para besarla y pedirle perdón por haber matado a su amor.
Y Ubay rompió a llorar con desconsuelo, dejando que Guzmán apretase su mano con las lágrimas asomando también a sus ojos negros.
lunes, 8 de julio de 2013
Capítulo LXXIII
Como un solo cuerpo reaccionaron los guerreros supervivientes de las filas del conde al grito de ataque lanzado por su jefe.
Resplandecieron las espadas y las cimitarras y otra tanda de flechas surcó el aire para caer sobre los enemigos.
Ni un resorte mágico lograría poner en pie tan rápido a los heridos.
Y sin quedar uno en el suelo se precipitaron ciegos de rabia y valeroso orgullo que nacía de sus testículos y les recorría las vísceras para salirles del pecho una fuerza sobrenatural que les daba la energía necesaria y mágica para vencer a quienes se les enfrentaban.
Los adversarios se pasmaron por el arrojo de los contrarios, más estando debilitados, heridos y diezmados, pero aquel furor que se les venía encima les hizo temblar y dudar por unos instantes si atacar o recular para ponerse a buen recaudo de tal furia desatada entre sus contrincantes.
Aquellos muchachos, a cuya cabeza iba el conde, salieron a campo abierto poniendo por todo escudo sus pechos y como la más eficaz y contundente de las armas su corazón y sus ansias de dejar claro el valor que animaba sus almas.
El choque se produciría en breves instantes y probablemente el ímpetu arrollador de esos chicos se estrellaría contra las lanzas enemigas y su postrer aliento quedaría clavado en ellas o segado por el filo de un alfanje bereber.
Pero el miedo a la muerte no formaba parte del bagaje de tales guerreros y era preferible un final honroso a caer en manos enemigas.
El conde blandía su espada, invicta en innumerables batallas, y tras él el resto de su mermada mesnada apretaba los dientes y se aferraba a una ilusoria esperanza que la realidad del momento no justificaba más éxito que el de no sufrir demasiado antes de que cayese definitivamente de sus manos el arma.
Y volvió a rugir el alarido guerrero de los bereberes y su jefe los empujó al asalto definitivo arengándolos con sus gritos de ánimo.
Y como por ensalmo, esa voz calló de repente y el cuerpo de aquel hombre se desplomó sobre la arena.
Una flecha clavada en su garganta le dejara silenciosamente muerto y sus seguidores se paralizaron al ver sin vida al cabecilla.
La reacción del conde fue rápida y espoleó a sus hombres con voces de aliento moviendo sus espíritus a entablar la más encarnizada pelea que recordasen en toda su existencia.
Y ellos respondieron una vez más como un mismo cuerpo y ya llegaban junto a sus oponentes, dispuestos a fenecer luchando, cuando una lluvia espesa de saetas barrió el campo enemigo sembrando la muerte a discreción.
Como si las nubes se abriesen para escupir flechas, el cielo se rayó en gris, cruzado de dardos veloces que hacían blanco en la carne de los bereberes.
Y de dónde saliera la mortífera lluvia que dejó arrasado al enemigo?
Porque la flecha que mató al jefe saliera de la aljaba del mancebo, pero estas otras, que no dejaban cuerpo sin rozar o atravesar, no eran disparadas por él chico ni por ninguno de sus otros compañeros, sino que venían de un lugar más alejado pero suficientemente próximo para hacer blanco con tanto acierto.
Y después de las flechas, pero casi de inmediato, salieron de las arenas decenas de tuareg revoloteando sus alfanjes sobre las cabezas y ululando con estridencia para amedrentar más al contrario, que veía como sus hombres dejaban su postrer aliento caídos de bruces en la arena.
Eran los guerreros de Al Cadacid que, como hundidos en la profundidad del desierto y sin dejarse ver, seguían y vigilaban los movimientos de todo aquel que se aventurase por sus dominios y, por fortuna para el conde y los suyos, venían en su ayuda en el momento justo de evitar la muerte de tan esforzados y valientes muchachos.
Y, sin lugar a dudas, para salvar al estimado y valorado príncipe de los almohades, que suponía la esperanza para muchos de aquellos que conocieran u oyeran contar las grandezas de su ilustre abuelo el gran califa Muhammad An-Nasir.
El balance del resto de la contienda se inclinó a favor del conde y el fin fue rápido, sin que la inestimable ayuda de los tuareg impidiese algunos muertos entre sus filas y bastantes heridos de cierta gravedad o con lesiones más benignas, pero que necesitaban la urgente intervención de los expertos curanderos de la tribu, ayudados por los conocimientos en esa materia de los eunucos que servían y acompañaban al joven príncipe y su amado conde.
Entre los heridos figuraban algunos imesebelen, tales como Jafir, Otul y Jafez, y el napolitano Bruno, que casi pierde un brazo si no lo auxilia Sadif.
Sergo mostraba moratones y rasguños en la cara y cortes en los brazos y piernas, mientras que a Ramiro solamente le habían rozado el pecho sin llegar a producirle algo más serio que un arañazo.
Ariel seguía asustado y temblaba como una vara verde asido del antebrazo izquierdo de su hermoso valedor, el precioso joven de noble estirpe leonesa, y el mancebo sólo tenía suciedad en su cara y manos y huellas de la lucha en su corazón por tanta sangre derramada por su causa.
Nuño observó el rostro sucio y triste de su amado y al verlo como hundido en lúgubres pensamientos, lo agarró por los hombros y le susurró al oído unas palabras tan dulces que al chico se le alegró la mirada y sus labios pintaron una sonrisa llena de deseo y ganas de que se los comiese a besos su amante.
Y el conde así lo hizo, incluso antes de agradecer al jeque su providencial intervención salvándoles el pellejo, que ya daban por perdido tanto Nuño como el resto de los supervivientes a la masacre.
Sergo se sentó en el suelo para tocar con las manos la arena y darse cuenta que aún pisaba la tierra.
Y desde el suelo miró besarse al conde y a Guzmán, que un escalofrío recorría visiblemente su cuerpo que se estremecía de pies a cabeza, y deseó formar parte de ese beso intenso y morrear también la boca de los dos, pues, a ese fortachón rubicundo, volver a sentirse vivo le daba unas ganas terribles de soltar su adrenalina en forma de buenos chorros de leche salidos por el meato de su polla; y si entraban en el culo del mancebo, al tiempo que la del conde le encharcaba sus tripas, mucho mejor.
Esa combinación era perfecta para ese gladiador del sexo incansable y nunca harto de joder o ser jodido.
Y el amo el dijo que se levantase y lo atrajo hacia él sujetándolo por la nuca para unirlo al beso profundo que se daba con el ser amado por los dos.
Iñigo, cubierto de arena y sangre seca, se había quedado como desfondado y los nervios de la situación vivida minutos antes agotara sus fuerzas y se le veía apático y sin más ganas que ver sin mirar cuanto estaba sucediendo a su alrededor.
Más no era otra cosa que una apariencia, porque al chico también la sangre se le agolpaba en la polla y la tenía dura y necesitada de verter el jugo de sus cojones.
Pues si alguien le tocase el ojo del culo, notaría la humedad en su esfínter y como latía imaginando ya que la polla de su amo o la de uno de sus dos machos, también esclavos, le entrase hasta joderle las entrañas rompiéndole el culo en dos.
Lo mismo que pensaba y deseaba Ariel, pero quizás le daba prioridad en su ansia al bello Ramiro que al propio conde o a cualquiera de los otros dos machos de su harén.
Al chico le sudaba el ano al contacto de la piel de Ramiro y el fuego de sus ojos se cruzaba y se unía para danzar la eterna música de ese amor conque sueña un alma que está despertando a la feliz dicha de haber encontrado la otra mitad de su corazón.
Los cadáveres, esparcidos por la arena eran muchos y los tuareg revisaron los cuerpos antes de enterrarlos por si todavía quedaba alguno con algo de vida; cosa difícil puesto que en esa lucha se batieron ambos bandos sin cuartel y sin la menor intención de hacer prisioneros.
Tener que llevarse rehenes no era más que un estorbo, dadas las circunstancias, y la intención de los vencedores era rematar a los aún medio muertos, siempre que no fuesen de su propia hueste.
Y lo cierto es que no quedaba casi ninguno sin exhalar el último suspiro cuando los hombres del desierto terminaron la revista de despojos para comenzar con la inhumación de los cuerpos.
Pero sin duda no vieron bien que junto al cuerpo del jefe de los bereberes, que cayera fulminado por la flecha del mancebo, otro cuerpo tendido a su lado había dejado un rastro al haberse arrastrado hasta allí.
Ese otro sólo parecía un bulto sin vida, pero la agudeza visual de Guzmán percibió un atisbo de movimiento rítmico en lo que era la espalda de aquel caído.
Y se acercó para comprobar si sus ojos no le mentían dándole una falsa impresión de vida.
El mancebo se agachó al lado de ese cuerpo inerte y con cuidado le dio la vuelta y sólo vio el asta de una flecha rota clavada en su torso y unos ojos cerrados que dejaba ver el turbante que embozaba el rostro de aquel hombre.
Acercó el oído a su pecho y percibió el sonido de un corazón debilitado, pero que todavía latía un soplo de vida en su interior.
Y de entrada se alarmó cuando esos párpados se levantaron y dejaron al aire el par de ojos verdes, húmedos y brillantes de aquel guerrero.
Un tuareg se aproximó y al darse cuenta de que ese bereber estaba con vida quiso rematarlo, pero el mancebo se lo impidió y le ordenó que no tocase al herido.
Y, en eso, se acercó también el conde, que había estado compensando con besos el valor de sus otros esclavos, y al ver la escena intervino y le pregunto a su amado que pasaba.
Guzmán le explicó a su amo lo que ocurría y el conde ordenó que se cumpliese la voluntad del príncipe respetando la vida del prisionero.
Y mandó de inmediato que fuese atendido por los curanderos para intentar salvar la vida de ese hombre.
El prisionero no tenía fuerzas ni voluntad para resistirse y se dejó llevar entre dos hombres para ser atendido de sus heridas.
Y antes de llegar donde lo transportaban se desvaneció y perdió el conocimiento.
Nuño mandó que tras sepultar a los muertos todo el mundo se bañase y limpiase la sangre y la arena de sus rostros y miembros, pues no quería ver más miseria y restos del dolor sufrido en aquel oasis que les prometiera al llegar tantas delicias que fueron truncadas antes de paladearlas lo suficiente.
Pero eso iba a tener remedio, aunque ya no todos los que le acompañaron hasta allí pudiesen disfrutar ahora de ese paraíso.
Sin embargo, había que empezar a olvidar el mal trago para seguir viviendo y gozar nuevamente de la vida y sus placeres.
Y qué mejor medicina para el cuerpo y más para el espíritu de esos guerreros tan jóvenes que liarse entre ellos para practicar el sexo y aflojar las tensiones que la lucha les produjo?
Y, al poco tiempo de recuperar esos hombres un aspecto aceptable, comenzó una grandiosa orgía en el campamento del conde, incrementada con la participación de los tuareg que vinieran en su auxilio tan oportunamente.
Nuño se enceló con sus esclavos y los usó a todos, pero terminó llevándose al mancebo consigo y rematar la faena follándolo y saciándose con su cuerpo como si a esa apreciada prenda acabase de encontrarla en el desierto y fuese una novedad para él.
Quizás los dos habían nacido de nuevo tras la batalla a muerte, pero, si era así, ya vinieron otra vez a este mundo unidos y acoplados ambos en un cuerpo desdoblado pero que sentía y vivía con el mismo aliento de pasión y amor.
jueves, 4 de julio de 2013
Capítulo LXXII
Precedió una extraña calma y se desató la tormenta en medio del estruendo y los alaridos guerreros de los soldados benimerines que cayeron sobre el conde y sus hombres cuando ya se disponían a refrescarse en las seductoras aguas de aquel oasis.
Docenas de jinetes armados con alfanjes y lanzas les atacaban por todos los flancos y ni la alarma de los centinelas pudo evitar el golpe, casi por sorpresa, que cogió al conde y al resto de sus guerreros sin las armas a mano y sin tiempo para montar en sus corceles y presentar pelea de igual a igual.
La paridad en la lucha tampoco hubiese sido posible, pues los enemigos superaban con creces el número de los hombres que formaban la hueste de Nuño; y, a pesar del denuedo que pusieron en la defensa, pronto fueron reducidos y acorralados bajo un grupo de palmeras, usando algunos fardos como parapeto contra la embestida de los lanceros.
En poco tiempo un considerable numero de cadáveres de ambos bandos teñía la arena de sangre y no siendo inferior el balance de víctimas a favor del conde.
Sus fuerzas estaban siendo diezmadas y los jóvenes guerreros que lo acompañaban caían tras pelear como jabatos en un esforzado intento por proteger y salvar la vida del adorado príncipe Yusuf.
El objetivo de los seguidores del conde, tanto almohades como imesebelen, era no permitir que el mancebo cayese en las manos del rey de Fez y a ese fin sacrificaron la vida no sólo un buen número de ellos, sino que la zarpa mortal alcanzó igualmente a la mayor parte de los valientes tuareg que se unieran a ellos para protegerlos en su camino a Marrakech.
Mustafá fue herido y su amante Sadán tuvo que defenderlo hasta el agotamiento y fue el propio Nuño el que los socorrió poniendo en riesgo la vida para evitar que los dos muchachos pereciesen al primer encuentro con sus oponentes en la escaramuza.
Los tres hombres se libraron por pelos de morir degollados por las espadas bereberes fieles al trono de Fez, pero no tuvieron la misma suerte la mayor parte de los muchachos que se unieran a ellos en Córdoba, puesto que muchos perecieron sobre las arenas del oasis.
Y de los imesebelen solamente quedaban los fieles esclavos del príncipe Yusuf, que le servían desde años atrás, y un reducido cinturón humano de negros titanes, que plantados de rodillas en el suelo rodeaban al mancebo y al resto de los esclavos del séquito del conde, vendiendo caras sus vidas antes de permitir que los asaltantes franqueasen ese muro humano formado por ellos y pudiesen alcanzar y rozar el valioso cuerpo del príncipe almohade y los de sus compañeros.
Aún así y a pesar de las certeras flechas lanzadas por Sergo y Guzmán y también por los dos napolitanos, cuya puntería había mejorado ostensiblemente, las bajas entre los enemigos no eran suficientes para resistir mucho más aquel furibundo ataque y Nuño pensaba ya en alguna solución para salir del mal paso en que estaban metidos sin posibilidad aparente de salvar el pellejo y librarse de un final que se presentaba ante ellos como irremediable.
Sadán le aconsejó a Nuño que intentase llegar hasta los caballos y huyese con el príncipe y sus esclavos y el reducido número de imesebelen que quedaban vivos, mientras él y los pocos jóvenes que todavía estaban en condiciones de pelear le cubriría la retirada y harían lo humanamente imposible por retener a los benimerines el tiempo necesario para darles una cierta ventaja sobre ellos. Nuño rechazó la oferta y juró que no abandonaría a nadie a su suerte sin intentar defenderlo mientras a él le quedase una gota de sangre en las venas.
Pero si aceptó que el mancebo se fuese con los otros esclavos y eunucos, protegidos por cuatro de sus fieles guerreros senegaleses, decisión que Guzmán rechazó y también Iñigo, Sergo y Ramiro, pues su condición de caballeros les obligaba y exigía luchar con valor y mantener la dignidad hasta exhalar el último suspiro.
Hasta los dos napolitanos y los eunucos, mostrando un arrojo propio de feroces guerreros, rogaron al conde que les permitiese quedarse a su lado, pues preferían la muerte a abandonarlo en tan trágico trance.
Y mucho más si la huida suponía irse sin su amado príncipe.
El más asustado era Ariel, que incapaz de articular palabra no se separaba de Ramiro, pues éste se había erigido en su protector y el más firme defensor del hermoso joven.
Al llegar al oasis y cuando todavía no se escuchaba el sordo rumor, que fue creciendo hasta volverse un ruido aterrador de alaridos guerreros y relincho de bestias, mientras el conde, apartado del resto, follaba con el mancebo, estos dos amantes, inconscientes aún de lo que su corazón sentía, se besaban en los labios y acariciaban sus cuerpos bajo la observadora mirada de Sergo, que con una mano jugaba con el dorado cabello de Iñigo y con la otra le tocaba el culo poniéndolo más cachondo que una zorra al comienzo de la primavera.
Pero no sólo al conde y al mancebo se les cortó la follada a medio correrse al advertir lo que se les venia encima en forma de aquella tromba de hierro y sudor envuelta en una nube de arena.
Ahora olía a sangre y muerte y todo se había ennegrecido; y hasta el sol quiso empezar a ocultarse para no ver la matanza que se producía en un oasis que a unos bellos muchachos les había hecho soñar con placeres y un descanso en el agotador viaje a la bella perla del imperio almohade.
La hermosa ciudad de Marrakech, donde el abuelo del mancebo gozó de los mejores años de su reinado y su corte brillara con el esplendor de la cultura y las cuantiosas riquezas del poderoso califa.
Muchos lucharon y encontraron la muerte medio desnudos al estar a punto de gozar o saboreando ya las mieles del sexo con otros compañeros.
Incluso hubo quien sacó la verga de un culo para empuñar la cimitarra o la espada y disponerse a morir matando en un loco intento por conservar la vida y salvaguardar la de un joven heredero del último gran califa de Al-Andalus.
Y el mancebo veía con dolor la funesta escena que se presentaba ante sus ojos atónitos y llenos de llanto por tanta hermosa juventud desperdiciada por una causa posiblemente perdida y sin sentido desde el principio de aquella aventura que les llevara la norte de Africa.
Guzmán miró a Nuño y en su mirada se leía la terrible tragedia que ocurría a su alrededor.
Iñigo sonrió y besó a sus dos compañeros antes de pedirle al amo que le besase en la boca quizás por última vez.
Y lo mismo hizo Ramiro, pero cogiendo por la mano a Ariel, que le ofreció su boca al hermoso muchacho y luego al conde con un gesto que suplicaba otro instante de pasión desenfrenada, rematado por una penetración que le jodiese hasta el alma antes de irse y dejar esa nueva vida que tanto le deleitaba los sentidos.
Y el conde, con el corazón compungido pero aparentemente frío y erguido sobre el suelo de su orgullo de noble caballero, posó su mirada en todo sus bellos muchachos y, después de basarlos uno a uno, agarró la mano de su amado y sin temblor en su voz ni demostrar el menor atisbo de debilidad o pánico, le dijo: "Mi amor, jamás pude soñar que se cumpliese de un modo tan exacto la dicha de morir a tu lado y al mismo tiempo, sin que uno de los dos abandone al otro ni un instante para seguir juntos por toda la eternidad. Te amé desde que te vi en mis bosques y ni un solo minuto desde entonces he dejado de adorarte y desearte sobre cualquier otra persona y muy por encima de todos los bienes y honores. Eres mi vida y mi alma está en ti, porque en mi cuerpo no cabe otra cosa que no sea amor para desearte y ansia para poseerte. Guzmán, mi querido príncipe Yusuf, te quiero hasta la muerte que ya nos ronda a los dos... Ataquemos todos como un solo hombre y marchémonos de este mundo con el honor y la gloria de morir antes que admitir la derrota. Mis amados guerreros, que la memoria de los hombres recuerde nuestra gesta y tiemblen nuestros enemigos ante la furia de nuestros espíritus. Con la misma satisfacción y placer que os abracé, ahora abrazo la muerte a vuestro lado y marchando codo con codo con vosotros, mis fieles caballeros y estimados esclavos".
Y embargados por la emoción el conde feroz y su mancebo se besaron con la más grande de las pasiones y el mejor de los besos, que parecía poner el broche final a su relación de amo y esclavo, aunque no de amantes ni en definitiva a su amor que ya era infinito y más intenso y duradero que el tiempo mismo.
Luego, sólo atronó el cielo el grito del conde lanzando al ataque a sus valerosos y bellos guerreros.
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