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Autor: Maestro Andreas

domingo, 10 de febrero de 2013

Capítulo XXXVII


Franquearon la entrada de la sinagoga y no ocultaron todos ellos la sorpresa que les causó la estética armonía de aquel templo judío.
Estaba vacía de fieles, pero no de espiritualidad ni tampoco de un aire de paz y sosiego que curaba cualquier desazón que albergasen los corazones de aquellos jóvenes guerreros.
El conde se adelantó al resto y mirando al techo, para bajar la vista por los frisos y capiteles que sustentaban los arcos de herradura de marcado estilo musulmán, pensó en la suerte inmediata que les esperaba a él y a Guzmán y quiso salir corriendo de allí y cabalgar sin descanso hasta ponerse a salvo lejos de la poderosa mano del rey.

Pero también consideró que posiblemente ya era tarde para eso y tampoco podía dejar tirados a los otros chavales cuando ya estaba hecho a ellos y sus cuerpos le provocaban mil y un placeres impensables por cualquier otro hombre que no conociese el gusto de montar a otro macho.
Descendieron sus ojos verdes por los pilares de aristas con forma octogonal, hasta terminar en el suelo que invitaba a mantener una aptitud devota y respetuosa como si fuese la casa de un gran señor más poderoso que cualquier otro rey o soberano.

Y vio de nuevo a sus chicos, que no se separaban unos de otros a excepción de Guzmán que seguía al rabino como un discípulo al maestro que le trasmite la sabiduría que encierra la vida misma además de la que se contiene en los códices.
Y el paciente judío, como maestro que era también, hablaba con el muchacho y le explicaba cuanto su vista veía pero su intelecto o llegaba a entender del todo.

Mas Nuño se fijó en todos sus muchachos y mentalmente les dio la vuelta y como si tuviese ante sí sus posaderas, sabrosas al paladar como melones maduros en una tarde tórrida de verano, se empalmó como un puto morlaco y hasta notó como le goteaba la verga pringándole de babas el vello del pubis.

Que polvazo les metería aquí mismo a eso jodidos cabrones que están para comérselos crudos, se dijo por lo bajo el conde.
Y se los imaginó atados a unas picotas a la puerta de ese templo, desnudos y ofreciéndole la espalda y el culo para ser azotados por nada en concreto y por todo lo que a él, su dueño, le diese la gana hacer con ellos.


Quizás el temor de saber que su vida corría el riesgo de acabar, así como también la de Guzmán, le provocaba un morbo agudo que le inspiraba y le lanzaba a desear gozar de sus esclavos hasta perder la noción del tiempo y la tremenda realidad en que se encontraba.

Y llegado un momento el rabino se sentó y Guzmán, a su lado, ajeno a las preocupaciones de Nuño e incansable y siempre insaciable de conocimientos, mantenía la atención en las palabras del hombre sin pestañear ni respirar muy fuerte por no distraer ni a las moscas si se atrevían a volar en una atmósfera reverencial como la que flotaba en la sinagoga.

Y el rabino le dijo: “Pero como ves el actual estado de este templo conocido como la sinagoga de los pobres, no tanto por la sencillez y austeridad de su exterior, ya que el templo es muy hermoso sin dejar por ello de ser moderado en su riqueza ornamental, sino por estar en este barrio donde habitan gentes sencillas y humildes, en contraposición al otro en el que se fueron aposentando los judíos más pudientes y adinerados.

Allí levantaron un oratorio en principio y se fue convirtiendo en la sinagoga del Tránsito, cuyo riqueza ornamental es digna de encomio por su belleza y la delicadeza del trabajo de los artesanos y canteros que supieron elevar a maravilla el estilo mudéjar; y por eso dicen de ella que es la de los ricos.

Esta otra, para mí más acogedora y solemne al mismo tiempo, como ves precisa una restauración y volver a enlucir sus paredes blancas. Aunque solamente el rey puede autorizar su restauración”.

Guzmán no entendió ese punto referente a que para arreglar un templo judío tuviese que permitirlo el rey, pero no quiso ahondar en más detalles al respecto y sólo apuntó casi con timidez que si el dinero necesario para ello no salía de las arcas reales, el monarca no tendría por que oponerse al arreglo de la sinagoga, ya que a él no le costaría nada y serían los hebreos quien sufragasen los gastos.
El rabino soltó una risita y le respondió que si bien eso era verdad, su pueblo estaba en cierto modo bajo la tutela del rey en muchos aspectos y cuestiones incluso cotidianas; sin olvidar que la corona contaba con el oro y la plata de esta comunidad sefardí para aumentar el tesoro del reino. “De todos modos me ocuparé de este asunto cuando otras ocupaciones que ahora me urge atender me permitan dedicarle un tiempo suficiente para tratar el tema con quien corresponde”, añadió el rabino.
Y el mancebo preguntó: “Se refiere al rey?”
Y el cachazudo personaje le contestó: “Eso no sólo depende de nuestro señor el rey, sino también de los notables de la comunidad judía de esta ciudad, que han de aflojar la bolsa. Y ellos suelen orar en la del Tránsito y no en esta otra. Y no dejes de visitar también esa sinagoga porque te gustará y merece la pena verla. Siendo distintas, las dos son igual de hermosas y se respira piedad en ellas”.

“Espero que las cosas no se tuerzan demasiado y pueda ir a verla con mi señor”, dijo el mancebo.
El conde, aproximándose a ellos, se presentó al rabino diciéndole quien era y el rengo que adornaba su persona como uno de los nobles más destacados del reino; y el judío, inclinando la cabeza ante el señor, respondió: “Al ver vuestras armas ya deduje que erais el noble y poderoso conde de Alguízar, mi señor. No nos conocíamos todavía, pero creo que a partir de ahora tendremos una relación más fluida y permanente, al menos mientras estéis en Toledo, señor conde. Soy Isaac ben Sid, humilde servidor del rey y vuestro, mi noble conde”.

El conde se quedó atónito y le costó salir del pasmo.
Parecía que los hados se ponían en su contra y un cúmulo de circunstancias lo empujaban a su ruina.
Y le dijo más que preguntar al rabino: “Sois el llamado por el rey nuestro erudito Rabbi Çag. Conozco vuestra fama y el mucho aprecio que os profesa mi señor Don Alfonso, con independencia que seáis también uno de los pocos prestamistas de la corona, además de distinguido traductor, astrólogo, inventor, científico y un potentado financiero, por supuesto. Y, por si todo esto fuesen pocos méritos, sois rabino y amigo personal del rey”.

El conde tragó saliva y dirigiéndose al mancebo dijo: “Yusuf, este es uno de los hombres sabios de los que has de aprender y con los que tienes que colaborar en esta ciudad para realizar el encargo del rey. Este erudito tomó parte en la compilación de las Tablas astronómicas y de su puño y letra hizo observaciones de tres eclipses lunares. Es un genio y uno de los mejores exponentes del saber de nuestro tiempo. Aprende de él cuanto puedas ir asimilando con sus charlas y estoy seguro que quizás sus enseñanzas nos serán muy útiles si la suerte quiere favorecernos y el cielo no se nubla sobre nuestras cabezas”.

El rabino miró a Guzmán como si de repente apareciese ante sus ojos otro joven distinto del que hasta ahora había visto y hablado con él y dijo con cierta solemnidad: “Esos ojos me dicen que sois el deseado príncipe de los almohades cuya supuesta muerte lloró tanto el rey y vuestro buen tío, mi señor Don Alfonso. Estoy seguro que se alegrará de veros de nuevo entre los vivos y se regocijará su corazón de padre. Porque para él vos, mi príncipe, erais como un verdadero hijo, tanto en el afecto como en la consideración que deseaba que os tuviesen en la corte”.


El conde casi pierde el sentido al oír al rabino, pues ya estaba claro que sus días estaban contados y que el rey tomaría cumplida venganza del engaño.
Pero Guzmán reaccionó como si todo fuese parte de un destino ya marcado e inevitable y serenamente le rogó al rabino que no le llamase príncipe, pues sólo era un esclavo de su amo el conde, Y si lo confundía con ese otro noble señor, sobrino del rey, no trasmitiese esa creencia al soberano, puesto que tal cosa podría ser causa de su muerte y la de su amo.

El judío esbozó una sonrisa y sólo añadió: “No sufráis ni os preocupéis por ello, pero de todos modos os aseguro que de mis labios no volverá a salir nada referente a vuestra condición si ese es el deseo de vuestra alteza... Si así queréis seréis solamente un joven listo y con ganas de saber más sobre casi todo y yo tendré el inmenso honor de verter en esos oídos atentos aquellos conocimientos que os puedan servir en el futuro. Y sólo os llamaré Yusuf”.

“Pero tratarme como a un esclavo o a un pobre sin recursos y no os molestéis en darme ese trato propio de un noble”, pidió el mancebo.
“Está bien. Será como dices y te trataré como deseas, estimado joven. Pero es conveniente que os marchéis de aquí cuanto antes. Y mañana quizás sea otro día menos intranquilo para todos”, concluyó el rabino.

El conde urgió al esclavo que era menester irse de la sinagoga y les ordenó a los otros muchachos que saliesen del templo.
Se despidió del rabino y le dijo a Guzmán que así lo hiciese también, añadiendo, que si la suerte les era benigna, al día siguiente se verían en la Real Escuela de Traductores para comenzar la labor encomendada por el monarca.
Y así como iban saliendo del templo, Nuño le iba diciendo al mancebo que el trabajo de estos hombres en beneficio de las ciencias le interesaba especialmente al rey Don Alfonso, al igual que los proyectos que tenía, conjuntamente con el sabio Yehuda ben Moshe ha-Kohen, del que ya le había hablado, respecto a la traducción al castellano de tratados acerca de la medición del tiempo o relojes.

Guzmán puso especial atención en esto último y el conde añadió que en tales tratados se describe algunos cronómetros sorprendentes, como el Libro del reloj del palacio de las horas, en el que imaginan un palacio maravilloso cuyas ventanas dejan pasar la luz a un patio central en donde se marcan las horas. Además de otras obras cronométricas, escritas por estos eruditos hebreos, como el Libro del reloj de la piedra de la sombra, el Libro del reloj de agua y el Libro del reloj del argent vivo.


Y hablando de relojes, de pronto una voz paró el tiempo y detuvo el caminar del conde y sus esclavos.
Sonó potente, pero no imperiosa.
Y aquel tono y ese timbre de voz le resultaron muy familiares al conde feroz, pero no quiso adelantar acontecimientos ni hacerse a la idea de lo que seguramente le caerla encima.

Y la voz dijo sosegadamente: “No os vayáis conde. Dejar que os vea de cerca y quizá pueda daros esa paz de la que al parecer vuestra alma anda necesitada. Volveos y venid conmigo al templo de nuevo. Debemos charlar al abrigo del mundo y en un entorno apacible y que invita a la reflexión y hasta diría que a la concordia y el entendimiento entre los hombres de bien”.

Nuño no era de los que echan a correr ante la adversidad, pues ante todo era un caballero que no conocía la cobardía, y se giró hacia el lugar de donde provenía una voz que no necesitaba más presentaciones para saber de que boca salían esas palabras.

Y el mancebo cerró por instinto los ojos y no quiso ver como su amo se acercaba a un irremisible destino incierto y sus pies se movieron inconscientes para ir detrás de su amante.

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