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Autor: Maestro Andreas

viernes, 22 de febrero de 2013

Capítulo XL


Don Alfonso irradiaba felicidad esa noche lejos de los asuntos del estado y al lado de aquellos seres tan queridos y estimados para él.
Su amante, la bella dama anfitriona de la velada, también se la veía complacida y muy a gusto y en tan buena compañía rodeada de jóvenes hermosos, además de su amante, y Nuño continuaba con su soliloquio personal: “Cómo me gustan todos ellos! Se imaginará el rey que hago exactamente con estos chicos? Seguro que sabe que me los follo, al menos a alguno de ellos; a parte de a su sobrino que de sobra conoce nuestra relación como amantes. Pero no creo que sospeche que todos son unos putos esclavos para mi placer sexual y como tal los trato y uso. Pues de saberlo me extraña que sin mayores méritos que ser mis pajes, dijese tan ufano y convencido que antes de abandonar Toledo él mismo armará caballero a Sergo; y después también añadió a Ramiro dada la insinuación del mancebo. Así todos mis jóvenes esclavos serán caballeros, pues los otros dos ya lo son. Bueno, el mancebo lo era antes de estar oficialmente muerto y sigue siéndolo realmente aunque no use su propio escudo de armas. Pero por si se le sube a la cabeza esa circunstancia no seré yo quien se lo recuerde y le daré doble ración de azotes para celebrar el ascenso de sus enamorados compañeros”.


Cuando Doña María, satisfecha de como transcurría la velada, ordenó servir los postres, Don Alfonso sacó a relucir lo provechosa que había resultado la tarde trabajando arduamente con el erudito rabino Isaac ben Sid y el sabio Yehuda ben Moshe ha-Kohen en la traducción del documento del gran califa de Córdoba, contando, por supuesto, con la colaboración inestimable del mancebo, que dejó gratamente impresionados con sus conocimientos tanto al rey como a los dos expertos traductores.

Habían avanzado mucho en este trabajo y Don Alfonso no sólo estaba satisfecho de los resultados, sino que su rostro denotaba el orgullo de ser el tío del joven Guzmán y el afortunado soberano que podía contar entre sus amigos con hombres tan ilustres como los dos judíos.

Y sentados en un rincón de la sala de trabajo, en silencio pero sin perder detalle de todo lo que sucedía y escuchaban, y también embobados por la sapiencia de aquellos hombres y de su querido Guzmán, estaban Sergo y Ramiro, como si presintiesen ya y asumiesen por mismos muy en serio el todavía ignorado papel de paladines del sobrino del rey y de la egregia persona del soberano, pues acudiera allí sin más compañía ni escolta que la de esos valerosos muchachos.

Y el hecho de ver al mancebo con tal desparpajo en el hablar y moviéndose con una seguridad que no acostumbraba a mostrar ante el conde, excitó a los otros dos mozos, que difícilmente ocultaban el bulto que le formaba la polla bajo el peto que solamente les cubría hasta la mitad del muslo.
Y se iba desvelando poco a poco lo que escribiera el admirado Abderramán III y entre los dos doctos hebreos y el mancebo interpretaban sus frases y el sentido de las palabras que el califa quiso decir para dejar constancia de sus ideas y su saber sobre el buen gobierno de sus estados y respecto a la conducta que ha de observar el príncipe que gobierne un poderoso reino para procurar ser justo con sus súbditos y engrandecer a su pueblo más que a sí mismo.

El gran estadista cordobés recomendaba ante todo administrar sabiamente los recursos y ser justo con todos sin escatimar a nadie la debida satisfacción a sus pretensiones contra otros hombres o el propio príncipe, siempre que fuesen acordes con la ley, la equidad y se aplicasen con sentido común y sin regatear la generosidad cuando fuese necesaria, ni el castigo proporcionado a la gravedad de las faltas si era preciso.

Y el poderoso monarca daba una gran relevancia a la clemencia con los enemigos, pero no con los traidores, y al entendimiento entre los diferentes pueblos, razas y credos.
Más si habían de convivir juntos y en un mismo espacio de tiempo y lugar, como era el caso de sus dominios y también el de los reinos de Don Alfonso. Estaban ante un tratado amplio y minucioso del buen gobierno y eso al rey de León y Castilla le merecía no sólo un gran respeto por ser quien era su autor, sino también por la sensatez vertida en el texto.
Y los buenos príncipes suelen reconocerse unos en otros y siempre procuran imitar al antecesor más sabio y admirado por su pueblo y aquellos otros contemporáneos que vieron su grandeza.

El rey disfrutaba esa noche con sus invitados y su amante, a la que más tarde la haría gozar de forma más intensa y directa, y el conde también se sentía bien en esa compañía y su mente lo llevaba ya a sus habitaciones del castillo donde volvería a retozar con sus esclavos con mucha más intensidad que el rey y Doña María.


Esa noche pensaba sentarse a horcajadas sobre el lomo de Ramiro, clavándole la polla en el ano como si fuese la espuela de caballero que calzaría dentro de poco al ser armado por el rey, y azotar al mismo tiempo al mancebo mientras follaba al primero y les preparaba y calentaba también el culo a Iñigo y a Sergo.

Luego les llegaría su turno a ellos y con los acostumbrados juegos sexuales y corridas entre los chicos, el conde remataría la fiesta en la cama con su amado para follárselo durante la noche cuantas veces le apeteciese hacerlo.

Pero lo que todavía no sabía el conde era el verdadero motivo por el que el rey decidiera armar caballero a Sergo y además a Ramiro en atención a la intervención de su sobrino en favor de dicho mozo.

Al abandonar la Escuela de Traductores, tuvieron un incidente en el camino que recorrían para regresar con el rey al palacio de Galiana.
En la intersección de dos calles más estrechas de lo habitual en esa ciudad, les cerraron el paso tres enmascarados, empuñando espadas.
Y Don Alfonso desenvainó la suya y gritó a los chicos para que se pusiesen detrás de él con el fin de protegerlos.
Guzmán echó mano a su puñal, pues no llevaba el arco con las flechas, pero Sergo con un ágil brinco se adelantó a todos y con idéntica destreza saltó sobre el primero de los conjurados y moviendo hábilmente los brazos le partió el cuello.
Y así como se desplomaba aquel individuo, Sergo agarró la espada que le había caído de la mano al perder la vida y embistió con fiereza a los otros dos asestando mandobles como si en lugar de espada tuviese en sus manos un hacha de leñador.
Y a uno de estos que ya atacaban le seccionó un brazo a la altura del hombro, mientras Ramiro, más diestro con la espada, luchaba con el otro para evitar que el rey pusiese en riesgo la vida.


Guzmán retuvo a Don Alfonso sujetándolo por un brazo y le rogó que no se expusiese innecesariamente, pues sus dos compañeros se bastaban para acabar con los agresores.
El monarca atendió la lógica súplica de su sobrino y no intentó cruzar su arma con ninguno de los follones que los asaltaban.
Pero lo curioso es que tampoco estaba claro a por quien iban esos hombres. Ninguno hizo intención de luchar con el rey, que al ir encapuchado podría ser que no lo reconociesen, pero de ir a por él y por mucho manto que lo tapase y ocultase el rostro, su aspecto no era el de un jovenzuelo como los otros, que también iban cubiertos por amplias capas con capucha; y eso era suficiente para sospechar cual de ellos era el de mayor edad y por tanto el soberano de León y Castilla, si su objetivo era segar la vida del rey.

Por el contrario parecían afanados en dar muerte a cualquiera de los tres con pinta de ser más mozo.
Y eso si era para sospechar que no buscaban al rey sino a uno de los jóvenes en concreto.
Y presumiblemente tendría que ser al mancebo.
Alguien sabía también que Guzmán estaba vivo y en Toledo y esa era la causa del ataque.
No había que pensar mucho para llegar a la conclusión de que la existencia de otro infante molestaba y se oponía a intereses y ambiciones bastardas.
Y quién a parte del alcaide del castillo de San Servando habría tenido oportunidad de deducir que uno de los donceles del conde no era otro que el difunto infante Don Guzmán, el amado sobrino del rey Don Alfonso X.

Ahora empezaba a tener sentido la advertencia del pordiosero delante de las puertas de la mezquita de Tornerías.
Y lo que tampoco sabía el conde ni Guzmán, era que el tal Don Senén fuera nombrado alcaide de ese castillo por mediación del infante Don Fadrique, hermano del rey y tío del mancebo.
Y ese príncipe era uno de los que Don Alfonso no se fiaba un pelo.
Como tampoco las tenía todas consigo respecto a su otro hermano el infante Don Sancho, que era el administrador de la archidiócesis en espera de convertirse en el arzobispo tras la muerte del titular, que todavía ocupaba el solio de Toledo.

De ahí que también el menesteroso le hubiese dicho al conde que no se fiase del limosnero de la sede episcopal, pues era el primer zascandil del susodicho infante metido a clérigo.

Las piezas iban cuadrando, pero no era tan sencillo llegar al fondo de la trama y desenredar el ovillo para tirar del hilo que los llevase hasta los cabecillas de la conjura.

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