Hasta los guerreros negros fueron tratados como nobles cristianos en la casa del canónigo y el ilustre clérigo se mostró especialmente cariñoso y comprensivo con los dos rapaces de humilde origen, salvados de las garras de aquellos bandidos que ya estarían abonando la tierra si es que las alimañas dejaron algo de sus restos.
Tanta piedad infundieron en Don Celestino, esos dos rapaces desherados de la fortuna, que se ofreció desinteresadamente a hacerse cargo de ellos y cuidarlos, procurando darles educación, cosa de la que carecían, y formarlos para desenvolverse mejor en la vida y enfrentarse a ella con un buen bagaje de medios y conocimientos.
Estaba a la vista que los dos mozos eran hombres de campo pero no de armas y el deán pensaba que lo mejor para esos chicos era cultivarlos como dos huertos para que en ellos floreciesen los frutos del saber.
Y al conde le pareció perfecta esa solución, ya que no deseaba plantearse nuevos conflictos de los que ya le ocasionaban los muchachos que formaban su cuerpo de escolta.
Ambos chavales seguían traumatizados por la violación sufrida y era más aconsejable que se quedasen en Salamanca en lugar de seguir en su séquito, donde poner el culo o meter la polla en un agujero anal era lo corriente y nadie perdía nada por ello, ni se rompían la cabeza con cismas sobre el sexo ni la masculinidad perdida por tal causa.
Para todos los hombres que iban con el conde eso era normal y gozaban haciéndolo y no pensaban recatarse ni cortarse un pelo por el hecho de que a otros les pareciese bien o mal su conducta y hábitos sexuales.
Los esclavos estaban orgullosos de serlo y los que no lo eran por ser el amo o porque todavía no se entregaran plenamente a su señor, lo estaban también de la misma forma y no menospreciaban a los que solamente ponían el culo para ser jodidos por los machos.
En Salamanca, Nuño alternó con lo más granado de la nobleza local y no dejó de cumplimentar al obispo, hombre bueno y de gran devoción religiosa, que le cogió una singular simpatía al mancebo por el interés que vio en el chaval hacia la cultura y el saber, asistiendo embobado a las clases de humanidades que se impartían en la catedral.
El prelado le decía admirado al conde que lo de ese muchacho por aumentar sus conocimientos y cultivar el espíritu era verdadera obsesión digna de encomio en un joven que probablemente sólo conocía el manejo de las armas y, como a la mayoría, únicamente le preocuparía llegar a ser un buen caballero y hasta un noble señor, con timbre y blasón para su casa y familia, si la suerte y la fortuna le eran propicias.
No sería Nuño, desde luego, quien le dijese al buen obispo que ese mozo ya era no sólo un noble señor sino un príncipe de las más altas y linajudas casas reales señoras de varios reinos.
Ni tampoco iba a abrirle los ojos al cándido varón respecto a la clase de relación que existía entre el chico y él, o con cualquiera de los otros muchachos que lo acompañaban como hombres de armas a su servicio.
El conde consideraba que de ciertos temas, mejor no hablar con nadie si no era de su absoluta confianza y aún así siempre con reparos y manteniendo las distancias en algunas cosas.
A quién le importaba si dormía o no con ellos o si les daba por culo cuando le salía del pijo.
Esas cosas eran parte de su vida privada y solamente a sus seres más íntimos y queridos podían importarle.
Puesto que si ese gentil eclesiástico sospechase lo más mínimo o le diese en la nariz lo que podía estar sucediendo por las noches en la casa del deán, le parecería imposible tratándose de tan alto y nobilísimo aristócrata mimado por el rey; ni hubiese dado crédito alguno a quienes le fuesen con el cuento.
Jamás hubiera entendido que todo aquello pasara ante sus putas narices, pero así era aunque él no se enterara de la fiesta que el conde montaba con sus chavales, ni el mismo deán se diese cuenta de ello, puesto que, en el caserón donde vivía, ocupaba un pabellón situado al lado contrario del habilitado para albergar al conde y sus hombres.
Si viese por una ranura de la puerta o un orificio practicado para espiar a los que ocupasen tales aposentos, pensaría que todo aquello tenía más de pesadilla que de realidad.
O hasta se alegraría que fuese fruto de una calentura perniciosa motivada por un acceso de fiebre en lugar de hechos ciertos y más reales que todo cuanto hiciese él a lo largo del día.
Fueron un par de días tranquilos en cuanto a aventuras peligrosas y riesgos innecesarios, pero no así respecto al calentón que padecían los cuerpos de esos jóvenes machos al verse y rozarse unos a otros completamente desnudos o vestidos incluso.
Ramiro estaba como un toro atraído por un trapo colorado que flameasen delante de sus hocicos y al que enviste sin saber que tapa y oculta, pero lo hace por el mero instinto que le mueve a lanzarse contra ese señuelo para cogerlo como si en ello le fuese la vida.
Y para el bellísimo rapaz ese engaño rojo era el mancebo, pero tras de lo que veía a primera vista, no estaba el aire vacío sin nada sólido que traspasar con las puntiagudas astas, sino una carne preciosa a la que adorar y palpar para obtener el mayor goce con su textura y aroma.
Y eso lo sabía bien el conde y guardaba ese tesoro que era su esclavo para que ningún otro ser lo tocase sin su permiso y aprobación.
Y para obtenerlo, habría de pagarse un alto precio a su amo, pues probar ese manjar suponía ser probado y saboreado a su vez por el dueño del guapo y esbelto mancebo.
Nuño disfrutaba viendo a ese mozalbete velludo y fuerte babear como un mastín al que le estuviesen mostrando un sabroso hueso de cordero y le metía mano al mancebo en sus narices y se lo follaba, al igual que a Sergo e Iñigo, pero, ya fuese por joder a Ramiro o tan sólo porque Guzmán seguía encendiendo en su amo las más vivas brasas de la pasión y destapaba en su alma las mejores esencias del sexo, el caso era que al mancebo le dada caña con más energía y le dejaba el culo como un pan machacado por los cascos de un caballo percherón.
Lo jodía a conciencia y saboreando cada milésima de tiempo y espacio en que iba derivando el polvo.
Y, en lo mejor del éxtasis, ya ciego de lascivia y escurriendo lujuria por la polla, lo devolvía a la tierra ver la cara angustiada del mancebo, pero plena de placer y con una mueca cargada de vicio, que empezaba a temer que su amo lo partiese por la mitad con ese vergajo ardiendo y endurecido conque lo follaba.
Y los jadeos del mancebo devolvían la cruda realidad de la absurda creencia de Ramiro de poder darle más placer por el culo a ese mozo que su amo. el que le hacía sentir su amo.
Y hasta los nervios se le desataban repentinamente al chaval que miraba el coito sin perder ripio y le flaqueaban las piernas pensando que pudiera ser él quien le reventase el ano a Guzmán si el miedo al dolor de ser penetrado no le impidiese ofrecerle el culo a ese jodedor irredento que era el conde feroz.
Y a lo peor le gustaba el asunto de ser taladrado por detrás y luego no se levantaba de la cama sin haber estado a cuatro patas un tiempo prudencial hasta ser poseído y bien jodido por el macho que los dominaba a todos, muy a pesar de lo que el chico creyese o quisiese pensar para convencerse que estaba a la misa altura que Nuño para poder montar a los otros muchachos cuando y como le diese la gana.
Y sólo el conde era el amo y únicamente él decidía quien daba y a cual de ellos le tocaba recibir ese día o esa noche.
Y por mal que le pareciera a Ramiro, sus días de virginidad anal estaban llegando a su fin.
Mucho más si mantenía las pretensiones de llegar a acariciar la espalda o los glúteos del mancebo mientras lo penetraba por el culo.
Ese plato solamente estaba reservado para los muy elegidos y sólo Sergo gozaba por el momento de tal honor, ya que para obtenerlo se había convertido en esclavo y en una de las mejores putas del conde.
Y además también Guzmán le daba por culo a ese otro mozo de carne dura como el pedernal y cabellos rubicundos.
Y si alguien agradecía al conde que pusiese a Ramiro salido como un borrico era Rui, que su culo pagaba todo el ardor acumulado en la verga del mozo de cabellos oscuros y relucientes cual negras piedras de carbón de antracita.
Le metía una caña que lo dejaba medio tullido, pero babeando por boca, ano y pito hasta un buen rato después de haberlo follado.
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