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Autor: Maestro Andreas

sábado, 1 de diciembre de 2012

Capítulo XVIII


Durante el resto del viaje hasta Salamanca fueron más despacio y casi sin hablar de otra cosa que no fuese la preocupación del conde y el mancebo por el estado de salud de los muchachos agredidos sexualmente por los putos malhechores que ya servían de pasto a la carroña.
Guzmán miraba de vez en cuando a Sergo y le preguntaba si le dolía demasiado el cuerpo por los azotes que le había propinado el cabrón que mandaba la banda de salteadores, pero quienes más padecían eran los dos chavales desconocidos, que resultaron ser unos pobres y humildes campesinos que, ante la falta de recursos tras quedar huérfanos hacía unos años, vagaban de pueblo en pueblo buscándose la vida y ganándose con su trabajo el escaso alimento que pudieran darle las gentes sencillas de las aldeas.


Ambos nacieran aproximadamente diecinueve años atrás en el mismo pueblo, pero no eran ni siquiera familia entre si, aunque desde muy niños se llevaban como hermanos y naturalmente se querían más que si lo fuesen realmente.
Casi tenían la misma edad y el mayor por escasos meses, de ojos pardos y pelo a juego, bastante bien desarrollado muscularmente, respondía al nombre de Tirso y el otro, menos fuerte pero también con un cuerpo que denotaba haber trabajado duro en el campo y en otras faenas pesadas y costosas, cuyos ojos y cabello competían por parecer de color más negro, se llamaba Saulo.

Estaban tranquilamente dormitando bajo una de aquellas encinas cuando los putos ladrones los sorprendieron y los maniataron para dejarlos luego tirados en el camino como señuelos para detener a otros caminantes y robarles sus pertenencias o sacar algún provecho de ellos.
Y fueron a pasar precisamente los muchachos del conde y los cazaron como a tórtolos, quizás para despojarlos de cuanto llevaban encima, pero al ver sus cuerpos tan jóvenes y hermosos y estar los truhanes borrachos y muy salidos, pasó lo previsible, tanto por las malas intenciones hacía sus cuerpos, por parte de esos mendrugos harapientos, como por la mortal y drástica intervención del conde y el resto de sus hombres.

Al mancebo le parecieron buenos tíos y así se lo dijo al amo al preguntarle éste su opinión al respecto, puesto que el conde si de alguien se fiaba en cuanto a conocer o presentir las bondad y aptitudes de otro ser, era de Guzmán y su acertado criterio y perspicacia.
Los dos chicos estaban muy afectados no sólo por el miedo que pasaran y la lesión infringida a sus anos, sino mucho más por la vergüenza al considerar que con ello perdieran la hombría y las gentes los señalarían con el dedo como si al desvirgarlos les hubiesen grabado a fuego en la frente que ya sólo eran un par de putas despreciables.
Y de nada serviría lo que les dijesen en esos momentos, ya que era normal que necesitasen un tiempo para asimilar y admitir que un culo roto no mermaba en nada su virilidad, ni siquiera por el hecho de que se hubiesen corrido al follarlos, lanzando alaridos de dolor y llorando su desgracia, pero soltando leche en cantidad por sus pitos tiesos y excitados como el de un potro antes de montar a la yegua.


Quizás, en contra de su deseo, gozasen como nunca lo experimentaran antes cascándose pajas, y eso aumentaba su rabia y la sensación de suciedad que les atenazaba el alma y el cuerpo.
Pero tanto el conde como el mancebo sabían que el mejor remedio para ellos era darles afecto y hacer que se sintiesen como uno más entre el grupo de jóvenes valientes que los acompañaban ahora, de cuya hombría no cabía duda alguna a pesar de que unos pusiesen el culo y otros les metiesen la polla por el ojete.
Y pronto se darían cuenta que nada es irremediable, excepto la muerte, y que un hombre puede disfrutar su sexualidad de muchas más formas que las oficialmente establecidas según los usos sociales influenciados por la religión imperante.

Como decía siempre el conde, démosle tiempo al tiempo y las cosas volverán a su cauce natural, que es por donde han de discurrir.
Y en una de las paradas para vaciar las vejigas, Ramiro se acercó a Guzmán y echándole un brazo por el hombro le dijo: “No puede dejar de desearte cada vez que te miro... Y puedo jurarte que nunca sentí nada parecido por nadie y sé que esto es sincero y haces que mi corazón se acelere y mi sangre me exija vaciar los cojones que tu olor y tu presencia me cargan hasta no poder soportar el dolor... Puedo tener esperanzas de que llegues a quererme y desearme como yo a ti?”
 Guzmán no quiso ser brusco con ese mozo, que además tenía que admitir que le agradaba mucho su compañía, y le respondió: “Ramiro. Eres un chico muy guapo. Tanto que cuesta rechazar tus atenciones y tu deseo. Pero mi amor y mi voluntad sólo pertenecen a mi amo y sólo él me posee realmente aun cuando no me esté follando... Eso no significa que no te quiera y que no pudiese gozar contigo si el amo quisiese aparearnos. Mas sería algo parecido a lo que siento por Sergo y por Iñigo y nunca llegaría a ser ese amor que me pides... Y hay otra cuestión que debes considerar. No creo que el amo consienta en que me roces con intenciones sexuales si no formas parte de su corte de esclavos y te entregas a él como una puta más de su harén, lo mismo que sucedió con Sergo... Que por cierto, no lo veas como un competidor, pues ya te digo que el único que absorbe mis pensamientos y deseos es mi amo. Con el resto sólo es cariño y sobre todo amistad, aún atrayéndome muchos sus cuerpos. Y no niego que el de Sergo o el tuyo son sexualmente muy elocuentes y hasta apetecibles para mí”.

Y así como iban charlando los dos mozos, se unía a ellos el otro rapaz, aludido en la conversación, pues si algo le ponía nervioso a Sergo era ver a Ramiro demasiado cerca del mancebo y mucho más si se atrevía a ponerle un brazo sobre el hombro como ahora.
Si algo había sagrado para el joven vikingo era la persona de su amado compañero, que por estar junto a él renunciara a su libertad y disponer a su libre albedrío para hacer de su capa un sayo.
Era esclavo del conde tan sólo por amor a otro muchacho que también lo era, aunque sabía que amaba a ese amo más que la vida.
Pero a él le bastaba con estar a su lado y poder gozar algunos momentos con ese adorable chaval que le quitaba el sueño y le daba la fuerza necesaria para admitir su nueva situación de esclavitud.
Pero ninguno de los tres se percató que otro se les acercaba por detrás y antes que pudiesen advertir su presencia, el mancebo sintió como unos dedos rudos le agarraban el pulpejo de una oreja, lo mismo que notó Sergo en la contraria a la de su compañero.

El conde les apretó con fuerza a ambos mozos esos lóbulos y les regañó por perder tiempo y retrasar la marcha, aunque más se debía a un pretexto para controlar lo que hablaban y que estaban tramando los tres rapaces.

Nuño se daba cuenta de la competición de machos en celo que se había entablado entre Sergo y Ramiro a causa de Guzmán.
Y si por un lado le hacía gracia y le divertía verlos tan gallitos, por otro también le hacía sentirse como el garañón que ha de mantener su estatus y su dominio en la manada y poner en su sitio cada dos por tres a los otros machos más jóvenes.
El mancebo parecía la yegua más apreciada para ser cubierta y preñada, pero ese papel de ser la puta de los otros solamente lo determinaba el amo y decidía cuando y por quien iba a ser montados todos ellos o subirse a lomos de otro para llenarle la barriga de leche.
Porque últimamente el mancebo también jodía lo suyo a Sergo y éste no sólo lo montaba a él sino que también a Iñigo.
Pero al unirse a la peña el bello y viril Ramiro, la cosa se ponía tan interesante como complicada.
Y al conde, para que negarlo, le apetecía un huevo darle por el culo a ese mozo tan altivo como hermoso.
Así que el único camino para llegar a sobar las carnes de Guzmán estaba claro que era a través de la cama del amo, poniendo el culo como la mejor ramera del lupanar.
Pero para eso todavía quedaba tiempo y Nuño no quería precipitar nada y menos meterle un polvo de antología a Ramiro, dejándole el culo como una flor silvestre hollada por las pezuñas de un caballo de guerra.


Eso vendría en su momento y caería por su propio peso como fruta madura.
Y si algo sabía Nuño era esperar a que todo entrase en sazón y resultase un bocado exquisito para su paladar.
A veces se le hacía la boca agua pensando como le iba a retirar con la punta del glande los pelos que rodeaban el ojete del chico para ir viendo como le entraba la polla despacio, sin prisa, pero sin retrasar la penetración ni dejar un milímetro fuera de ese agujero que adivinaba tan sugestivo y rico como el de sus esclavos.

Ese chico era tan masculino, que follarlo con dureza tenía que ser tan excitante como recordaba cuando jodió al bravo capitán italiano, el noble y apuesto Lotario, tan macho y hombrón que le removió las carnes forzarlo hasta domarlo y obligarle a poner el culo y gozarlo después como a una puta entregada al vicio que le da su chulo cuando la folla.
Para el conde no había nada más satisfactorio que domar a un tío en toda regla y convertirlo en su juguete para disfrutar el placer de usarlo como le pareciese.

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