Y encadenado por el cuello al arzón de la montura del conde corría como un perro el joven Yuba.
Pero su carrera era a trompicones y se veía claramente que el esclavo sufría lastimosamente el trote que le imponía el amo a Brisa.
Ya habían recorrido varias leguas y los pies mal calzados del chico padecían no sólo el cansancio, sino los molestos dolores que la ardiente arena les infringía.
El mancebo sentía pena por el chaval y de buena gana lo subiría a su caballo para aliviarle el rigor de tal caminata, pero sabía que su amo estaba en plena doma de ese esclavo y no cabía alterar o atemperar sus métodos para someterlo y anular el poco resquicio de voluntad que aún quedase en el ánimo del muchacho.
El conde no dejaba algo a medias y si se había propuesto hacer de Yuba un buen esclavo sexual y una de sus putas más entregada para complacerle en lo que él quisiera, su adiestramiento tenía que ser arduo y duro y no permitiría que el esclavo creyese que su amo se enternecería al verlo padecer, ni sus lamentos le ablandasen el alma y cediese ante cualquier súplica implorándole que le hiciese más sufrible el paso de hombre libre con voluntad propia a vil y mísero siervo, cuyo único fin es ser el objeto para el gozo de su dueño.
Durante la noche anterior lo había follado varias veces, sin lubricarle el ano para que no sintiese ningún gusto y llegase a entregarse a su señor por el mero hecho de complacerlo aun a costa de un dolor y quemazón insufribles en el esfínter.
Y no sólo le dio por el culo a mazo, pues le dejó también la boca irritada y los labios hinchados de tanto mamar, sin que bastase que le comiese la polla al amo, sino que lamió el culo del mancebo antes y después de cada metida de verga que le suministraba el conde a su amado.
Nuño sabía que si ese joven se plegaba a todos sus deseos sin límite ni miedo al sufrimiento, sería un ejemplar aprovechable y merecedor de ser tenido en cuenta como uno de sus caprichos más especiales, pues era muy hermoso y su cuerpo daba gusto verlo y acariciarlo.
Pero hasta llegar a ese punto, a Yuba le quedaba mucho camino que andar atado al caballo de su señor y con las nalgas encarnadas por los azotes y el ano escocido y tan dilatado que le impedía cerrarse de patas para ir más ligero.
Su rostro reflejaba el agotamiento y se notaba que su boca y su lengua estaban resecas por el calor de sol y el miedo que le dominaba y agarrotaba los músculos al mirarlo el amo con gesto serio, el ceño fruncido y ojos de fuego.
Y a Guzmán se le partía el alma viendo a ese chico que era tratado por su amante peor que un perro rabioso.
Y se prometió a sí mismo hablar con Nuño en cuanto detuviese la marcha para descansar y abrevar los caballos y a los hombres.
Y en dirección contraria, hacia el norte para llegar al estrecho, iban Ramiro e Iñigo con sus respectivas comitivas, pues harían el camino juntos hasta la corte del rey de Castilla.
Ramiro estaba feliz teniendo a su lado a su amado Ariel, al que adoraba más a cada minuto que pasaban juntos, y no perdía ocasión de demostrarle su amor besándolo o agarrándolo por detrás para clavarle el cipote en el culo y hacerlo volar despegándolo del suelo entre sus brazos.
Ariel estaba en la gloria con ese amante incansable que no paraba de llenarlo de satisfacción, serenándole el espíritu y llenándole de leche el vientre.
Nunca ese chaval pudo imaginar que en la vida le esperaba una dicha tan grande, ni que iba a pertenecer a un amo tan guapo y gentil y con tal capacidad para el sexo.
Sin embargo, a Iñigo no le iban las cosas como el hubiera querido con su macho.
Ese esclavo, altivo y lleno de orgullo, además de sentirse muy hombre para desear amar a otro de su género y gozar follándolo, se revelaba a su dominio y resistía a obedecerlo, ya fuese en privado como ante otros siervos o soldados.
Iñigo estaba en dudas si mostrarle comprensión y tener paciencia para ganárselo poco a poco y llevarlo a su terreno, o seguir dejando claro que él era el amo y por tanto dueño de la vida y el destino del esclavo.
Y ese camino era el que el joven conde Albar había elegido para domar a ese bravo garañón que le regalara el conde de Alguízar.
También lo llevaba sujeto a la silla de su corcel, caminando descalzo y con grilletes en las muñecas y los tobillos, que le impedían ir tan rápido como su amo le exigía a su caballo.
Y eso le hacía tropezar y caerse al suelo.
Y el amo no detenía su montura y lo arrastraba unos metros hasta que no veía en su rostro una mínima señal de súplica.
Entonces paraba el caballo y tiraba de la cadena para obligar al esclavo a levantarse y volver a emprender la pesada marcha arrastrando sus cadenas.
La espalda de Falé estaba señalada por el látigo y le ardían las heridas, tan resecas como la piel por el efecto del sol sobre su espalda desnuda.
El amo le estaba haciendo pagar su tozudez al no haberse doblegado la noche anterior y darle de buena gana el placer que él le exigía.
Iñigo ordenara que atasen de pies y manos al esclavo, crucificado en aspa y tendido sobre el lecho boca arriba, y, después de masturbarlo y mamarle la polla hasta dejársela empinada y gorda como una columna romana sin fuste ni capitel, el bello efebo de piel dorada y culo prieto y respingón, tan jugoso y apetecible como una manzana recién arrancada del frutal, se puso a horcajadas sobre el vientre del esclavo y agarrándole el pene con la mano derecha se lo restregó por la raja del culo, apretándolo más contra el ano, hasta que notó como la sangre se agolpaba en el glande de esa verga enorme que iba a meterse por el culo el solito y sin que mediase la voluntad del animal sobre el que estaba sentándose.
Lo usó como si sólo fuese carne que latía para su placer; y al sentir que aquel potente miembro le entraba por el recto, apretó las nalgas, calcando bien cobre el pubis de Falé, y comenzó a subir y bajar deslizándose por la verga del esclavo y mirándole a los ojos con tal vicio y perversión que advirtió un punto de miedo en la mirada del semental.
Lo ordeñó como la hambrienta boca de una ternera acabada de parir exprime la teta de la vaca chupando con ansia para dejar la ubre seca.
Iñigo notó como unos abundantes chorros de semen recorrían sus tripas y su polla estalló con un orgasmo bestial que salpicó y pringó la cara de Falé.
El esclavo mostró repugnancia y el amo lo abofeteó.
Luego se inclinó sobre él y le besó el rostro y lamió su propia leche para dársela en la boca con su lengua.
Y Falé escupió en los labios de Iñigo y éste lo besó otra vez devolviéndole su saliva mezclada con la suya.
Después le atizó otras rotundas bofetadas en la cara y lo dejó amarrado toda la noche para usarlo de nuevo antes del amanecer.
Por las buenas o por las males, Falé le serviría a Iñigo como a él le diese la gana y cuantas veces le apeteciese al joven conde.
Mas cuando el cansancio y la tensión rindieron al esclavo dejándolo dormido, el amo, con mucho cuidado, se inclinó sobre él y fue besando todo su cuerpo con un suave roce de sus labios.
Lamió con la punta de la lengua los latigazos que se asomaban por sus bíceps y muslos y dedicó un trato especial al flácido cipote que le llenara de leche las entrañas.
Y en la oscuridad, el esclavo abrió un ojo y lo cerró de inmediato para hacer creer al amo que estaba profundamente dormido y no se enteraba de lo que le estaba haciendo con tanto mimo y delicadeza.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no empalmarse otra vez al sentir las caricias del aliento de Iñigo en su verga, pero logró dominarse y no dejar que su virilidad le traicionase de nuevo y tomase una iniciativa contraria a su voluntad.
Cómo iba a confesarse a sí mismo que sintiera un tremendo placer al moverse su amo de arriba para abajo teniendo su polla dentro del culo.
Antes de caer prisionero lo había hecho con alguna mujer, no demasiadas, pero, aunque no le gustase nada admitirlo y se obstinase en decirse sin palabras que él era un hombre muy macho al que no le podía gustar joder a otro joven, por muy bello que fuese, lo cierto era que Falé disfrutara sin quererlo al ser utilizado por Iñigo como un puto consolador de carne dura y sangre caliente.
Y no pudo evitar el orgasmo brutal con que colmó la barriga del otro joven, que irremediablemente era su señor, preñándolo con más fuerza y mucho más esperma que cuando follara con aquellas mujeres.
Lo quisiera o no, Iñigo le había proporcionado un placer mayor que las las hembras que ya catara en Fez.
Y si no fuese por el falso y equivocado prurito de no ceder ni rendirse ante ese prepotente muchacho que lo tenía preso y amarrado como un perro peligroso, hasta sería probable que se replantease su terca aptitud y ganase más en el cambio, pues seguramente su amo lo tratase mejor e incluso pudiera ser que llegasen a entenderse sin necesidad de látigo ni otros castigos peores.
Pero quizás el mejor consejero sea el tiempo y la necesidad de supervivencia para no quedar en mitad del camino sin ver más allá de lo que por el momento le obcecaba la mente al hermoso y varonil muchacho berberisco.