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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 13 de marzo de 2013

Capítulo XLV


 Sólo se oían sollozos en cuanto los senegaleses sacaron sus vergas amenazando hasta el aire con sus latidos y el brillo de sus glandes enaceitados.
Los dos muchachos ya habían sido desvirgados por el conde, que se la clavó hasta el fondo sin molestarse siquiera en lubricarles al ano y les dio por culo durante un rato a cada uno sin dejar que sus cojones se vaciasen dentro de ninguno.
Quiso catarlos primero y romperles el culo antes de entregarlos a las tremendas trancas de los imesebelen, pero ahora les tocaba soportar la dura prueba de esos cuatro búfalos musculosos penetrándolos salvajemente sin descanso y hasta vaciar sus cojones dentro de las entrañas de los dos chavales.

El par de receptores de las brutales folladas sudaban y temblaban como varas verdes, pero el resto de los apresados estaban con los ojos abiertos y espantados y en esa cueva solamente se escuchaba el sonido del miedo castañeteando diente contra diente.

Suponían que igual suerte correrían ellos tarde o temprano y el sudor les empapaba el culo inundándoles el agujero como si se tratase del sumidero de un patio para dejar marcharse el agua salpicada por una fuente o caída del cielo en ocasiones en forma de lluvia.
Y entró a saco en el culo de uno de los chicos uno de los guerreros y otro se animó a metérsela al otro, mientras que los dos restantes les hacían tragar sus rabos por la boca para que no gimiesen tanto ni se quejasen cuando a penas habían comenzado todavía a joderles el culo como a dos zorras tragonas.


Con las bocas llenas de carne gruesa y negra casi ni respiraban y sus quejidos y gritos quedaban sofocados por las embestidas que recibían por delante y por detrás, hasta que los fueron llenado con distintas andanadas de leche por la garganta y en las tripas.
Y colmados de semen hasta por los ojos, el conde mandó traer cuatro mastines leoneses y, con ayuda de un mamporrero experto en el cruce de estos animales, las bestias se calzaron y preñaron los culos ya encharcados de ambos jóvenes.
El castigo terminó con veinticinco varazos en las nalgas a cada uno de ellos, generosamente suministrados con tres mimbres unidos formando un haz.

Después Nuño mandó encerrar en un jaula a los dos reos ya escarmentados y ordenó que otros dos pasasen a ocupar su puesto en la palestra punitiva.
Y poco más tarde se repitió el mismo ritual que con los anteriores y así hasta darle su merecido a unos ocho muchachos que no tenía más relación con el puto alcaide que haberle servido como criados y posiblemente irle con algún cuento oído a hurtadillas tras algún cortinaje.
Y por eso ahora tenían el ojo del culo ensangrentado y las cachas marcadas con cardenales sanguinolentos también.

Y en unos días, todos ellos serían llevados a galeras, atados unos a otros por el cuello como una reata de mulas y escoltados por la guardia del rey, para continuar viviendo una temporada sujetos al duro banco del remo y tener una vida de perro no deseable ni por el más desgraciado de los esclavos.



El conde volvió al aposento donde yacía Ramiro y el mancebo lo detuvo en la misma puerta para decirle que, tal como le había ordenado, ya enviara un mensaje al rey poniéndole al corriente del suceso y el soberano, con su sentida respuesta de preocupación y repulsa por tal hecho, les enviara a dos afamados médicos árabes de la ciudad, que los distinguía con su amistad y su total confianza, y estaban atendiendo a Ramiro con todos los recursos de sus conocimientos curativos y su buen hacer.

Los dos galenos se asombraron del trabajo tan perfecto que realizaran los eunucos para extraer la flecha y procurar los primeros cuidados al herido, pero el conde le puntualizó a su esclavo que no se menospreciase en esa labor, pues estaba claro que él había intervenido con muy buen tino para ayudar a los castrados.
Pero a Guzmán no le gustaba atribuirse mérito alguno, mas si podía con ello restar el de otros tan estimados por él como sus eunucos.

Nuño se acercó al paciente y a los dos sanadores y éstos le dieron esperanzas al conde respecto a la recuperación del chico, que todavía no abriera los ojos desde que cayera sobre el cuello de su caballo con la saeta clavada en su espalda.
Y, aún así, Nuño estaba inquieto y no tenía sosiego ni conseguía que nada tranquilizase su ánimo.
 Quizás le habría cogido a ese muchacho tanto apego en el poco tiempo que llevaba siendo su esclavo, o sencillamente su cuerpo y sus virtudes de macho, unidas a un culo precioso que le encantaba follar, le tiraban con fuerza irrefrenable hacia el chico?

Nuño no estaba para plantearse esos dilemas y lo que hizo fue llevarse a otro aposento al mancebo; y, a solas los dos, se besaron y lamieron sus cuerpos como ciervos curándose las llagas tras una pelea por la hembra en celo.
Y el conde, después de mamarse las pollas mutuamente, puso a Guzmán doblado sobre una mesa tosca y sin adornos y le dio por el culo con una furiosa necesidad de sentirse vivo y notar la joven y ardorosa vida de su esclavo en su propia carne.
Guzmán dejó su leche en la mesa y Nuño la limpió con sus dedos y los chupó hasta no dejar ni una sola gota de semen en ellos.

Su simiente la llevaba el esclavo en el vientre y los ojos del chaval relucían de gozo sin olvidar el disgusto que sentía por estar postrado su compañero y sin señales de recuperación aparentes.
Pero su amo le daba demasiado placer al follarlo y Guzmán no podía reprimir esa satisfacción que sentía después de cada polvo que le metía su dueño.
Le dejaba el culo dolorido y abierto, pero contento y dichoso de haber sido el objeto del gozo de su señor.


Azgael, el docto médico de mayor edad y experiencia, recomendó al conde que el chico tuviese mucho reposo y buenos alimentos en cuanto despertase de ese sueño que lo tenía preso.
Sólo necesitaba descanso y afecto para darle impulso a su voluntad y querer seguir en este mundo gozando de los muchos placeres que sin duda todavía le esperaban a un joven tan apuesto como él.
Pero tenía que abrir los ojos cuanto antes y mostrar interés por vivir y recuperar esas fuerzas que le faltaban ahora y esa pasividad que lo tenía postrado como un vegetal sin alma.

Los dos eminentes árabes aseguraban que la flecha no le había tocado órganos vitales que impidiesen su curación, ni tampoco la pérdida de sangre fuera tan grande como para que su consciencia estuviese tan ausente todavía.
De todos modos no quedaba más remedio que esperar y confiar en la naturaleza sana y fuerte del chico.

Eso era todo lo que le conde podía hacer por Ramiro en ese momento, pero él tenía el propósito de ofrecer en sacrificio a los dioses de la venganza los putos cabrones que mantenía encarcelados en las mazmorras del castillo.

Y sobre todo al principal cabecilla que estaba enjaulado como un pájaro de mal agüero, aunque la desgracia iba a caer sobre su propia cabeza de la justiciera mano del conde feroz.


Y Nuño volvió a descender al inframundo de aquella fortaleza para seguir el ritual de castigos y revanchas contra los que quisieron atentar contra el mancebo.

Acrecentada su culpa por la herida sufrida por Ramiro, que de no salir del trance, el terror de la tortura que padecerían los implicados en el sucio negocio del alcaide sería para hacer temblar al mundo mientras durase en la memoria de los hombres la magnitud y ejemplaridad de los tormentos que el conde les aplicaría.

Y esta vez iba rodeado por los seis imesebelen que como chacales hambrientos esperaban el festín de la carne fresca de aquellas víctimas que tenían contados los minutos que durarían sus vidas.

Los africanos llevaban en sus manos las cimitarras desenvainadas en señal de matanza sin cuartel ni tomarse un tiempo para recuperar el resuello.

Y el castillo entero ya hedía a sangre hasta en sus cimientos.

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