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Autor: Maestro Andreas

sábado, 9 de marzo de 2013

Capítulo XLIV


Rápidamente Nuño, ayudado por los otros muchachos, sujetaron al caído al arzón de la silla y dos de los guerreros africanos salieron al galope como exhalaciones en dirección contraria de la que había venido la flecha, pero sus intentos de capturar al malhechor resultaron infructuosos.
Y, sin más pérdida de tiempo, todos salvaron la distancia hasta las puertas del castillo como si en lugar de mover las patas, los caballos volasen con las alas de Pegaso.

Cruzaron la entrada en silencio y con el corazón compungido por la desgraciada tragedia que traían de regreso a la fortaleza; y, como oliendo el dolor del conde y los otros chicos, los dos eunucos y la pareja de napolitanos salieron al patio de armas sobresaltados y con la mueca de la pena en sus bocas y una nube de llanto en los ojos.

El conde brincó al suelo como movido por un resorte y ordenó que llevasen a su cámara al malherido muchacho, observando el mayor cuidado en no tocar ni mover la saeta clavada en su preciosa carne, con el fin de no empeorar la llaga ni profundizar más la herida.



Dos imesebelen portaron adentro el cuerpo inánime del rapaz y Hassan y Abdul, tras decir con alivio que el chico todavía tenía un hilo de vida en su corazón, se aprestaron de inmediato a atenderlo y procurarle remedio si todavía era posible evitar que la vida abandonase del todo al hermoso mozo cuyo semblante ya carecía de color.

Nuño se sentó a la cabecera de la cama sobre la que depositaron con el máximo cuidado el cuerpo del chico y con los ojos húmedos maldijo el momento en que bajó la guardia y descuidó el cuidado de sus esclavos, como si la culpa fuese sólo suya y no de la fatalidad y el supuesto y criminal empecinamiento de un ambicioso infante.

El conde estaba desolado al igual que el resto de sus muchachos, que les costaba trabajo poder creer lo que había pasado tan sólo unos momentos antes y les parecía imposible ver a su compañero tendido sobre un lecho sin el menor movimiento ni señal de vida en su cuerpo.

Sergo retorcía las manos y se mordía el labio inferior para dominar la rabia que le salía por todos sus poros, mientras que Iñigo sollozaba meneando la cabeza como negándose a admitir la realidad que se mostraba con tal dureza ante sus ojos azules como el cielo más puro e intenso que pudiera verse sobre la tierra.
Rui callaba y se arrebujó en un rincón sin querer ver al muchacho abatido como un corzo, al que ya los eunucos le habían extraído la flecha con la incansable ayuda de Guzmán.

Porque quien pagó por tener un cabello parecido al del mancebo fue Ramiro. Y el emboscado asesino, al ver el pelo negro del chaval, no esperó a estar más seguro de que ese era al que debiera dar muerte y no errar al elegir el destinatario de su mortífera saeta.

El mancebo ni podía pestañear y sus ojos profundos estaban secos de ira al ver como otro sufriera la fatídica suerte que unos cabrones decidieran para él. Cómo podía ser tan injusto el destino y segar otra vida que no tenía más culpa que haber nacido con el cabello oscuro como la noche alumbrada de luna llena.
Eso no lo entendía, o mejor dicho no quería admitirlo ni estaba dispuesto a aceptarlo.
El y no Ramiro debía estar tendido sin vida sobre esa cama en la que tan sólo unas horas antes habían gozado el sexo con el amo.
Guzmán miró el abatimiento de Nuño y alargó su mano hacía la del amo para mostrarle su pena contenida, pero no menos grande que la de cualquiera de los otros muchachos.
Nuño cogió la mano de su esclavo y también la de Ramiro y las besó como indicando a todos sus esclavos, que si la vida de su amado era el bien más preciado que tenía en el mundo, también lo era la de cualquiera de ellos y su corazón se partía por el daño que otros pudieran causarles.
Y Guzmán rompió a llorar al notar en su mano el calor de la sangre encendida de su amo y éste le dijo: “No te culpes de esto ni creas que hubieras podido evitarlo. El viento se tomó la libertad de dejar en evidencia a Ramiro al mostrar su pelo a unos ojos aviesos que taimadamente buscaban tu vida. Pero el azar quiso que no fueses tú el blanco de esa maldita flecha sino Ramiro al confundirlo contigo a causa del color de sus cabellos. Esto demuestra que quien busca poner fin a tus días en este mundo sabe bien como es tu fisonomía y le hizo una descripción detallada al puto sicario que envió para matarte. El problema es que no contó con que entre mis esclavos hubiese ahora dos mozos de pelo negro, tan bellos que envidia daríais al mismo Adonis si se comparase con cualquiera de vosotros dos. Guzmán, juro que no descansaré hasta encontrar a ese asesino; y no me refiero solamente al que hizo el disparo sino al que le pagó para que lo hiciera”.

A Nuño se le hizo irrespirable la atmósfera de aquel aposento y no soportaba por más tiempo la presión de la escena, ni la sensación de impotencia que le producía ver al vital Ramiro apagado y sin rubor en las mejillas.
Y abandonó solo la habitación para dirigirse a los tenebrosos sótanos del castillo.
Había llegado la hora de comenzar a escarmentar a los presuntos culpables al menos del primer intento de segar la vida del mancebo.
Y con qué ganas emprendía el conde esa misión encomendada por el rey.
En esos momentos de tensión y temor por la vida de uno de sus muchachos, no había nada mejor para el abatido ánimo del conde que desatar sobre aquello miserables su ira y todo el odio que emponzoñaban sus vísceras.

E hizo que cuatro imesebelen lo acompañasen y le asistiesen para dar escarmiento a esos felones que sirvieran al mil veces maldecido alcaide de San Servando.
Y, de pronto, le vino a la mente la intención del abuelo de Ramiro de dejar a ese buen mozo en manos de tan vil y rastrera alimaña.
Qué diría el buen marqués de Olmo si supiese lo sucedido a su nieto por causa de ese individuo?
 Y con qué acierto planeara el conde quedarse con ese chico y no entregarlo a otras manos que no supiesen apreciar su valía y el tesoro que escondía dentro de su alma el precioso macho que agonizaba atravesado por una flecha sobre el mismo lecho donde todavía olía al semen vertido por ese muchacho al darle por el culo el amo la noche anterior.
Aunque ya no era momento de más lamentos y sí la hora terrible de comenzar las represalias por intentar acortar la vida de un infante que parecía resultar muy molesto para algunos.
Y Nuño se planteó por donde empezar a descargar su rabia y su dolor.
Y decidió hacerlo por los supuestamente menos implicados en el asunto.
Entró con los cuatro imesebelen en la cámara donde se encontraban encadenados los mozos, que hasta ahora se cuidaran del servicio para proporcionar una cómoda estancia en el castillo al alcaide, y, entre ellos, eligió a los cuatro jóvenes más asustados y ordenó que los desnudasen del todo.


Los miró por todas partes y observó que al menos dos de ellos eran aceptables para ser apetecidos por un macho y sus culos prometían placeres todavía ignorados por esas miserables criaturas.
Sería mejor decir supuestamente, ya que aún estaba por comprobar si todavía eran vírgenes por el ano.
Pero, tras los tientos apropiados al caso, resultó positiva la prueba de virginidad y aquellos esfínteres aún no habían sido traspasados por nada en sentido en inverso.
Y eso era un noticia que al conde le ponía la polla tiesa y dura como un roble bien desarrollado y erguido como el alminar de una mezquita.
Y la vista de esos glúteos turgentes y hasta respingones, también enervó considerablemente la verga de los guerreros africanos, que mostraban enormes paquetes bajo los flojos bombachos que vestían de cintura para abajo.

Y la fiesta orgiástica iba a desatarse en breves momentos a la luz de la expresión que mantenía el conde en su rostro y el vicio reflejado en las bocas de los imesebelen, que hasta parecían babear de lascivia.

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