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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 6 de marzo de 2013

Capítulo XLIII


Los caballos corrían desenfrenados procurando sus jinetes llevarlos por calles menos transitadas y atajando lo más posible el camino hasta la ermita del Cristo de la Vega, que era donde realmente los aguardaba el rey, aunque en principio el mensajero le dijese al conde que debía acudir al palacio de Galiana.
Antes de partir de San Servando, cuando ya estaba montado sobre Brisa, se acercó a Nuño el mensajero y muy por lo bajo le informó de ese otro punto de encuentro elegido por Don Alfonso.

Parecía gratuito ese cambio de idea o mero capricho del monarca, sin embargo, el soberano calculaba todos los aspectos del problema que suponía la seguridad de la vida de Guzmán y no estaba dispuesto a correr ningún otro riesgo en este sentido.
Y para evitar oídos no del todo fiables, Don Alfonso cambió más en secreto todavía el lugar del encuentro con el conde y sus chicos.
Y si eligió esta iglesia y no otro lugar, quizás se debiera al significado que dicho templo tuviera en el pasado para los intereses de la monarquía.
Lo que ahora era esa ermita, antes fuera la basílica visigoda de Santa Leocadia, donde se enterró el cuerpo de esa santa, que con esas formas arquitectónicas de épocas visigóticas, añadiéndole posteriormente un bello ábside mudéjar, resultaba agradable al rey y adecuado a tales efectos pues allí, entre los años 397 al 702, se celebraron los dieciocho famosos Concilios de Toledo que consistieron en una forma inestimable de apoyo a tales reyes y a su política.

El soberano ya estaba sentado en un tosco banco de madera, como si fuese un penitente cualquiera que fuese a orar ante el crucifijo venerado en esa ermita, y el conde se acercó a su señor y éste le indicó que se sentase a su lado.
Miró hacia atrás el rey y fijándose en todos los chicos, ya que los imesebelen quedaran a las puertas del templo, le dijo al conde si sólo traía esa escolta de jóvenes guerreros para proteger a su sobrino.
Nuño le informó de la presencia de los brutales senegaleses, apostados en al entrada de la iglesia, y Don Alfonso llamó a Guzmán y le mandó que también ocupase sitio a su lado en el mismo banco.

El tío miró al sobrino y le agarró con fuerza y cariño la mano y le dijo: “No permitiré que te hagan daño esos ambiciosos. Tú me importas más de lo que ellos puedan pensar y en serio te digo que no tendría mejor heredero para mis reinos que un príncipe tan avispado y culto como tú. Pero el destino no siempre juega con las cartas que nosotros quisiéramos tener para hacer nuestras mejores bazas. Debéis saber que mis espías me han informado que la voluntad de mi hermano Fadrique anda detrás de estos hechos infames, pero no es fácil probar su implicación en ellos. Por otro lado mi hermano Don Sancho no juega en ese bando y no se le puede endilgar culpa alguna en todo esto. Y eso no quita que el limosnero de la catedral tenga que ver en el atentado, pues el cargo no se lo procuró Sancho sino Fadrique; al igual que fuera el valedor para el nombramiento de Don Senén como alcaide de San Servando... Nuño, con este miserable traidor puedes hacer lo que quieras, lo mismo que con todos sus secuaces. E incluso te pediré que el castigo sea ejemplar... Pero no me lo cuentes, porque prefiero no conocer tus métodos ni recursos para soltar la lengua de un vil rastrero que sólo merece mi desprecio. Lo que sí deseo es que hablen y digan cuanto saben sobre este asunto. Supongo que ya has investigado cuantos hombres estaban confabulados con el alcaide. Pero seria bueno que incluso a los aparentemente inocentes les dieses un repaso y los presiones por si pueden ayudarte a esclarecer mejor este tema tan escabroso. No te pediré cuentas de lo que hagas con ninguno de ellos, así que procede como consideres más oportuno. Sus cuerpos y sus vidas quedan en tus manos, mi querido conde”.


La conversación siguió por otros derroteros relacionados con la misión que llevara al conde a Toledo y, por supuesto comentaron los adelantos en la traducción de los comentarios sobre el buen gobierno escritos por el gran califa de Córdoba.
Los asuntos que el conde trataba con el cabildo catedralicio iban por buen camino y sus miembros no ponían reparos a las pretensiones de Don Alfonso para que se gastaran un buen dinero en acrecentar y ayudar a sostener en parte la Escuela de Traductores, que tanto le importaba al rey.
Hasta estaban a punto de acordar ir más despacio en la terminación de la gran catedral gótica y derivar unas cantidades de ese peculio a los proyectos que ya estaban en marcha en la referido centro del saber.
Lógicamente el rey no debía rebajarse ante los canónigos ni siquiera ante su hermano Don Sancho chalaneando con temas tan prosaicos como el dinero, más si realmente se lo estaba mendigando, a pesar de los muchas prebendas y canonjías recibidas por el clero, tanto de los reyes anteriores como del mismo Don Alfonso.
Y por tal motivo enviara al conde para ello en lugar de asumir por su propia cuenta tales cuestiones crematísticas, que, además, le desagradaban un huevo al soberano y le ponían en un aprieto, pues si su hermano accedía de buen grado a darle dinero, el rey quedaba en deuda con él.
Y si por el contrario se lo negaba, Don Alfonso posiblemente le diese un tortazo en pleno morro por insolente y desagradecido, puesto que todos los privilegios y honores del infante los recibiera de su egregio hermano mayor. Pero si una cosa quedaba clara era que el conde podía hacer lo que le saliese de los putos cojones con todos los hombres que sirvieran al alcaide, tanto como criados o como soldados.
Desde someterlos a toda clase de vejaciones y abusos como aplicarles temibles y espantosas torturas.

Y Nuño sabía bien como hacer esas cosas. Así que la suerte que les esperaba a esos desgraciados no era precisamente envidiable; a no ser para los que solamente les tocase ser violados y usados como rameras, que conservarían su integridad física, lo cual no estaba nada mal dadas las circunstancias, aunque quedase mancillada su virilidad.


Y podría ser que a más de uno le gustase ser tratado con esa clase de violencia sexual y hasta que lo estuviese ansiando fervientemente.
Puesto que ya se sabe que no todos tienen el mismo concepto sobre la sexualidad que ha de corresponder a un determinado sexo, ni mucho menos las practicas sexuales que pongan más cachonda su naturaleza solamente viril o de hembra encerrada en un caparazón masculino, ya sea a partes iguales o exclusivamente.

Y de nuevo partió al galope el conde y sus muchachos en dirección al castillo de San Servando, dejando al rey en la ermita protegido por una docena de Monteros que ocultaban con amplias capas los emblemas reales que llevaban sobre los petos de hierro.

Y ya divisaban otra vez el puente de Alcantara, adoptando una marcha más adecuada para atravesarlo, cuando un zumbido, veloz y penetrante como el silbido de un zagal que cuida cabras en el monte, cortó el aire y la respiración de Sergo e Iñigo al ver una malhadada flecha clavada en la espalda del compañero que iba delante de ellos.


Al salir el grupo de jinetes de una calleja para tomar ya la entrada del puente, una ráfaga de viento destocó a uno de ellos, retirando hacia atrás su capucha, que le cayó sobre los hombros, y sus cabellos negros como el azabache brillaron a pleno sol, ondulándose con la fuerza y el ímpetu de la carrera del brioso caballo que montaba.

Y el joven cuerpo se inclinó inerte sobre el cuello de su montura, tambaleándose sobre la silla hasta quedar colgado de medio lado sujeto por los estribos.
Sin duda aquel joven estaba herido gravemente, si es que todavía vivía, y los dos esclavos lanzaron al mismo tiempo un desesperado grito de ayuda que obligó a parar en seco los caballos que precedían al de la víctima.

El conde no quería admitir lo que sus ojos veían y su voz se quebró y su alma se desgarró jurando por el mismo cielo la más atroz revancha por tal infortunio. y desmontó de un salto yendo como un loco hacia el caballo que se detenía sin gobierno del hábil jinete que lo montaba y que ahora caía por el costado derecho del corcel como un pelele de mero trapo y sin atisbos de vida.

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