Autor

Autor: Maestro Andreas

lunes, 11 de noviembre de 2013

Capítulo C

Volvió la cotidianidad a la vida del conde y los suyos y todo transcurría como de costumbre en el castillo y también en la torre del bosque negro.
Pero en lugar de un amado que esperase al amante, había dos, pues con el mancebo estaba alojado Ubay en esa torre.


Los dos pasaban el tiempo juntos mientras sus amantes no volvían a ese hogar que era el verdadero para los chicos y los viriles machos que los montaban; aunque en el castillo estuviesen las esposas de ambos y los hijos del conde, ya que Sergo y Blanca ocupaban unos aposentos que Nuño y Sol mandaron preparar para ellos, puesto que ni ella ni el conde querían privarse de la compañía de Blanca y el valeroso Sergo.

Además, no habían pasado cuatro meses desde el enlace y la joven desposada ya mostraba síntomas de embarazo.
Y eso regocijó a todos los del castillo y también a los habitantes de la torre.
Y la alegría no se debía sólo a ese deseado acontecimiento, ya que la condesa también estaba en cinta de un tercer hijo.
Las atenciones de los maridos con sus mujeres daban sus frutos y ellas estaban felices por ser madres y traer al mundo nuevos vástagos de tan ilustres familias.
Y con ello se aseguraba la sucesión, que era la mayor preocupación para un hombre de noble estirpe y alto abolengo.

Y viendo que los asuntos domésticos iban por buen camino y todo seguía el curso deseada por el conde, éste quiso cenar en la torre con su amado mancebo y, además de contar con Sergo y Ubay, también invitó a esa cena a Iñigo, que vino desde sus tierras con Falé, y mandó una misiva a Ramiro para que viniese con Ariel a compartir con ellos el convite.


Y teniéndolos a todos reunidos, los miró uno a uno y les dijo: “Sois mis caballeros y aún os considero mis amados muchachos. Y a todos os quiero y sigo pensando que me pertenecéis de algún modo. Y por eso deseo compartir con vosotros algo que desde hace tiempo tengo la intención de hacer... Vamos a ir todos juntos hasta el fin de la tierra... A ese punto de la costa gallega que así denominaron los antiguos al considerar que tras el mar tenebroso no había más que un tremendo y oscuro abismo.


Dicen que quienes osen internarse en ese océano perecerán sin remedio, mas no pretendo hacerme a la mar con vosotros, sino llegar a ese límite del mundo y ver como el sol se hunde en las aguas y muere... Y con el amanecer renace y vivifica a todos los seres que saluden el nuevo día y vean como asciende a los cielos el astro que nos ilumina y nos da el calor necesario para poder vivir sobre la tierra... Quiero que nos sumerjamos con el sol y nazcamos otra vez cuando salga de nuevo. Y juntos hagamos esa peregrinación al Cabo de Finisterre, como desde tiempos inmemoriales lo hicieron también las gentes de los pueblos que poblaron estas tierras antes que nosotros... Saldremos sin grandes equipajes y con un reducido séquito de servidores. En realidad solamente nos acompañaran los eunucos y los imesebelen por si necesitamos refuerzos ante alguna contingencia desagradable. Y esa será la comitiva para llevar a cabo ese ritual que precisamos para renovarnos y adquirir la energía solar, que nos hará fuertes para continuar caminando por la vida y poder cumplir con los altos cometidos que sin dude nos esperan para mayor gloria de nuestro señor el rey y de aquellos que lleguen a sucederle en sus coronas. Partiremos al tercer amanecer a partir del que veremos al despertarnos por la mañana... Y ahora retiraos a vuestros aposentos y gozar el amor que os tenéis, tal y como yo disfrutaré de mi amado príncipe; y que aquí, ante vosotros, proclamó que es y será por siempre el amor de mi vida y la criatura por la que respiro y agradezco a cielo la gracia de haberme dado tal tesoro”.

Esa noche cada pareja se empapó del sudor y la saliva del hermoso joven que amaba; y no escatimaron semen para sellar una y mil veces la entrega entre ellos y la pasión que los consumía tan sólo con abrazarse y sentir la ardiente sangre que fluía bajo la piel del otro.
Se oyeron gemidos y jadeos y se escucharon susurros que traían paz y tranquilidad a unos muchachos que se entregaban al amor con la misma intensidad y decisión que a la más encarnizada lucha.


Todos ellos rozaron el paraíso con los dedos al notar el delirio de su compañero.
Y nada más amanecer el conde besó al mancebo y lo penetró por el culo como si hiciese meses que no cataba más carne ardiente que la propia.
Lo preñó dos veces sin sacarle la verga del ano y no dejó de besarle la boca para absorber también sus gemidos de gozo y la lujuria que se escapaba por sus labios.

Llegado el día de la partida, se aprestaron al viaje y salieron raudos como si tuviesen prisa por llegar al punto de encuentro con el sol y acompañar su caída en el mar.
Marcharon por calzadas y caminos, atravesando montes y valles hasta alcanzar su meta.

Ya estaban en Finisterre y quedaron extasiados al ver la grandeza de un océano que no tenía fin.
La luz del sol estaba en su punto más álgido y ninguno tenía palabras para describir ese magnífico espectáculo que tenía delante de sus ojos.
Y a sus pies, bajo imponentes farallones de roca golpeados por las fuertes olas de un mar medio embravecido, la inmensidad del Atlántico se abría hacia el horizonte infinito.


Aguardaron el ocaso y esperándolo repitieron besos, caricias; y follaron cuanto quisieron los unos al lado de los otros.
Y al declinar el sol se sentaron al borde del abismo sobre unas piedras milenarias quemadas por la sal y los vientos marinos y el fuego solar.

Y llegó la hora esperada y el sol adquirió la forma y aspecto de un disco de oro y comenzó a descender en el horizonte tornándose rojo como una bola incandescente rodeada de una aureola de luz cegadora.

Todos callaron imbuidos de un respeto religioso y permanecieron sin quitar la vista del astro que declinaba hundiéndose en el mar.
Y las aguas se volvieron rojas y luminosas también, vistiéndose con galas doradas para presenciar y acompañar al gran dios rey en esa ceremonia diaria del ocaso.
Y pronto todo se oscureció y al irse el sol apareció la luna, que quiso que la viesen llena de gloria y cubierta de plata, arrastrando su manto de luz sobre la superficie del agua.
E incitó a los amantes a volver a unirse y juntar su carne en el estrecho abrazo de interminables coitos.


Mas poco durmieron porque la luz naciente les dio en los párpados y les obligó a abrirlos, puesto que ya renacieran ellos también y un nuevo día y una vida entera de emociones, aventuras y placeres les aguardaba a esos esforzados y bellos caballeros, que amaban con el mismo ímpetu y furor como peleaban para defender sus vidas y el honor de sus blasones y del reino.

Y el mancebo le dijo a su amante: “Mi destino es el tuyo y nadie podrá decir jamás que hubo un mancebo que fue príncipe de dos mundos sino recuerdan que amó y vivió para servir al conde feroz, su único amante y su amo y señor”.

Y el conde feroz levantó al chico cogiéndolo en sus brazos y lo elevó al cielo como ofreciendo su mejor sacrificio al dios del sol.

Pero en realidad lo que le pedía al astro es que bendijese al muchacho y lo protegiese para no privarle de su preciada compañía mientras les quedase un soplo de vida a los dos.

Y vendrían otras hazañas y más peligros tendrían que arrostrar los guerreros a lo largo del tiempo. Y en la memoria de las gentes seguiría viva la leyenda del bosque negro y de un bravo conde llamado el feroz y aquel mancebo hermosísimo que lo amo; y amarlo fue su razón para existir.


miércoles, 6 de noviembre de 2013

Capítulo XCIX

Lágrimas le costó a Ubay asumir la noticia y mucho más la boda de Sergo.
No era lógica su angustia si se tenía en cuenta que su primer amante tenía cuatro esposas y veinte concubinas y varias esclavas a las que usaba cuando le apetecía acariciar y poseer el cuerpo de una mujer.


Eso era lo propio entre los nobles señores de la corte de Fez o de Marrakech , puesto que su posición y riquezas les permitían adquirir doncellas y mantener harenes bien nutridos de bellas mujeres.
Y ello no quitaba que luego gozasen con jóvenes efebos y deseasen usarlos para sus más refinados placeres.

Su antiguo amante se follaba a Ubay con frecuencia, pero era mucho mayor el número de veces que lo penetraba Sergo; y no solo eso, sino que lo gozaba hasta con verlo y besar al muchacho mientras éste le contaba cosas de su tierra, o el noble guerrero le relataba aventuras de sus tiempos más mozos, o siendo ya caballero al servicio del conde.

Y ni cortejar a Blanca, ni cumplir con ella como un obsequioso marido impidieron que Sergo bajase las dosis de polla y leche al chico.
Y eso se lo hacía ver Guzmán a Ubay, cuando lo veía cabizbajo y lloroso, y le repetía sin parar que el matrimonio del conde no le privaría de su amor ni de gozar cada noche en la cama de su señor.
Solamente debía esperar preparado y ansioso a su amoroso dueño cada noche o recibirlo a cualquier hora del día si venía a buscarlo para disfrutar de su cuerpo y amarlo como antes de estar casado.

Pero siempre es más fácil decir las cosas que acomodarse a situaciones que crees que limitan la felicidad que ahora disfrutas.
Y por eso a Ubay le costaba entender la vida sin estar con Sergo ni un solo minuto, porque lo adoraba y lo amaba y deseaba más que al otro amante que había tenido.
Para él, Sergo lo era todo y nada valía si no venía de la mano de ese hombre que había sabido enamorar perdidamente a este muchacho.
Y ahora estaba la esposa.
Y Blanca conocía la relación de Sergo con el rapaz y la aceptaba porque su marido también supo darle la atención y el amor que ella necesitaba, sin regatearle ni besos, ni caricias, ni momentos de gozo y de ilusión.

Sergo era el mejor amante para Ubay y el marido más cariñoso y galante conque la joven mujer pudo soñar.
A ella la amaba derramándose en deliciosas atenciones y acogiendo el cuerpo de la joven entre sus brazos para arroparla y poseerla con una delicadeza inimaginable en un rudo y fornido soldado.
Para Blanca, Sergo era el macho perfecto y no le importaba en absoluto compartirlo con ese bello joven que sabía hacer tan feliz a su marido.


En el castillo del conde volvía a reinar la calma después de tanto ajetreo que supuso la ceremonia de los esponsales de Sergo y Blanca.
Fue un día grandioso en la vida de todo ellos, pues los padrinos fueran el conde y la condesa y, además de Iñigo, que era el cabeza de la familia de la novia, como invitados de honor acudieron a la boda el noble Ramiro con su amado Ariel, que asistió vestido como un príncipe sin que le faltasen las más exquisitas ropas y alhajas.

Ubay también se vistió de gala y tan ricamente como la propia desposada y estuvo al lado de Sergo durante toda la ceremonia en calidad de paje, aunque todos los asistentes sabían de sobra que él también era otro contrayente en ese enlace.
Sergo se unía a los dos sin anteponer a ella antes que al otro, ni a su amado por delante de su esposa.

El único que faltó oficialmente al casorio fue Guzmán, que solamente pudo ver el casamiento desde una celosía al lado del coro del oratorio del castillo.
Desde allí vio a Sergo contraer el compromiso más importante de su vida con la bella hermana de Iñigo, puesto que suponía el paso decisivo para asegurar la sucesión de dos casa nobles.
La suya y la de su cuñado el hermoso conde de Albar.
El dulce y hermoso muchacho que tuvo el honor de ser el primero en compartir la esclavitud con el mancebo para servir al conde feroz.

Mas Iñigo no viniera solo al castillo para asistir a la boda de su hermana.
Al divisar desde las almenas las enseñas del joven conde, también pudieron distinguir que a su lado cabalgaba erguido y orgulloso un apuesto guerrero de piel morena y cuerpo fornido.
Se cubría con un yelmo con adornos dorados y plumas de faisán como cimera.
Y su pecho lo cubría un peto brillante como un amanecer de verano y recamado en plata para hacerlo más elegante y vistoso.
La visera levantada deja ver el rostro del joven soldado y el conde y su alférez mayor pudieron comprobar que ese altivo jinete no era otro que Falé.

Hacía caracolear un hermoso pura sangre enjaezado con borlas rojas y doradas y por su aspecto y seguridad junto al noble y joven conde, su señor, se diría que ya era por lo menos su lugar teniente además de su amante.
Y quien así pensaba no se equivocaba en absoluto, porque Falé terminó rindiéndose al atractivo de Iñigo y se enamoró del muchacho con tanta fuerza o más que el otro se prendó de él, una vez que logró dominarlo y hacerle pasar por el aro de su poder.
Y más que su esclavo ahora era su dueño por el amor y la pasión que los unía a los dos.

Falé guardaba a Iñigo como el más celoso vigilante al que encomendasen la custodia de la favorita de un sultán.
El bello mozo de cabellos rubios se convirtiera en la razón de vivir del viril soldado berberisco y ya no concebía un solo día sin besar sus labios y tener entre sus brazos el precioso cuerpo de su amado señor, ni mucho menos no entrar en su cuerpo clavándole la verga hasta el fondo del alma.


Y muchas de las mujeres del castillo vieron a ese macho con ojos lascivos y el deseo carnal a flor de piel.
Pero la polla y los cojones de ese mozo ya estaban acaparados por otro agujero que no dejaría que nadie le quitase ni una sola gota de la leche de ese bello ejemplar.
Iñigo lo amaba y le había colocado en la más alta posición dentro de su corte de caballeros, pero no por ello dejaba de ser suyo y nadie más tenía derecho a usarlo ni a disfrutarlo como él lo hacía.
E Iñigo también aprovechaba la misma ceremonia nupcial de su hermana para contraer su propia boda con su valiente y adorado Falé.

Y así eran tres los matrimonios, pues para Sergo era doble al desposar a Blanca y a Ubay; y además Iñigo se unía a Falé para el resto de su vida.
Y todos echaban de menos al mancebo que miraba todo aquello con los ojos llorosos por la emoción.

Y Ramiro, al decir los votos los contrayentes, miró a su amado y éste no pudo contener la emoción y le saltaron las lágrimas, pues comprendió que con esa mirada tan tierna, su amante lo desposaba también; y serían cuatro las bodas.

Sergo supo como tranquilizar la zozobra de Ubay.
Y tras la noche de bodas con Blanca, fue en busca del chico y lo desnudó él mismo para acostarlo en la cama.
Se acomodó a su lado y comenzó a besarlo y tocarlo por todas partes, mientras le decía: “Quiero que sepas como amé a Blanca la pasada noche... La desnudé, como acabo de hacerlo contigo y la cogí en brazos, como a ti, para llevarla al lecho. Me recliné de lado también y la besé largo rato y acaricié su cuerpo, igual que estoy acariciando el tuyo. Ella suspiraba, como tú suspiras ahora. Y fui bajando con mi boca por su cuello hasta llegar a sus senos y chupé sus pezones, agudos como punta de flecha, y aprecié con mis manso su tersura y redondez, como palpo tu pecho y juego con tus pezones tan tiesos y duros al sentir el contacto de mi lengua o mis dedos... Y seguí mi camino hacia el vientre de mi esposa, como sigo hasta el tuyo y lo beso y lamo para ponerte muy caliente antes de llegar a tu sexo. Y si a ella se lo lamí, para hacer más suave la penetración, y se aferró a las sábanas con las uñas, como haces tú también, a ti te lo mamo para saborear tu jugo y ponerme cachondo como un burro para que mi verga se ponga muy grande y tiesa y se te clave por el culo como a ella se le metió por el coño, aunque con más fuerza y de un solo golpe para que notes bien adentro la punta de mi capullo... Porque tú eres un hombre y al follarte debes aguantar envites más potentes y rotundos que una mujer al cubrirla con el fin de satisfacernos ambos y procurar dejarla encinta. Pero antes de sodomizarte con toda mi energía y ansia de poseerte, he de llenarme más de tu olor y ser dueño de todos tus sentidos para dejarte a mi merced y notar que gozas tanto o más que cuando llegue a entrar por tu ano y roce tus entrañas con mi polla para preñarte como la preñé a ella también”.


Y fue el mejor polvo que le habían metido a Ubay hasta el momento.
Tanto que el chaval se corrió dos veces seguidas antes de que Sergo acabase dentro de sus tripas.
Y no le importó al chico andar con las patas abiertas al día siguiente soportando las bromas de Guzmán y las risitas nerviosas y mordaces de los eunucos.
Era dichoso en grado superlativo y ya tenía claro que el matrimonio de Sergo y Blanca no mermaría en nada la pasión de su amante, ni la frecuencia para montarlo como a una perra siempre hambrienta del sexo de su macho.