Volvió la cotidianidad a la vida del conde y los suyos y todo transcurría como de
costumbre en el castillo y también en la torre del bosque negro.
Pero en lugar de un
amado que esperase al amante, había dos, pues con el mancebo estaba alojado Ubay en
esa torre.
Los dos pasaban el tiempo juntos mientras sus amantes no volvían a ese hogar
que era el verdadero para los chicos y los viriles machos que los montaban; aunque en el
castillo estuviesen las esposas de ambos y los hijos del conde, ya que Sergo y Blanca
ocupaban unos aposentos que Nuño y Sol mandaron preparar para ellos, puesto que ni
ella ni el conde querían privarse de la compañía de Blanca y el valeroso Sergo.
Además,
no habían pasado cuatro meses desde el enlace y la joven desposada ya mostraba
síntomas de embarazo.
Y eso regocijó a todos los del castillo y también a los habitantes
de la torre.
Y la alegría no se debía sólo a ese deseado acontecimiento, ya que la
condesa también estaba en cinta de un tercer hijo.
Las atenciones de los maridos con sus
mujeres daban sus frutos y ellas estaban felices por ser madres y traer al mundo nuevos
vástagos de tan ilustres familias.
Y con ello se aseguraba la sucesión, que era la mayor
preocupación para un hombre de noble estirpe y alto abolengo.
Y viendo que los asuntos domésticos iban por buen camino y todo seguía el curso
deseada por el conde, éste quiso cenar en la torre con su amado mancebo y, además de
contar con Sergo y Ubay, también invitó a esa cena a Iñigo, que vino desde sus tierras
con Falé, y mandó una misiva a Ramiro para que viniese con Ariel a compartir con ellos el
convite.
Y teniéndolos a todos reunidos, los miró uno a uno y les dijo: “Sois mis caballeros
y aún os considero mis amados muchachos. Y a todos os quiero y sigo pensando que me
pertenecéis de algún modo. Y por eso deseo compartir con vosotros algo que desde hace
tiempo tengo la intención de hacer... Vamos a ir todos juntos hasta el fin de la tierra...
A ese punto de la costa gallega que así denominaron los antiguos al considerar que tras
el mar tenebroso no había más que un tremendo y oscuro abismo.
Dicen que quienes
osen internarse en ese océano perecerán sin remedio, mas no pretendo hacerme a la mar
con vosotros, sino llegar a ese límite del mundo y ver como el sol se hunde en las aguas y
muere... Y con el amanecer renace y vivifica a todos los seres que saluden el nuevo
día y vean como asciende a los cielos el astro que nos ilumina y nos da el calor necesario
para poder vivir sobre la tierra... Quiero que nos sumerjamos con el sol y nazcamos
otra vez cuando salga de nuevo. Y juntos hagamos esa peregrinación al Cabo de
Finisterre, como desde tiempos inmemoriales lo hicieron también las gentes de los
pueblos que poblaron estas tierras antes que nosotros... Saldremos sin grandes
equipajes y con un reducido séquito de servidores. En realidad solamente nos
acompañaran los eunucos y los imesebelen por si necesitamos refuerzos ante alguna
contingencia desagradable. Y esa será la comitiva para llevar a cabo ese ritual que
precisamos para renovarnos y adquirir la energía solar, que nos hará fuertes para
continuar caminando por la vida y poder cumplir con los altos cometidos que sin dude nos
esperan para mayor gloria de nuestro señor el rey y de aquellos que lleguen a sucederle
en sus coronas. Partiremos al tercer amanecer a partir del que veremos al despertarnos
por la mañana... Y ahora retiraos a vuestros aposentos y gozar el amor que os tenéis, tal
y como yo disfrutaré de mi amado príncipe; y que aquí, ante vosotros, proclamó que es y
será por siempre el amor de mi vida y la criatura por la que respiro y agradezco a cielo la
gracia de haberme dado tal tesoro”.
Esa noche cada pareja se empapó del sudor y la saliva del hermoso joven que amaba; y
no escatimaron semen para sellar una y mil veces la entrega entre ellos y la pasión que
los consumía tan sólo con abrazarse y sentir la ardiente sangre que fluía bajo la piel del
otro.
Se oyeron gemidos y jadeos y se escucharon susurros que traían paz y tranquilidad
a unos muchachos que se entregaban al amor con la misma intensidad y decisión que a
la más encarnizada lucha.
Todos ellos rozaron el paraíso con los dedos al notar el delirio
de su compañero.
Y nada más amanecer el conde besó al mancebo y lo penetró por el
culo como si hiciese meses que no cataba más carne ardiente que la propia.
Lo preñó dos
veces sin sacarle la verga del ano y no dejó de besarle la boca para absorber también sus
gemidos de gozo y la lujuria que se escapaba por sus labios.
Llegado el día de la partida, se aprestaron al viaje y salieron raudos como si tuviesen
prisa por llegar al punto de encuentro con el sol y acompañar su caída en el mar.
Marcharon por calzadas y caminos, atravesando montes y valles hasta alcanzar su meta.
Ya estaban en Finisterre y quedaron extasiados al ver la grandeza de un océano que no
tenía fin.
La luz del sol estaba en su punto más álgido y ninguno tenía palabras para
describir ese magnífico espectáculo que tenía delante de sus ojos.
Y a sus pies, bajo
imponentes farallones de roca golpeados por las fuertes olas de un mar medio
embravecido, la inmensidad del Atlántico se abría hacia el horizonte infinito.
Aguardaron el
ocaso y esperándolo repitieron besos, caricias; y follaron cuanto quisieron los unos al lado
de los otros.
Y al declinar el sol se sentaron al borde del abismo sobre unas piedras
milenarias quemadas por la sal y los vientos marinos y el fuego solar.
Y llegó la hora
esperada y el sol adquirió la forma y aspecto de un disco de oro y comenzó a descender
en el horizonte tornándose rojo como una bola incandescente rodeada de una aureola de
luz cegadora.
Todos callaron imbuidos de un respeto religioso y permanecieron sin quitar
la vista del astro que declinaba hundiéndose en el mar.
Y las aguas se volvieron rojas y
luminosas también, vistiéndose con galas doradas para presenciar y acompañar al gran
dios rey en esa ceremonia diaria del ocaso.
Y pronto todo se oscureció y al irse el sol
apareció la luna, que quiso que la viesen llena de gloria y cubierta de plata, arrastrando su
manto de luz sobre la superficie del agua.
E incitó a los amantes a volver a unirse y juntar
su carne en el estrecho abrazo de interminables coitos.
Mas poco durmieron porque la luz naciente les dio en los párpados y les obligó a abrirlos,
puesto que ya renacieran ellos también y un nuevo día y una vida entera de emociones,
aventuras y placeres les aguardaba a esos esforzados y bellos caballeros, que amaban
con el mismo ímpetu y furor como peleaban para defender sus vidas y el honor de sus
blasones y del reino.
Y el mancebo le dijo a su amante: “Mi destino es el tuyo y nadie
podrá decir jamás que hubo un mancebo que fue príncipe de dos mundos sino recuerdan
que amó y vivió para servir al conde feroz, su único amante y su amo y señor”.
Y el conde
feroz levantó al chico cogiéndolo en sus brazos y lo elevó al cielo como ofreciendo su
mejor sacrificio al dios del sol.
Pero en realidad lo que le pedía al astro es que bendijese
al muchacho y lo protegiese para no privarle de su preciada compañía mientras les
quedase un soplo de vida a los dos.
Y vendrían otras hazañas y más peligros tendrían que arrostrar los guerreros a lo largo
del tiempo. Y en la memoria de las gentes seguiría viva la leyenda del bosque negro y de
un bravo conde llamado el feroz y aquel mancebo hermosísimo que lo amo; y amarlo fue
su razón para existir.