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Autor: Maestro Andreas

jueves, 28 de marzo de 2013

Capítulo XLIX


En cada alto que hacían durante el viaje, el conde dejaba descansar a las caballerías, pero no tanto a sus esclavos a los que usaba de uno en uno o por parejas y les dejaba el culo en una situación nada apropiada para seguir montando a caballo.
Continuaban el camino con las nalgas calientes y el ojete escocido, pero ninguno iba descontento con su suerte ni podía quejarse por tener los cojones doloridos y sobrecargados de leche.

Pero durante la primera etapa no quiso el conde detenerse demasiado, pues no las tenía todas consigo respecto a que algún otro sicario del infante Don Fadrique volviese a intentar asaetar al mancebo o herir a cualquiera de los otros mozos confundiéndolos con ese otro cuya vida le molestaba a ese príncipe traidor.
Cualquier ruido o sombra sospechosa era motivo de alerta en el séquito del conde y los imesebelen vigilaban todos los frentes y los flancos, sin quitar ojo tampoco a la retaguardia, y hasta por las noches cuatro de ellos montaban guardia alrededor del campamento si pernoctaban en frágiles y ligeras tiendas de campaña, fáciles de armar y desmontar con rapidez, pues así lo aconsejaba la premura conque el conde pretendía recorrer la distancia entre Toledo y Villa Real, población fundada por don Alfonso X donde se encontraba un pueblo llamado Pozo y convertida más tarde en ciudad con el nombre de Ciudad Real en honor a su origen regio.

El camino no era adecuado para ir muy acelerado precisamente, mas Nuño no se arredraba por los accidentes naturales ni la agreste orografía del terreno y picaba espuelas sin tener en cuenta ni la fatiga de los caballos ni la de los jinetes, a veces rendidos por el sueño o oyendo sus tripas que protestaban de hambre.
Es verdad que luego a los chicos les compensaba con leche de macho, además de repartir con ellos las provisiones que llevaban para el viaje, y también siempre caía alguna pieza de caza abatida por las flechas del mancebo o de Sergo, que a los dos se le daba muy bien esa suerte de caza.


Y también el conde e Iñigo y Ramiro se lucían lanceando un venado o un jabalí que, para desgracia del bicho, les saliese al paso.
Y los eunucos y los napolitanos se encargaban de aderezarlo y asarlo a la lumbre de una hoguera, con tal tino y mano para sazonar esa carne que todos se chupaban los dedos y elogiaban la pericia culinaria de esos chavales.
Y Rui también tenía su cometido, pues preparaba la mesa y ponía el servicio necesario para el almuerzo o la cena, aunque estando de camino no era menester esmerarse mucho en la etiqueta.

Las costumbres y modales en la mesa de los guerreros estando en campaña o viaje no eran en modo alguno de maneras exquisitas, pero tampoco se alejaban mucho de las que se veían en los banquetes cortesanos de la época.
Sin duda los nobles y reyes árabes cuidaban mucho más las formas y la cortesía a la hora de paladear y degustar los ricos platos que sus cocineros preparaban minuciosamente presentados y elaborados con exquisito gusto.

Y los dos eunucos procuraban inculcar algo de ese refinamiento en la mesa del conde sin conseguirlo del todo.
Y no era porque al amo o a los chicos se le escapase un eructo o ventosidad, cosa normal también entre los árabes, sino por la forma de agarrar con las manos y pegarles dentelladas a los alimentos como si en lugar de hombres fuesen lobos salvajes, sobre todo si el hambre les apretaba la barriga y les hacía cantar las tripas.

Antes de llegar a Villa Real el conde mandó parar y recobrar resuello y se sentó sobre una piedra ordenándoles a sus esclavos que lo rodeasen sentados en el suelo.
Le dijo a Ramiro que se acercase más a él y al tenerlo más a mano le ordenó ponerse a cuatro patas ante él y sin más le bajó las calzas dejándole el culo al aire.
Nuño le palpó las nalgas y sacó la verga ya empalmada para manoseársela mientras jugaba con los dedos en el ojo del culo del mozo.

Ramiro ya no sentía vergüenza por estar así delante de sus compañeros, ni porque el conde le sobase el culo o le penetrase el ano con lo que fuese, y cerró los ojos gimiendo de gusto por las caricias que el amo le hacía dentro del recto.
El conde estaba muy cachondo y su polla era un claro exponente de la excitación que sentía al ver y tocar la carne de ese chaval.
Lo deseaba intensamente y cuanto más lo poseía más ansiaba volver a montarlo para preñarlo como a una joven yegua.


Realmente las cachas del rapaz eran hermosas y al conde le atraían sobre manera tanto por su textura como por ese aspecto de virilidad que tenía todo el cuerpo de Ramiro.
Y por eso, al follarlo, Nuño sentía algo distinto y más parecido a lo que excitaba su libido el fuerte lomo y las ancas recias de Sergo, que parecían las de un pesado caballo de guerra, acto para soportar la carga del enemigo.

Iñigo era el gozo de joder un cuerpo celestial y ligero como la pluma de un faisán blanco; y sentir la carne suave del chico le transportaba al edén de lo seres etéreos e inmortales.

Pero para el conde el sumo deleite era ese otro cuerpo dorado y fino como el de un corzo, cuyo salto es el más elástico y elegante que pueda darse.
Ese rostro que le hacía perder la noción del tiempo al admirarlo y el perfume natural de su cabello que lo embriagaba con más intensidad que el buen vino que se cosecha a la ribera del Duero.
Guzmán, ese furtivo que encerraba en su carne el alma de un príncipe y el corazón del más regio león.
Su amado y su vida sin que ningún otro pudiese desbancarlo del lugar que ocupaba en el corazón del conde.
Sin embargo en ese momento Nuño necesitaba ver y sentir con sus dedos la bella estampa de Ramiro y gozarlo en plena naturaleza viendo como los otros esclavos rogaban con los ojos la suerte de su compañero por ser el elegido del amo para complacer su lujuria.

Pero le había tocado a Ramiro y su ano ya notaba el paso de la verga del conde pretendiendo llegar lo más dentro posible.
Lo tenía ensartado y comenzaba a moverse dentro de sus tripas para follarlo; y el chico temblaba y sentía escalofríos por la espalda cada vez que el conde empujaba con más fuerza y notaba que el ojo del culo quería romperse.
Nuño le acarició el lomo como a un potro y volvió a sobarle las cachas con las dos manos, apretándoselas fuertemente, y Ramiro se estremeció y su polla comenzó a correrse.

Y eso al conde le dio pie para azotarle el culo con ganas y hincársela con más ímpetu hasta derramar su leche dentro de él.
Ramiro lloraba por no poder aguantar sin eyacular hasta que el amo hubiese terminado o le permitiese soltar su semen, pero el conde lo abrazó y lo besó en la boca diciéndole que por esa vez se lo perdonaba, pero que al llegar al castillo de Alarcos le enseñaría a sujetar el semen en sus cojones.

Ese castillo, situado en el cerro del mismo nombre y a pocos kilómetros de Villa Real y escenario de la batalla en que los almohades derrotaron a las tropas castellanas en el año de gracia de mil ciento noventa y cinco, sería el lugar donde harían el próximo alto en el viaje hasta el sur, ya que estaba a medio camino entre Toledo y Córdoba, ciudad a la que se dirigían como paso previo para llegar a Tarifa.


El conde prefería albergarse en una fortaleza, en lugar de una casona por muy confortable que fuera, y Villa Real carecía de un castillo adecuado para darles suficiente seguridad.
Y por eso decidió ir al de Alarcos y no cruzar la puerta de Toledo de Villa Real, sustentada por dos torreones a cada lado y adornada por seis arcos ojivales, que el rey Don Alfonso mandará construir como acceso a esa villa fundada a iniciativa suya.

Y en ese castillo Nuño descansaría con sus hombres; y su alcaide, hombre de confianza del rey, le proporcionaría cuanto necesitasen para alojarlos con la dignidad que merecía un ilustre personaje de la más encumbrada nobleza del reino.

domingo, 24 de marzo de 2013

Capítulo XLVIII


El conde y sus chicos disfrutaron de una amable cena en compañía de Doña María y su amante, el poderoso rey de León y Castilla, y Nuño estaba satisfecho de los logros conseguidos en su gestión llevada a cabo en Toledo para el monarca, pero le fallara dejar atado un único asunto, para no dejar flecos sueltos, y ese tema se refería al puto Rui.
Al tratar lo del dinero con los prebostes de la catedral, vio la oportunidad de canjear al chico a cambio del apoyo indiscutible de uno de los canónigos con mayor influencia ante Don Sancho; y que nada más hablar con él al conde le olió a macho con ganas de un buen culo para sodomizarlo repetidas veces al día.


El hombre se fijaba demasiado en el trasero de los acólitos catedralicios y en más de una ocasión, al pasar por delante de ellos algún mocito, al clérigo se le empinó la picha y sus sayales montaron una indiscreta carpa en la entrepierna.

Eso le dio pie a Nuño para ir a visitarlo acompañado de Rui, al que vistieron con galas apropiadas a la ocasión y elegidas de propósito para marcarle bien el culo respingón que con tanto aire movía al andar, cuando le interesaba llamar la atención de algún macho fornido que no sólo le llenase el ojo de la vista, sino también y sobre todo el del culo; y, efectivamente, el acaudalado eclesiástico no sólo se fijo en el chico, sino que se lo comió literalmente con los ojos desnudándolo con la vista.

Parecía que la cosa marchaba por buenos derroteros y hay que decir que el chaval puso de su parte más empeño del razonable para gustar al canónigo, pero ni el conde ni el chico contaban conque hubiese otro amante por medio.

Un crío muy mono y muy celoso apareció en escena y al vicioso canonje se le paralizó la mano que ya alcanzaba las nalgas de Rui y se le cayó el sombrajo ante la cara de odio y cabreo que puso su putito al ver a la otra zorra arrimarse tanto a su amante.

Si le hubiesen dejado, el chaval de buena gana le quitaría los ojos al cachondo Rui que se pavoneaba en los morros del canónigo como una cortesana de rompe y rasga.
Pero el conde enseguida puso freno a los devaneos del mozo que pretendía endilgarle al clérigo y le dedicó una amplia sonrisa al querido del prebendado eclesiástico.
Y éste la tomó como una insinuación provocativa; tanto como para aflojarle el cinturón que sujetaba sus calzas bajo el sayal que le cubría hasta las rodillas y ponerlo nervioso ante la perspectiva de ser abordado por aquel atractivo noble, tan joven aún y con una formas y maneras que le ponían el pito en ebullición y el ojo del culo derretido con sólo imaginar que la verga de aquel hombre le entrase hasta el fondo de sus entrañas.

Y eso le pareció a ese puto que era una pequeña venganza sobre el otro chaval, que tomó por la zorra preferida del conde.
Y como si los pensamientos del zagal fuesen leídos por ambos machos, su amante le insinuó al conde hacer allí mismo un intercambio sexual con los dos jóvenes; y ni siquiera retiraron las copas de vino que estaban sobre la mesa y sin otras consideraciones doblaron sobre ella a los rapaces y, descubriéndoles el culo, cada cual se folló a la zorrita del otro.

Al canónigo le encantó metérsela por el culo a Rui y no pareció darle importancia que ante sus ojos se ventilase otro tío a su puto.
Y al conde le importaba un bledo que otro le diese por culo al muy puto de Rui, que ni era uno de sus esclavos preferidos ni mucho menos la coima para distraer en sus carnes su habitual lujuria y necesidades sexuales.
Y tampoco a Nuño le desagradó montar al preferido del canónigo, pues le sorprendió el redondo culo del chico y lo duros que tenia los glúteos el muy cabrón.

Estaba muy bueno el trasero de aquel rapaz y daban ganas de darle una zurra de las que dejan las nalgas bien coloradas y adormecidas de tanto ardor y calentura.

Y esta vez fue el conde quien sugirió azotar a los chicos mientras los jodían apretándoles los vientres contra la mesa.
Y el otro tío tomó de buen grado la iniciativa de Nuño y les arrearon estopa hasta que se corrieron llenándoles a los dos rapaces las tripas de leche salida con enérgico ímpetu de las pollas de los machos que los usaban como a un par de zorras de taberna.

Pero todavía faltaba celebrar la ceremonia para ser armados caballeros Sergo y Ramiro por el propio rey Don Alfonso, que quedara pospuesta hasta la recuperación de Ramiro y en la que oficiarían como padrinos de ambos guerreros el conde e Iñigo, pues Guzmán, que también era caballero, no estaba oficialmente vivo.

Se acordara en la cena que el acto se llevaría a cabo nada más apuntar el alba y después que los dos mozos velasen sus armas toda la noche; y eso fue dos días más tarde en la capilla del castillo de San Servando, en donde, solamente cubiertos por túnicas blancas de fino lino, los dos jóvenes, de rodillas frente a frente, se miraban en silencio y observaban como sus penes se alzaban y volvían a recuperar la flacidez por tiempos, sin saber cual era la causa que excitaba la sexualidad del otro, pero sospechando ambos que se debía al pensamiento puesto en el cuerpo del otro mozo al que los dos amaban y deseaban con toda la fuerza de su vigorosa juventud.


Los dos hubieran querido velar esa noche en compañía del mancebo y verlo desnudo y admirar su rostro perfecto para ellos, pero ese rapaz, tan deseado, mientras ellos velaban estaba en al cama de su amo, que con Iñigo, besaban el cuerpo de su señor y le deleitaban los sentidos ofreciendo sus cuerpos a los caprichos sexuales del conde feroz.

Y como evitando darse cuenta del empalme del otro chaval, cada uno dirigía la vista al escudo de armas que el rey les otorgara como símbolo de su nobleza y alcurnia de caballeros.

A Sergo le concedió el privilegio de ostentar un tritón de los mares del norte sobre fondo de plata y un hacha en campo de gules, plasmados esos símbolos en dos cuarteles que partían el blasón en dos mitades.
Y el de Ramiro llevaba en una mitad, partida en dos a su vez, las armas de su abuelo, el marqués de Olmo, y de su propio padre, el vizconde de Artés, y al otro lado del escudo lucían cuatro bodoques de plata en campo de azur.
En palabras del rey esos círculos plateados eran en honor a las virtudes de las que el chico hacía gala, valor, nobleza, belleza y fuerza.

Y, antes de irse de Toledo, ya sólo le quedaba a Nuño sacarle al alcaide la información necesaria para acusar a Don Fadrique.
Pero ese otro asunto tampoco tendría el resultado esperado por el conde.
Y no tardó demasiado tiempo en saberlo, porque nada más despertarse, tras una noche agitada y plena de sexo con sus esclavos, un soldado vino a traerle la mala notica que nunca hubiera imaginado el conde.

El prisionero enjaulado se había comido su propia lengua para que no le sacasen con tortura ni una puta palabra que delatase al infante.
Y no sólo eso había hecho el muy hijo de la gran puta, término que usó Nuño al referirse al alcaide al saber tales nuevas.
El muy jodido se arrancó los ojos y se destrozó los dedos de las manos contra los barrotes de hierro de la jaula por si acaso le obligaban a escribir la confesión.


El hombre ya era solamente un puñetero trozo de carne sanguinolenta tendido en el suelo de la jaula y sin sentido, pues se había desmayado por el dolor extremo que se infringiera a si mismo.
Y el conde, rabioso y contrariado por tales acontecimientos que desbarataban sus deseos de venganza, ordenó que le cortasen los tendones de las piernas y brazos.
Y así, desnudo y hecho una pura llaga, lo arrojasen primero a los perros para que lo destrozasen más a dentelladas; pero antes de que muriese por las heridas o desangrado, se lo echasen a los cerdos para que lo comiesen despacio estando vivo todavía.

Y el conde muy cabreado dijo a los soldados: “Si no ha de servir para algo provechoso en este asunto, al menos que le aproveche a los puercos esa carne de su congénere... Esos animales comen cualquier cosa aunque sea pura mierda y de paso engordan y más tarde alguien se aprovechará a su vez de sus jamones”.
Y con rapidez, el séquito del conde se puso en movimiento y abandonaron la ciudad antes de la media tarde.
Nuño no quería perder más tiempo en Toledo y su pensamiento ya estaba más al sur, adelantándose a ellos y mirando fijamente la otra orilla del estrecho de Gibraltar.

Brisa caracoleaba alegre y despreocupado por el camino polvoriento al paso de Siroco, mucho más nervioso y deseoso de lanzarse a galope tendido como para estirar las patas y ejercitar sus músculos elásticos y bien dotados para la carrera.
Y, sobre ellos, sus jinetes iban rumiando sus propias preocupaciones y siempre deseosos de abrazarse y unir sus cuerpos a la primera ocasión que se les presentase durante el camino.

El sexo siempre era el mejor bálsamo para las inquietudes del conde y también relajaba mucho la desazón de su esclavo, que miraba a su amo de vez en cuando intentando adivinar que pasaba por la mente de Nuño en esos momentos.

Y al doblar un recodo del camino, el mancebo le dijo a su amo: “Mi señor, preservar mi vida te da muchas preocupaciones y sin sabores y yo soy la más insignificante entre las propiedades que posees. Crees que merece la pena tanto esfuerzo para mantener la vida del más humilde de tus esclavos, mi amo?”

Nuño giró la cabeza y clavó su mirada en el mancebo, como si en lugar de los ojos fuese la polla la que se hundiese en el cuerpo del chico, y le respondió con voz severa: “Un cuerpo no puede vivir sin un corazón que palpite en su pecho. Y tú eres mi corazón. Así que si matan lo que me da la vida, cómo he de continuar viviendo yo sin ese corazón? Quieres explicármelo, Guzmán, tú que pareces saberlo todo y no te das cuenta de lo más evidente que tienes ante los ojos? Has dicho mil veces que no podrías vivir sin mí, porque soy el alma de tu existencia. Y que eres tú para mí? Sólo un puto esclavo al que uso como a una ramera?”
 “No mi amo. No lo creo y sé que soy para ti lo mismo que tú sabes que mi ser es parte del tuyo”, respondió el mancebo.
“Entonces no digas bobadas y prepárate para cuando hagamos la primera parada, pues te voy a decir sin palabras lo que siento por ti y significas en mi vida. So cabrón! Que parece que sólo buscas que te regale los oídos con lisonjas. Pues te vas a enterar y recordar lo que arde la correa sobre las nalgas; y como pican esos glúteos castigados cuando se calca fuerte en ellos para penetrar un culo más adentro, metiéndole una verga excitada y soltando jugos viscosos previos a la mayor corrida que puedas imaginar”.


Y el mancebo sonrió y se frotó mentalmente las manos al tiempo que se relamía pasando la lengua sobre el labio superior.
Cada día le ponía más puta ser la perra preferida de su señor.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Capítulo XLVII


Al día siguiente parecía que el conde estaba mucho más tranquilo y de mejor humor, pues para celebrar que Ramiro volviera del letargo se montó una formidable orgía en los aposentos del castillo, sin dejar al margen al herido que también recibió una buena follada por el culo, sin demasiado esfuerzo por su parte, pues su estado no recomendaba que hiciese esfuerzos innecesarios, pero le ayudaron sus compañeros a ponerse de costado en la cama; y mientras que Guzmán lo besaba en la boca e Iñigo se la mamaba poniendo el culo en pompa para facilitar que Sergo lo penetrase y se lo jodiese, Nuño se tumbó también de lado detrás de la espalda de Ramiro y con delicadeza le metió la verga por el ano al chico, dándole por el culo con tanta pasión y ganas que pronto se vació en sus entrañas apretándole con una mano el vientre para traerlo más hacia él y que el semen le entrase lo más adentro posible.

Todos se corrieron menos el mancebo que se reservó para soltar su esperma dentro de la barriga de Sergo cuando algo más tarde su amo se lo folló a él y le permitió joderle el culo al precioso y fuerte vikingo, que le follaba la boca Iñigo.
Y Ramiro se corrió otra vez viendo esa escena caliente y morbosa en la que cuatro machos jóvenes se vaciaban unos en otros y gozaban muy excitados del placer sexual de unos cuerpos hermosos.

Ya habían pasado varios días desde el atentado que casi le cuesta la vida a Ramiro y los asuntos que debía resolver el conde con el cabildo catedralicio y especialmente con el infante Don Sancho ya los daba por conclusos por su parte y sólo restaba que la archidiócesis primada abriese la mano y soltara algo de peculio, no en demasía pero tampoco con tacañería insultante y notoria, teniendo en cuenta en nombre de que alto personaje hacía Nuño las gestiones.


Por otro lado, Guzmán y los ilustrados traductores judíos también habían rematado el encargo que tanta importancia tenía para el rey y que no dejó de supervisar el mismo, aún después de su entrada oficial en la ciudad rodeado de un gran séquito y envuelto en el protocolo adecuado a su rango real.
Pero para Don Alfonso toda la cultura y la ciencia o cualquier manifestación del saber conocido hasta entonces, era algo que no sólo debía recuperarse y conservarse, sino difundir al resto de los reinos occidentales para que pudiesen enriquecerse con todo el saber recogido en las obras de Avicena, Algazel y Avidebrón.

Y Toledo se convirtió entonces en la meta de eruditos y sabios europeos. Ingleses como Roberto de Retines, Adelardo de Bath, Alfredo y Daniel de Morlay y Miguel Scoto, los alemanes Hermann el Dálmata y Herman el Alemán, aprendieron de los libros árabes y estos conocimientos maravillosos y algo de la sabiduría griega penetraron en el corazón de las universidades extranjeras de Europa.

Mas el conde, antes de abandonar la ciudad para dirigirse hacia el sur de la península y continuar con la embajada que le encomendara su rey, tanto a él como al mancebo, tenia que acabar el ajuste de cuentas con los conspiradores que intentaran matar a su amado y ya sólo le quedaba el alcaide para apretarle los huesos y hacerle padecer el peor de los tormentos con el fin de sacarle algo que implicase al infante Don Fadrique, verdadero culpable de todo en opinión del conde e incluso del propio monarca.

Pero sin pruebas fehacientes no era posible condenar a un príncipe y el asunto había que abordarlo con mucha precaución y sin sobrepasarse ni un pelo con dicho infante hasta no estar seguros de su implicación en toda la trama criminal.

Y lo peor era que todos los torturados anteriormente no sabían nada que fuese definitivo como prueba de cargo contra ese hermano del rey.
Así que el último resorte para hacer sonar el arpa de la delación era Don Senén, que esperaba desesperado en una jaula de hierro colgada de la bóveda de la más oscura y lúgubre mazmorra del castillo.
Y cuanto más alargaban su desesperación aguardando la hora del suplicio y la muerte, el alcaide suplicaba con conmovedor desgarro que se apiadasen de él y le concediesen un rápido final.

Y eso era pedirle que un olmo diese peras, pues si algo deseaba el conde era ver sufrir a ese hombre hasta que el dolor acabase con su existencia.
Y así como Don Senén se consumía de hambre y sed y miedo, sobre todo, Ramiro se reponía a sorprendentemente de su herida, como si con cada dosis de semen que recibía, la esencia de la vida aportada en esa leche revitalizase la suya, ya fuese inoculada por el culo o dejando que mamase la de sus compañeros, además de ser alimentado por el amo.

Con esa sobredosis de vitaminas, el chico ya estaba en condiciones de cabalgar sobre un caballo, aparte de hacerlo encima de sus compañeros al follar o ser montado por el conde que cada día lo usaba con más frecuencia para aliviar su lascivia jodiéndole el culo.

A Nuño no sólo le gustaba el cuerpo de ese mozo, tanto o más que el de los otros esclavos, sino que sentía un morbo especial al ver sus carnosas cachas, adornadas de oscuro vello, ofrecidas para su placer y abriéndose relajadas para desproteger el ano y dejarlo a la vista de su amo.


Y el conde, cuando estaba sobre el lomo de ese joven potro, le decía, con la boca muy pegada a la oreja, que le enardecía el olor de su piel y el tacto que sentía en las yemas de los dedos al rozar el vello que cubría sus miembros y la parte interior de las nalgas alrededor del ojete.
Y el chico se calentaba aún más al escuchar esas cosas y alzaba más el culo para que la verga del amo le entrase del todo, hasta notar el golpeteo de los cojones de Nuño en el mismo agujero por donde le clavaba la polla.

Indudablemente el mozo ya estaba curado y la rápida recuperación de sus fuerzas era fruto de una sobrealimentación generosa en leche.
Y el amo lo llevó con los otros esclavos al real alcázar para ver al rey antes de partir hacia las costas de Tarifa.
Don Alfonso se congratuló por la pronta recuperación del chico y quiso cenar esa noche con todos ellos en el palacio de Galiana para que también se despidiesen de la seductora Doña María, que en su madurez resultaba tan atractiva y hermosa como en sus mejores tiempos de mocedad, o incluso más, dada la serenidad que los años le habían dado a su rostro.

El perfume que esa dama dejaba en su entorno con sus elegantes movimientos y los finos ademanes de gran señora conque se expresaba, rendían a quienes estuviesen cerca de ella y acaparaba sin pretenderlo la atención de todos los caballeros que la miraban.

El conde no podía desairar al soberano ni a su amante y mostró respetuoso el contento que le producía el honor de compartir una vez más la mesa con ellos y en compañía de sus esclavos; pues el rey daba por hecho que los chicos tenían que ir con el conde y sentarse como caballeros junto a su señor el rey.
Ni que decir tiene que lo que más deseaba Don Alfonso era alargar lo más posible el tiempo al lado de su sobrino, pero no por ello dejaba de querer también estar con el conde y con los otros chavales que tan guapos y agradables le parecían a su amada Doña María.


Nuño salió del palacio real y se detuvo con los muchachos en la plaza del zoco, que hervía de animación, pues era día de mercado y estaba concurrida como una feria.
 Todas las etnias y credos que formaban la población de la ciudad estaban allí y las transacciones, regateos y chalaneos entre mercaderes y compradores daban ritmo al ambiente y el vértigo de ver un sin fin de gentes trajinando de un lado para otro provocaba a veces aturdimiento y hasta un ligero mareo.

El mancebo le sugirió a su amo que comprase regalos para la condesa y también para los niños y Blanca, la hermana de Iñigo, que era la mejor amiga y confidente de la querida Doña Sol.
Y Nuño, como de costumbre frunció el morro por un instante, porque ese tipo de compras le gustaban poco y decía que no servía para andar viendo chucherías y baratijas o trapos; pero, también como siempre, terminaba dejando que el mancebo le aflojase la bolsa y luego gastaba más de lo previsto y querido por Guzmán.
Pues si en algo destacaba la magnanimidad el conde era por su esplendidez con quienes amaba; y a su familia la adoraba sin ninguna limitación ni reserva ni restar con ello la fuerza del amor por el mancebo.

Y Guzmán, ayudado por Iñigo y Ramiro, ya que Sergo no entendía de florituras ni lujos y se quedaba al margen de andar revolviendo en los tenderetes de los mercaderes al igual que el amo, adquirieron muchas cosas bonitas y valiosas y entre ellas compraron a un orfebre judío una sortija de oro con esmeraldas, traída de la India, que en palabras del mancebo luciría hermosa en los finos dedos de la encantadora esposa del conde feroz.

Y volvieron al castillo para retozar hasta el agotamiento antes de ir al palacio de Galiana a cenar con el rey y su amante.

domingo, 17 de marzo de 2013

Capítulo XLVI


El polvo con el mancebo había calmado un poco la tensión nerviosa de Nuño, pero, aún así, el conde no estaba en condiciones de poder ser objetivo con aquellos hombres sobre los que descargaría la impotencia de no poder despertar de nuevo la consciencia de Ramiro.
Los culpaba de su herida y los responsabilizaba de ese estado de postración del chico y eso requería una cumplida reparación al menos.
Y esos miserables pagarían entregando su vida entre espantosos dolores.

La sala de torturas del castillo estaba bien surtida de aparatos e instrumentos de efectos brutales sobre un cuerpo y el conde no regatearía sufrimientos ni la experiencia de ser sometido a ellos a ninguno de los condenados.


Eligió a tres y mandó que fuesen azotados hasta que la piel del pecho y espalda les colgaba hecha jirones sobre los muslos cubiertos de sangre.
Y así, desollados, pasaron al potro donde los estirarían hasta descoyuntar sus huesos, pero uno de ellos no soportó las cinco primeras vueltas de tuerca y palmó sin casi lanzar un quejido audible.
Los otros dos perdieron el conocimiento, tras tensarles los miembros cinco veces más, y de ahí fueron llevados a otra zona de la sala para colgarlos cabeza abajo y someterlos a la caricia de hierros candentes que los despertasen de su letargo.

No se debe olvidar que cantaron lo que sabían y hasta alguna cosa más que seguramente se inventaron creyendo con eso que se librarían de un final irremediable.
Y una vez chamuscados como pollos para acabar de desplumarlos, el conde quiso verlos empalados por el culo y les clavaron sendas estacas, bastante gruesas y largas, que les salieron por la boca.
Y, con eso, aquellos dos desgraciados ya no daban más juego para continuar torturándolos.

Al resto les fueron dando tratamientos parecidos, pero con algunas variantes, como por ejemplo, en lugar de colgarlos por los pies fueron suspendidos por los cojones, pero a un par de ellos se le desprendieron de cuajo y cayeron al suelo como marionetas al cortarles los hilos de los que penden.


A otros también les quitaron los ojos con hierros al rojo vivo.
Ni que decir tiene que el piso de aquella siniestra sala de tormentos quedó anegado en sangre; y que el hedor resultaba insoportable y nauseabundo con la mezcla de la fetidez de la heces y orines salidos de todos los miserables, que ya solamente eran trozos de carne muerta.

Y el conde y los despiadados senegaleses necesitaban ante todo un baño reparador y luego evadirse de tal carnicería follando a destajo con sus respectivos putos a los que les dejaban el culo caliente y abierto, pero colmado de gozo y semen.

Y con el andar propio de unos machos cansados pero satisfechos de la labor realizada, Nuño y los seis guerreros negros abandonaron los sótanos del castillo para reunirse de nuevo con el resto de los muchachos.

Y el conde, nada más entrar en su aposento, se detuvo para apreciar la intensidad de la escena que representaban sus esclavos junto a la cama del mozo herido.

Iñigo observaba al compañero convaleciente con resignación y sin apartar ni un minuto los ojos de los párpados cerrados de Ramiro; y Sergo, visiblemente afectado por la situación de su rival hasta unos días antes y ahora el estimado amigo y camarada de esclavitud, armas y sexo, acariciaba la cabeza de Iñigo en silencio, pero con un gesto cariñoso que resultaba suficientemente elocuente para indicar que se decía por lo bajo que, de descubrirles el pelo el viento a ese bello muchacho o a él, el color dorado o rojizo de sus cabellos le salvarían de correr la mala suerte de Ramiro por tenerlos como el mancebo.

Y el amo le echó un brazo por encima del hombre al guapo vikingo y sin necesidad de palabras le comunicó que compartía su sentimiento y consternación.

Nuño se sentó a la cabecera del lecho y miró al mancebo, que trajinaba con vendas y ungüentos para limpiar la herida del rapaz y renovar los apósitos, y le preguntó por el estado del paciente.
Pero las nuevas no aliviaron su pesar pues el chico se mantenía en el mismo estado que lo había dejado horas antes.
Sin embargo, Guzmán le indicó que le daba la impresión que les oía cuando hablaban, pero no reaccionaba adecuadamente como esperaban.
Era como si no quisiese volver con ellos o ya no tuviese interés por nada de este mundo.

Y a eso el conde añadió que creía tener el remedio para sacar de tal apatía al muchacho.
Y Nuño se levantó del lecho y se desnudó totalmente.
Y le ordenó a sus esclavos que hiciesen lo mismo y destapasen la herido para ver su cuerpo desnudo tendido en la cama.

El amo se volvió a sentar junto a Ramiro y observó ese cuerpo despacio para ponerse más cachondo si cabe de lo que ya le habían puesto sus pensamientos. Y habló quedamente cerca del oído del chaval: “Ramiro, todos estamos desnudos a tu lado y yo tan cerca de ti que puedo sentir los latidos de tu corazón en el mío. Mi cuerpo esta muy caliente y mi verga te busca como también busca y procura el roce de tu polla ese culo divino que tiene el mancebo...


Guzmán acércate y pon el culo junto a la cara de Ramiro para que el perfume de tu ano le llague con nitidez y embote sus fosas nasales... Es verdaderamente precioso ese agujero redondito y tan vicioso. Y te lo estas perdiendo porque no despiertas para follarlo y te aseguro que anda muy caliente y no parece que le baste un rabo para saciar su ansia, a no ser que yo se la meta varias veces y os prive a vosotros de mi polla. Ya sabes que por mucho que le dé por el culo siempre desea más. Pero te diré que añora tu mirada y la suave cabeza de esa polla que ahora vegeta como insensible al aroma de los glandes pringosos y esos rosados ojetes de tus compañeros que tienes tan cerca y no te mueves para sobarlos y cogerlos y disfrutar con ellos, tal y como yo deseo y ellos ansían. No hueles la lascivia que te rodea?”

Los otros chavales, muy empalmados y goteando suero viscoso por el orificio de la uretra, mojando sus glandes, miraban al conde y al compañero dormido, esperando la reacción en el cerebro de Ramiro de aquellas palabras, acompañadas por los efluvios de sus rabos y culos.
Y si bien no podrían asegurar que el cerebro se despertaba, si era evidente y notorio que la verga del mozo se desperezaba con suaves latidos y crecía y engordaba poniéndose dura y levantada como correspondería a un cuerpo joven y lleno de vitalidad.

El pene de Ramiro cobraba vida por segundos y su glande sudaba precum y comenzó a dibujarse un gesto de lujuria en sus labios.
La voz del esperma lo llamaba y le decía que abriese los ojos y viese los cuerpos que estaban a su lado animándolo a gozarlos.
El conde besó los labios de Ramiro y le agarró la verga masturbándosela despacio y con suavidad; y, como si algo sobrenatural le soplase fuerzas y ansias renovadas de vida, el chico levantó los párpados y sus ojos brillaron húmedos y llenos de alegría al ver a sus compañeros besándole los muslos y los brazos.

No habló, pero sonrió y Nuño le dijo al mozo que no se agitase demasiado y dejase hacer a los otros el trabajo de darle placer.


Y le ordenó a Iñigo que le chupase la polla al herido, besándosela más que mamándole el rabo para ordeñarlo como de costumbre.
Y al ver la excitación del pene de Ramiro, el amo le dijo al mancebo que se subiese al lecho y se colocase a horcajadas encima del cipote erguido de Ramiro y le mirase a la cara al sentarse sobre ese falo que el conde agarraba con su mano como un habilidoso mamporrero para introducirlo en el sabroso ano del mancebo.

Y la verga de Ramiro se fue encajando en el culo de Guzmán hasta que sus cachas hicieron tope en los muslos del otro muchacho.
Y el conde le susurró al oído a Ramiro que no se moviese ni pretendiese impulsar su polla dentro del culo del otro, ya que, como una buena zorra, Guzmán sabría moverse y cabalgar sobre él dándole todo el placer que hubiese soñado obtener de ese cuerpo perfecto y especial por el que todo macho babearía sólo con imaginar poseerlo.


Y en ese momento lo tenía clavado en su pene y se follaba el mismo para preñarse con la leche del hermoso macho convaleciente, cuyos cojones estaban llenos de leche y vicio.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Capítulo XLV


 Sólo se oían sollozos en cuanto los senegaleses sacaron sus vergas amenazando hasta el aire con sus latidos y el brillo de sus glandes enaceitados.
Los dos muchachos ya habían sido desvirgados por el conde, que se la clavó hasta el fondo sin molestarse siquiera en lubricarles al ano y les dio por culo durante un rato a cada uno sin dejar que sus cojones se vaciasen dentro de ninguno.
Quiso catarlos primero y romperles el culo antes de entregarlos a las tremendas trancas de los imesebelen, pero ahora les tocaba soportar la dura prueba de esos cuatro búfalos musculosos penetrándolos salvajemente sin descanso y hasta vaciar sus cojones dentro de las entrañas de los dos chavales.

El par de receptores de las brutales folladas sudaban y temblaban como varas verdes, pero el resto de los apresados estaban con los ojos abiertos y espantados y en esa cueva solamente se escuchaba el sonido del miedo castañeteando diente contra diente.

Suponían que igual suerte correrían ellos tarde o temprano y el sudor les empapaba el culo inundándoles el agujero como si se tratase del sumidero de un patio para dejar marcharse el agua salpicada por una fuente o caída del cielo en ocasiones en forma de lluvia.
Y entró a saco en el culo de uno de los chicos uno de los guerreros y otro se animó a metérsela al otro, mientras que los dos restantes les hacían tragar sus rabos por la boca para que no gimiesen tanto ni se quejasen cuando a penas habían comenzado todavía a joderles el culo como a dos zorras tragonas.


Con las bocas llenas de carne gruesa y negra casi ni respiraban y sus quejidos y gritos quedaban sofocados por las embestidas que recibían por delante y por detrás, hasta que los fueron llenado con distintas andanadas de leche por la garganta y en las tripas.
Y colmados de semen hasta por los ojos, el conde mandó traer cuatro mastines leoneses y, con ayuda de un mamporrero experto en el cruce de estos animales, las bestias se calzaron y preñaron los culos ya encharcados de ambos jóvenes.
El castigo terminó con veinticinco varazos en las nalgas a cada uno de ellos, generosamente suministrados con tres mimbres unidos formando un haz.

Después Nuño mandó encerrar en un jaula a los dos reos ya escarmentados y ordenó que otros dos pasasen a ocupar su puesto en la palestra punitiva.
Y poco más tarde se repitió el mismo ritual que con los anteriores y así hasta darle su merecido a unos ocho muchachos que no tenía más relación con el puto alcaide que haberle servido como criados y posiblemente irle con algún cuento oído a hurtadillas tras algún cortinaje.
Y por eso ahora tenían el ojo del culo ensangrentado y las cachas marcadas con cardenales sanguinolentos también.

Y en unos días, todos ellos serían llevados a galeras, atados unos a otros por el cuello como una reata de mulas y escoltados por la guardia del rey, para continuar viviendo una temporada sujetos al duro banco del remo y tener una vida de perro no deseable ni por el más desgraciado de los esclavos.



El conde volvió al aposento donde yacía Ramiro y el mancebo lo detuvo en la misma puerta para decirle que, tal como le había ordenado, ya enviara un mensaje al rey poniéndole al corriente del suceso y el soberano, con su sentida respuesta de preocupación y repulsa por tal hecho, les enviara a dos afamados médicos árabes de la ciudad, que los distinguía con su amistad y su total confianza, y estaban atendiendo a Ramiro con todos los recursos de sus conocimientos curativos y su buen hacer.

Los dos galenos se asombraron del trabajo tan perfecto que realizaran los eunucos para extraer la flecha y procurar los primeros cuidados al herido, pero el conde le puntualizó a su esclavo que no se menospreciase en esa labor, pues estaba claro que él había intervenido con muy buen tino para ayudar a los castrados.
Pero a Guzmán no le gustaba atribuirse mérito alguno, mas si podía con ello restar el de otros tan estimados por él como sus eunucos.

Nuño se acercó al paciente y a los dos sanadores y éstos le dieron esperanzas al conde respecto a la recuperación del chico, que todavía no abriera los ojos desde que cayera sobre el cuello de su caballo con la saeta clavada en su espalda.
Y, aún así, Nuño estaba inquieto y no tenía sosiego ni conseguía que nada tranquilizase su ánimo.
 Quizás le habría cogido a ese muchacho tanto apego en el poco tiempo que llevaba siendo su esclavo, o sencillamente su cuerpo y sus virtudes de macho, unidas a un culo precioso que le encantaba follar, le tiraban con fuerza irrefrenable hacia el chico?

Nuño no estaba para plantearse esos dilemas y lo que hizo fue llevarse a otro aposento al mancebo; y, a solas los dos, se besaron y lamieron sus cuerpos como ciervos curándose las llagas tras una pelea por la hembra en celo.
Y el conde, después de mamarse las pollas mutuamente, puso a Guzmán doblado sobre una mesa tosca y sin adornos y le dio por el culo con una furiosa necesidad de sentirse vivo y notar la joven y ardorosa vida de su esclavo en su propia carne.
Guzmán dejó su leche en la mesa y Nuño la limpió con sus dedos y los chupó hasta no dejar ni una sola gota de semen en ellos.

Su simiente la llevaba el esclavo en el vientre y los ojos del chaval relucían de gozo sin olvidar el disgusto que sentía por estar postrado su compañero y sin señales de recuperación aparentes.
Pero su amo le daba demasiado placer al follarlo y Guzmán no podía reprimir esa satisfacción que sentía después de cada polvo que le metía su dueño.
Le dejaba el culo dolorido y abierto, pero contento y dichoso de haber sido el objeto del gozo de su señor.


Azgael, el docto médico de mayor edad y experiencia, recomendó al conde que el chico tuviese mucho reposo y buenos alimentos en cuanto despertase de ese sueño que lo tenía preso.
Sólo necesitaba descanso y afecto para darle impulso a su voluntad y querer seguir en este mundo gozando de los muchos placeres que sin duda todavía le esperaban a un joven tan apuesto como él.
Pero tenía que abrir los ojos cuanto antes y mostrar interés por vivir y recuperar esas fuerzas que le faltaban ahora y esa pasividad que lo tenía postrado como un vegetal sin alma.

Los dos eminentes árabes aseguraban que la flecha no le había tocado órganos vitales que impidiesen su curación, ni tampoco la pérdida de sangre fuera tan grande como para que su consciencia estuviese tan ausente todavía.
De todos modos no quedaba más remedio que esperar y confiar en la naturaleza sana y fuerte del chico.

Eso era todo lo que le conde podía hacer por Ramiro en ese momento, pero él tenía el propósito de ofrecer en sacrificio a los dioses de la venganza los putos cabrones que mantenía encarcelados en las mazmorras del castillo.

Y sobre todo al principal cabecilla que estaba enjaulado como un pájaro de mal agüero, aunque la desgracia iba a caer sobre su propia cabeza de la justiciera mano del conde feroz.


Y Nuño volvió a descender al inframundo de aquella fortaleza para seguir el ritual de castigos y revanchas contra los que quisieron atentar contra el mancebo.

Acrecentada su culpa por la herida sufrida por Ramiro, que de no salir del trance, el terror de la tortura que padecerían los implicados en el sucio negocio del alcaide sería para hacer temblar al mundo mientras durase en la memoria de los hombres la magnitud y ejemplaridad de los tormentos que el conde les aplicaría.

Y esta vez iba rodeado por los seis imesebelen que como chacales hambrientos esperaban el festín de la carne fresca de aquellas víctimas que tenían contados los minutos que durarían sus vidas.

Los africanos llevaban en sus manos las cimitarras desenvainadas en señal de matanza sin cuartel ni tomarse un tiempo para recuperar el resuello.

Y el castillo entero ya hedía a sangre hasta en sus cimientos.

sábado, 9 de marzo de 2013

Capítulo XLIV


Rápidamente Nuño, ayudado por los otros muchachos, sujetaron al caído al arzón de la silla y dos de los guerreros africanos salieron al galope como exhalaciones en dirección contraria de la que había venido la flecha, pero sus intentos de capturar al malhechor resultaron infructuosos.
Y, sin más pérdida de tiempo, todos salvaron la distancia hasta las puertas del castillo como si en lugar de mover las patas, los caballos volasen con las alas de Pegaso.

Cruzaron la entrada en silencio y con el corazón compungido por la desgraciada tragedia que traían de regreso a la fortaleza; y, como oliendo el dolor del conde y los otros chicos, los dos eunucos y la pareja de napolitanos salieron al patio de armas sobresaltados y con la mueca de la pena en sus bocas y una nube de llanto en los ojos.

El conde brincó al suelo como movido por un resorte y ordenó que llevasen a su cámara al malherido muchacho, observando el mayor cuidado en no tocar ni mover la saeta clavada en su preciosa carne, con el fin de no empeorar la llaga ni profundizar más la herida.



Dos imesebelen portaron adentro el cuerpo inánime del rapaz y Hassan y Abdul, tras decir con alivio que el chico todavía tenía un hilo de vida en su corazón, se aprestaron de inmediato a atenderlo y procurarle remedio si todavía era posible evitar que la vida abandonase del todo al hermoso mozo cuyo semblante ya carecía de color.

Nuño se sentó a la cabecera de la cama sobre la que depositaron con el máximo cuidado el cuerpo del chico y con los ojos húmedos maldijo el momento en que bajó la guardia y descuidó el cuidado de sus esclavos, como si la culpa fuese sólo suya y no de la fatalidad y el supuesto y criminal empecinamiento de un ambicioso infante.

El conde estaba desolado al igual que el resto de sus muchachos, que les costaba trabajo poder creer lo que había pasado tan sólo unos momentos antes y les parecía imposible ver a su compañero tendido sobre un lecho sin el menor movimiento ni señal de vida en su cuerpo.

Sergo retorcía las manos y se mordía el labio inferior para dominar la rabia que le salía por todos sus poros, mientras que Iñigo sollozaba meneando la cabeza como negándose a admitir la realidad que se mostraba con tal dureza ante sus ojos azules como el cielo más puro e intenso que pudiera verse sobre la tierra.
Rui callaba y se arrebujó en un rincón sin querer ver al muchacho abatido como un corzo, al que ya los eunucos le habían extraído la flecha con la incansable ayuda de Guzmán.

Porque quien pagó por tener un cabello parecido al del mancebo fue Ramiro. Y el emboscado asesino, al ver el pelo negro del chaval, no esperó a estar más seguro de que ese era al que debiera dar muerte y no errar al elegir el destinatario de su mortífera saeta.

El mancebo ni podía pestañear y sus ojos profundos estaban secos de ira al ver como otro sufriera la fatídica suerte que unos cabrones decidieran para él. Cómo podía ser tan injusto el destino y segar otra vida que no tenía más culpa que haber nacido con el cabello oscuro como la noche alumbrada de luna llena.
Eso no lo entendía, o mejor dicho no quería admitirlo ni estaba dispuesto a aceptarlo.
El y no Ramiro debía estar tendido sin vida sobre esa cama en la que tan sólo unas horas antes habían gozado el sexo con el amo.
Guzmán miró el abatimiento de Nuño y alargó su mano hacía la del amo para mostrarle su pena contenida, pero no menos grande que la de cualquiera de los otros muchachos.
Nuño cogió la mano de su esclavo y también la de Ramiro y las besó como indicando a todos sus esclavos, que si la vida de su amado era el bien más preciado que tenía en el mundo, también lo era la de cualquiera de ellos y su corazón se partía por el daño que otros pudieran causarles.
Y Guzmán rompió a llorar al notar en su mano el calor de la sangre encendida de su amo y éste le dijo: “No te culpes de esto ni creas que hubieras podido evitarlo. El viento se tomó la libertad de dejar en evidencia a Ramiro al mostrar su pelo a unos ojos aviesos que taimadamente buscaban tu vida. Pero el azar quiso que no fueses tú el blanco de esa maldita flecha sino Ramiro al confundirlo contigo a causa del color de sus cabellos. Esto demuestra que quien busca poner fin a tus días en este mundo sabe bien como es tu fisonomía y le hizo una descripción detallada al puto sicario que envió para matarte. El problema es que no contó con que entre mis esclavos hubiese ahora dos mozos de pelo negro, tan bellos que envidia daríais al mismo Adonis si se comparase con cualquiera de vosotros dos. Guzmán, juro que no descansaré hasta encontrar a ese asesino; y no me refiero solamente al que hizo el disparo sino al que le pagó para que lo hiciera”.

A Nuño se le hizo irrespirable la atmósfera de aquel aposento y no soportaba por más tiempo la presión de la escena, ni la sensación de impotencia que le producía ver al vital Ramiro apagado y sin rubor en las mejillas.
Y abandonó solo la habitación para dirigirse a los tenebrosos sótanos del castillo.
Había llegado la hora de comenzar a escarmentar a los presuntos culpables al menos del primer intento de segar la vida del mancebo.
Y con qué ganas emprendía el conde esa misión encomendada por el rey.
En esos momentos de tensión y temor por la vida de uno de sus muchachos, no había nada mejor para el abatido ánimo del conde que desatar sobre aquello miserables su ira y todo el odio que emponzoñaban sus vísceras.

E hizo que cuatro imesebelen lo acompañasen y le asistiesen para dar escarmiento a esos felones que sirvieran al mil veces maldecido alcaide de San Servando.
Y, de pronto, le vino a la mente la intención del abuelo de Ramiro de dejar a ese buen mozo en manos de tan vil y rastrera alimaña.
Qué diría el buen marqués de Olmo si supiese lo sucedido a su nieto por causa de ese individuo?
 Y con qué acierto planeara el conde quedarse con ese chico y no entregarlo a otras manos que no supiesen apreciar su valía y el tesoro que escondía dentro de su alma el precioso macho que agonizaba atravesado por una flecha sobre el mismo lecho donde todavía olía al semen vertido por ese muchacho al darle por el culo el amo la noche anterior.
Aunque ya no era momento de más lamentos y sí la hora terrible de comenzar las represalias por intentar acortar la vida de un infante que parecía resultar muy molesto para algunos.
Y Nuño se planteó por donde empezar a descargar su rabia y su dolor.
Y decidió hacerlo por los supuestamente menos implicados en el asunto.
Entró con los cuatro imesebelen en la cámara donde se encontraban encadenados los mozos, que hasta ahora se cuidaran del servicio para proporcionar una cómoda estancia en el castillo al alcaide, y, entre ellos, eligió a los cuatro jóvenes más asustados y ordenó que los desnudasen del todo.


Los miró por todas partes y observó que al menos dos de ellos eran aceptables para ser apetecidos por un macho y sus culos prometían placeres todavía ignorados por esas miserables criaturas.
Sería mejor decir supuestamente, ya que aún estaba por comprobar si todavía eran vírgenes por el ano.
Pero, tras los tientos apropiados al caso, resultó positiva la prueba de virginidad y aquellos esfínteres aún no habían sido traspasados por nada en sentido en inverso.
Y eso era un noticia que al conde le ponía la polla tiesa y dura como un roble bien desarrollado y erguido como el alminar de una mezquita.
Y la vista de esos glúteos turgentes y hasta respingones, también enervó considerablemente la verga de los guerreros africanos, que mostraban enormes paquetes bajo los flojos bombachos que vestían de cintura para abajo.

Y la fiesta orgiástica iba a desatarse en breves momentos a la luz de la expresión que mantenía el conde en su rostro y el vicio reflejado en las bocas de los imesebelen, que hasta parecían babear de lascivia.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Capítulo XLIII


Los caballos corrían desenfrenados procurando sus jinetes llevarlos por calles menos transitadas y atajando lo más posible el camino hasta la ermita del Cristo de la Vega, que era donde realmente los aguardaba el rey, aunque en principio el mensajero le dijese al conde que debía acudir al palacio de Galiana.
Antes de partir de San Servando, cuando ya estaba montado sobre Brisa, se acercó a Nuño el mensajero y muy por lo bajo le informó de ese otro punto de encuentro elegido por Don Alfonso.

Parecía gratuito ese cambio de idea o mero capricho del monarca, sin embargo, el soberano calculaba todos los aspectos del problema que suponía la seguridad de la vida de Guzmán y no estaba dispuesto a correr ningún otro riesgo en este sentido.
Y para evitar oídos no del todo fiables, Don Alfonso cambió más en secreto todavía el lugar del encuentro con el conde y sus chicos.
Y si eligió esta iglesia y no otro lugar, quizás se debiera al significado que dicho templo tuviera en el pasado para los intereses de la monarquía.
Lo que ahora era esa ermita, antes fuera la basílica visigoda de Santa Leocadia, donde se enterró el cuerpo de esa santa, que con esas formas arquitectónicas de épocas visigóticas, añadiéndole posteriormente un bello ábside mudéjar, resultaba agradable al rey y adecuado a tales efectos pues allí, entre los años 397 al 702, se celebraron los dieciocho famosos Concilios de Toledo que consistieron en una forma inestimable de apoyo a tales reyes y a su política.

El soberano ya estaba sentado en un tosco banco de madera, como si fuese un penitente cualquiera que fuese a orar ante el crucifijo venerado en esa ermita, y el conde se acercó a su señor y éste le indicó que se sentase a su lado.
Miró hacia atrás el rey y fijándose en todos los chicos, ya que los imesebelen quedaran a las puertas del templo, le dijo al conde si sólo traía esa escolta de jóvenes guerreros para proteger a su sobrino.
Nuño le informó de la presencia de los brutales senegaleses, apostados en al entrada de la iglesia, y Don Alfonso llamó a Guzmán y le mandó que también ocupase sitio a su lado en el mismo banco.

El tío miró al sobrino y le agarró con fuerza y cariño la mano y le dijo: “No permitiré que te hagan daño esos ambiciosos. Tú me importas más de lo que ellos puedan pensar y en serio te digo que no tendría mejor heredero para mis reinos que un príncipe tan avispado y culto como tú. Pero el destino no siempre juega con las cartas que nosotros quisiéramos tener para hacer nuestras mejores bazas. Debéis saber que mis espías me han informado que la voluntad de mi hermano Fadrique anda detrás de estos hechos infames, pero no es fácil probar su implicación en ellos. Por otro lado mi hermano Don Sancho no juega en ese bando y no se le puede endilgar culpa alguna en todo esto. Y eso no quita que el limosnero de la catedral tenga que ver en el atentado, pues el cargo no se lo procuró Sancho sino Fadrique; al igual que fuera el valedor para el nombramiento de Don Senén como alcaide de San Servando... Nuño, con este miserable traidor puedes hacer lo que quieras, lo mismo que con todos sus secuaces. E incluso te pediré que el castigo sea ejemplar... Pero no me lo cuentes, porque prefiero no conocer tus métodos ni recursos para soltar la lengua de un vil rastrero que sólo merece mi desprecio. Lo que sí deseo es que hablen y digan cuanto saben sobre este asunto. Supongo que ya has investigado cuantos hombres estaban confabulados con el alcaide. Pero seria bueno que incluso a los aparentemente inocentes les dieses un repaso y los presiones por si pueden ayudarte a esclarecer mejor este tema tan escabroso. No te pediré cuentas de lo que hagas con ninguno de ellos, así que procede como consideres más oportuno. Sus cuerpos y sus vidas quedan en tus manos, mi querido conde”.


La conversación siguió por otros derroteros relacionados con la misión que llevara al conde a Toledo y, por supuesto comentaron los adelantos en la traducción de los comentarios sobre el buen gobierno escritos por el gran califa de Córdoba.
Los asuntos que el conde trataba con el cabildo catedralicio iban por buen camino y sus miembros no ponían reparos a las pretensiones de Don Alfonso para que se gastaran un buen dinero en acrecentar y ayudar a sostener en parte la Escuela de Traductores, que tanto le importaba al rey.
Hasta estaban a punto de acordar ir más despacio en la terminación de la gran catedral gótica y derivar unas cantidades de ese peculio a los proyectos que ya estaban en marcha en la referido centro del saber.
Lógicamente el rey no debía rebajarse ante los canónigos ni siquiera ante su hermano Don Sancho chalaneando con temas tan prosaicos como el dinero, más si realmente se lo estaba mendigando, a pesar de los muchas prebendas y canonjías recibidas por el clero, tanto de los reyes anteriores como del mismo Don Alfonso.
Y por tal motivo enviara al conde para ello en lugar de asumir por su propia cuenta tales cuestiones crematísticas, que, además, le desagradaban un huevo al soberano y le ponían en un aprieto, pues si su hermano accedía de buen grado a darle dinero, el rey quedaba en deuda con él.
Y si por el contrario se lo negaba, Don Alfonso posiblemente le diese un tortazo en pleno morro por insolente y desagradecido, puesto que todos los privilegios y honores del infante los recibiera de su egregio hermano mayor. Pero si una cosa quedaba clara era que el conde podía hacer lo que le saliese de los putos cojones con todos los hombres que sirvieran al alcaide, tanto como criados o como soldados.
Desde someterlos a toda clase de vejaciones y abusos como aplicarles temibles y espantosas torturas.

Y Nuño sabía bien como hacer esas cosas. Así que la suerte que les esperaba a esos desgraciados no era precisamente envidiable; a no ser para los que solamente les tocase ser violados y usados como rameras, que conservarían su integridad física, lo cual no estaba nada mal dadas las circunstancias, aunque quedase mancillada su virilidad.


Y podría ser que a más de uno le gustase ser tratado con esa clase de violencia sexual y hasta que lo estuviese ansiando fervientemente.
Puesto que ya se sabe que no todos tienen el mismo concepto sobre la sexualidad que ha de corresponder a un determinado sexo, ni mucho menos las practicas sexuales que pongan más cachonda su naturaleza solamente viril o de hembra encerrada en un caparazón masculino, ya sea a partes iguales o exclusivamente.

Y de nuevo partió al galope el conde y sus muchachos en dirección al castillo de San Servando, dejando al rey en la ermita protegido por una docena de Monteros que ocultaban con amplias capas los emblemas reales que llevaban sobre los petos de hierro.

Y ya divisaban otra vez el puente de Alcantara, adoptando una marcha más adecuada para atravesarlo, cuando un zumbido, veloz y penetrante como el silbido de un zagal que cuida cabras en el monte, cortó el aire y la respiración de Sergo e Iñigo al ver una malhadada flecha clavada en la espalda del compañero que iba delante de ellos.


Al salir el grupo de jinetes de una calleja para tomar ya la entrada del puente, una ráfaga de viento destocó a uno de ellos, retirando hacia atrás su capucha, que le cayó sobre los hombros, y sus cabellos negros como el azabache brillaron a pleno sol, ondulándose con la fuerza y el ímpetu de la carrera del brioso caballo que montaba.

Y el joven cuerpo se inclinó inerte sobre el cuello de su montura, tambaleándose sobre la silla hasta quedar colgado de medio lado sujeto por los estribos.
Sin duda aquel joven estaba herido gravemente, si es que todavía vivía, y los dos esclavos lanzaron al mismo tiempo un desesperado grito de ayuda que obligó a parar en seco los caballos que precedían al de la víctima.

El conde no quería admitir lo que sus ojos veían y su voz se quebró y su alma se desgarró jurando por el mismo cielo la más atroz revancha por tal infortunio. y desmontó de un salto yendo como un loco hacia el caballo que se detenía sin gobierno del hábil jinete que lo montaba y que ahora caía por el costado derecho del corcel como un pelele de mero trapo y sin atisbos de vida.

sábado, 2 de marzo de 2013

Capítulo XLII


El rey decidió retrasar un par de días más su entrada oficial en Toledo con el fin de estar menos atareado para investigar por su cuenta de donde procedía el ataque a su sobrino.
Tenia bastante claro que era obra de alguno de sus hermanos y se inclinaba por pensar mal de Don Fadrique, aunque antes de formular una acusación formal en un asunto tan serio, Don Alfonso tenia que estar muy seguro y sin ningún género de dudas que ese infante fuese el culpable, además de averiguar quienes estaban implicados en la conjura.


Evidentemente el rey había venido a Toledo de incógnito, pero no solo.
Varios espías se le habían adelantado por una simple cuestión de seguridad de la real persona y uno de ellos era el pordiosero que había advertido al conde respecto al alcaide y al limosnero de la catedral.
Efectivamente los informadores del rey ya a estaban sobre la pista de esa trama mortal contra el mancebo, pues al parecer no sólo el soberano sabia que ese joven infante todavía estaba vivito y coleando.
Y de qué manera coleaba el mozo!

El alcaide recibiera contundentes órdenes de ese hermano del rey en el sentido de que su resucitado sobrino no saliese vivo de Toledo; y Don Senén, por la cuenta que le traía dada la mala baba de ese infame al que obedecía como un perro fiel, ya tenia urdido el plan para acabar con Guzmán, aunque nunca imaginó, ni él ni su malintencionado señor, que también viniese a Toledo el rey antes de lo previsto.

Aparte de que Don Fadrique tampoco sabia que su hermano mayor y soberano, estaba al corriente de la inoportuna noticia sobre la falsa muerte del sobrino.
 A la vista de los informes que recibió el monarca de sus espías, tomó las medidas que estimó necesarias para la seguridad de su sobrino, pero no calculó bien el riesgo y se expuso demasiado al no querer ir por la ciudad con más compañía que la del mancebo y su dos compañeros de armas y esclavitud.

Tenia su razón al hacerlo así, puesto que de llevar una fuerte escolta todo el mundo supondría que esos hombres encapuchados no eran individuos corrientes y bajo sus mantos se ocultaban señores principales y de muy alto rango.
Incluso tanto como para tratarse del mismo rey en persona.
Y eso no le interesaba a Don Alfonso que pretendía pasar inadvertido durante unos días para disfrutar tranquilo de la compañía de su amante y también estar más tiempo son ese muchacho de su sangre que recuperaba otra vez.
Sin olvidar que la ignorancia de su presencia en la ciudad le permitía trabajar estrechamente con los eruditos de la escuela de traductores y esas actividades puramente culturales y científicas eran del absoluto agrado del rey al igual que escribir las Cantigas o dedicar tiempo a la música.
Don Alfonso era tan artista como guerrero o buen estadista y posiblemente uno de los hombres más cultos no sólo de sus reinos sino también de Europa.

Para el rey la seguridad de su sobrino la consideraba cuestión de estado, como si se tratara de su propio heredero, y a mayores de los espías desplazados a Toledo, también enviara, con la más absoluta reserva, un reducido destacamento de Monteros Reales de su total confianza, tanto para se seguridad personal como para cumplir las órdenes que tuviera que mandar ejecutar de inmediato si las cosas tomaban un cariz poco fiable o claramente peligroso.


Esa mañana en el castillo de San Servando recibieron una inesperada visita de la guardia real que, como por obra de encantamiento y sin que nadie supiese que estaban ya en Toledo, aparecían frente a los muros de la fortaleza completamente uniformados y armados hasta los dientes, con los pendones reales desplegados y llevando en su mano el alférez que los mandaba un pergamino enrollado y lacrado con el sello de Don Alfonso X de León y Castilla.

Y el oficial requirió que les abriesen las puertas y se anunció como mensajero del rey para entregar la misiva que portaba al muy noble conde de Alguízar.
Los guardianes de la fortaleza acudieron al alcaide para proceder en consecuencia y éste mandó que se franquease la entrada a los Monteros del rey.
Y bajó al patio de armas el conde y el alférez le entregó lo mandado por el monarca, su señor, y Nuño, desplegando el pergamino leyó despacio y en silencio y sin enrollarlo de nuevo miró al mancebo y con voz firme y autoritaria dijo bien alto para que todos los presentes pudrirán oírle: "Alcaide, por orden del rey habéis de entregarme este castillo y desde ahora su guarnición queda relevada por estos hombres de la guardia real, ya que el rey se alojará en ella durante su estancia en Toledo.
Sin embargo, señor alférez, yo asumo el mando de la fortaleza y toda su dotación desde este momento, por lo que quedáis bajo mis órdenes...Y que se cumpla de inmediato el cambio de guardia y que todos los soldados que hasta ahora formaban parte de las fuerzas bajo el mando del alcaide entreguen las armas y formen en este patio para recibir nuevas órdenes y conocer su futuro destino".

Y, como autómatas y entre murmullos, los hombres del alcaide fueron amontonando el armamento y formando en filas de a tres en el centro del patio del castillo.
Y después que el último quedase desarmado, el conde dio la orden de apresar al alcaide mostrando a todos el contenido del escrito real.
Don Senén quedó sorprendido, pero cualquier reacción en contra ya era vana, pues no contaba con seguidores en condiciones de ayudarle a evitar el arresto.
Ninguno de sus hombres tenían armas para defenderlo y ante la cruda realidad y la fuerza que tenía en su contra, el alcaide desenvainó su espada y sujetándola por la hoja la entregó al conde que la tomó por la empuñadura.
Y con ese gesto Don Senén se rendía sin condiciones y se ponía a disposición del conde y bajo su consideración y clemencia.

Pero cómo esperaba aquel desgraciado que el conde tuviese benevolencia con un reptil despreciable que intentara matar a su amado.
Eso ni era posible ni estaba en el ánimo de Nuño perdonar ni ser clemente con quien pusiese en peligro la integridad de Guzmán.
El alférez le dijo al conde que su señor deseaba hablarle cuanto antes, por lo que debía ir al palacio de Galiana sin demora.
El conde feroz, con los ojos inyectados en sangre y el furor rebosando por su boca, pasó revista a los soldados y servidores del alcaide y ordenó separarlos en función de su edad y su aspecto.
Realizó un primera investigación para averiguar cuales estaban más implicados con su jefe y mandó que encerrasen a estos secuaces del alcaide en las mazmorras del castillo.

Pero a Don Senén le reservó una jaula de hierro en la misma sala de tortura que había en uno de los sótanos de la fortaleza.


Y los servidores y soldados más jóvenes y de buen ver fueron llevados a otra sala menos lúgubre, pero también dotada de algunos instrumentos de tortura, hasta que el conde decidiera que hacer con ellos.

Y no era aventurado asegurar que iban a ser sometidos a un trato especialmente vejatorio sobre todo en sus partes por debajo de la cintura.

Dos corceles ligeros como el aire abrieron la marcha saliendo del castillo de San Servando a lomos de los cuales montaban el conde y su amado, seguidos por otros jinetes a todo galope de sus caballos en dirección al puente de Alcantara.

Con Nuño y Guzmán, además de Sergo, Iñigo y Ramiro, iban cuatro imesebelen cuyos músculos restallaban al sol como el mármol negro.
Y todos apretaban los dientes para contener la furia y la inmediata ansia de vengar la afrenta del alcaide o de quien estuviese detrás de esa mano asesina.
Pero antes de dar cumplida venganza y castigo a los viles seres que temblaban por su suerte en las profundas entrañas de San Servando, tenían que ver al rey y escuchar cuanto quisiese decirles con respecto a los hechos y motivos por los que ordenara la detención de Don Senén y sus acólitos en la guarnición del castillo.

Era posible que Don Alfonso ya tuviese la clave de todo el asunto y el alcance de la conjura; e incluso que tales arrestos sólo fuesen el principio de una larga lista de ejecuciones tendientes a acabar por esta vez con una trama perversa en contra del muchacho que el rey amaba tanto como a sus propios hijos.

Y ese cariño del tío hacia el sobrino podría ser la causa del odio que otros parientes sentían hacia ese joven infante.
Porque cuando el poder es grande, suele ser mayor la ambición y las aspiraciones casi siempre bastardas se disparan y surgen a la sombra del poderoso, como las setas nacen en los montes al darles la luz de los primeros rayos calientes del astro rey, tras nutrirse con el frescor de la lluvia.

Pues así, como hongos, algunos cortesanos chupan el frío jugo de los favores y prebendas del soberano y sorbiendo su esplendor y grandeza medran y aspiran cada día a mayores cotas de poder.

Esa es la condición de los hombres que suelen pulular por los salones de una corte y se llaman a si mismo cortesanos.
El mismo calificativo que reciben las putas con cierta clase y distinción.